sábado, 25 de abril de 2015

Patio interior

Prisma del mundo visible


Lacoue-Labarte, la música y la invención del yo. Continúa la serie de ensayos sobre el romanticismo.



Juan Cristóbal Mac Lean E.

El problema, decía Lacoue-Labarthe al final de la anterior entrega, no es que estemos o no en el “fin del arte” como a Hegel le vino en gana llamar a un desenvolvimiento de las formas, los sucesos o las obras que no se atenían a su dibujo, su cuento de las hadas absolutas de la Historia.
En cualquier caso, desde entonces el “arte” de hoy mismo lleva tal dictamen en su espalda, así como la poesía nunca logra desprenderse de su expulsión de la República platónica. Que esas son las dos puñaladas, que más o menos por la espalda, se le clavó para siempre al arte, a la poesía: la de Platón, primero, la de Hegel, luego. Pero, en cuanto a la “muerte del arte” la cuestión sería más bien, y Lacoue-Labarte tiene el valor de plantearlo, si no será más bien al revés de lo que se trata: de que por primera vez, el arte sea posible.
Lo dice, como recordarán, hablando a propósito de eso asaz indefinido o a la chiripa designado como romanticismo alemán, romanticismo de Jena, primer romanticismo, Frühromantik
Eso que se cocía, puerta a puerta con Hegel y, contra lo que él consideraba, en absoluto se dedicaba a “realizar,” definitiva e históricamente, cualquier supuesta muerte del arte, cuando lo que hacía era más bien reinventar el arte, sacudir el arte, devolverlo de una vez y para siempre a su raíz más profunda, es decir la vida. La vida verdadera, donde ya no hay ni arte, pues todo es arte: allá donde estar vivo es el arte mayor.
Pero ahí solo el poeta llega a estar así de vivo, de tan hecho uno solo con la vida. No en vano Novalis, esa fulguración enorme de la poesía, llega a confesar esto en una carta: “en mi filosofía de la vida cotidiana he llegado a la idea de una astronomía moral… e hice el interesante descubrimiento de la religión del mundo visible”.
Ese “interesante descubrimiento”, sin embargo, pareciera en un momento como opuesto a una de las fuentes esenciales en las que abrevó el romanticismo y que, en su momento, determinaron su andadura. Esa fuente esencial, no importa cuán aceptada, creída, refutada o transmutada luego, se manifestaba en el fenómeno Fichte, que a poco de deslumbrar a toda Alemania con un solo gran libro, que sonó como un platillo filosófico, y que parecía escrito por Kant, fue a parar, a dar clases, lecciones, aún repartir panfletos de sus propios escritos… en Jena. Donde lo escucharon, asistieron a sus vislumbres y retumbes, quienes de momento nos interesan, es decir los miembros de aquella especie de “célula” –no hay mejor palabra para comprenderlos- de lo que luego fue tachado de “romanticismo”, idealismo, etc.
¿Y qué decía Fichte? Aquí sólo nos interesa destacar una cosa, sin que nos aventuremos a explicar nada ni meternos en terriblemente difíciles derroteros filosóficos. Por caminos que aquí no seguiremos, y para los que además somos incompetentes, a Fichte se le dio, de una forma jamás antes imaginada (aunque por cierto en las huellas de Kant, que sí supo o fundó algo de tal barbaridad), que todo estaba en el Yo y en ninguna otra parte era cualquier cosa más verdadera, real, etc. Adentro de uno, y en ninguna otra parte, puede algo encontrar su verdadera condición, su definición mejor… Y un adentro reflejado en sí mismo hasta el infinito de su condición finita, etc.
Pero vamos: para explicar mejor y más fácil la invención del Yo, hagamos la prueba de remitirnos a la música en estos términos: en la música de Bach el Yo simplemente no existe. La música crea, obedece, a una estructura impersonal, trascendental -en otro sentido del que luego adquirió la palabra- indiferente como un río aunque por cierto capaz de captar las turbulencias del mismo río, pero en todo caso tan colectiva como anónima, tan rigurosamente puntual y matemática como ordenadamente múltiple e infinita.
La gran música del romanticismo (digamos Schubert, Schumann, Brahms), en cambio, está saturada por el yo, no se acoge ya a ninguna forma prescrita, impersonal (social, académica, religiosa), y se adentra, en cambio, como ningún otro intento humano lo hizo antes, en las profundidades del sí mismo, en su vibración primera, es decir el sentimiento en su acepción más esencial…  ¿pero sentimiento de qué? 
Habremos de decir, paradójicamente, que se trata de un sentimiento impersonal… pero propio de quien acude a encontrarlo, arrebatarlo, despersonalizarlo profundamente, pues en ese sí mismo se ha hallado todo… la hoja que cae, la danza que convoca, la llegada del invierno, lo escondido para siempre, lo descubierto sin apelación…[1]
¿Y cómo responder a eso o, es más, ¿cómo crear en sí mismo las condiciones de respuesta-responsabilidad ante la inagotable, vertiginosa y amada transfiguración del alma en lo que al alma atañe?
El camino está en el arte, pero a estas alturas la misma palabra arte se ha hecho multifacética, pues puede querer decir poesía, puede querer decir novela en el fabuloso sentido que le dieron, puede ser fragmento, es literatura pero también es crítica, crítica de arte. Sobre sus formas de realización en la nueva libertad que ha hallado (en parte gracias a esa herencia, en línea directa de Kant y que más tarde resumiría Benjamin Constant, acuñando la expresión de “arte por el arte”), Novalis, otra vez, es muy claro.
En las líneas siguientes, incluso parecería estar diseñando el programa extremo de una escritura venidera y que, más de 200 años después, conocemos bien: “relatos parecidos a sueños, sin coherencia [lógica], pero con asociaciones, como los sueños, -poemas únicamente armoniosos para el oído, hechos de hermosos vocablos, -pero sin significación ni coherencia, -tan sólo unas cuantas estrofas inteligibles, -deben ser como fragmentos de las cosas más diversas. La verdadera poesía puede tener, a lo sumo, un sentido alegórico en su conjunto, y producir, como la música, un efecto indirecto”.
Y esto, en el prisma Novalis, se entrecruza también con otros reflejos, otras luces que iluminan el “mundo visible”. Sin embargo, aunque se está ante un movimiento siempre inacabado, absoluto, tampoco se puede, ni se debe exponerlo todo, pues “muchas cosas son demasiado delicadas como para que se piense en ellas, y muchas más aún, como para que se hable de ellas”. Por eso, quien se ejercite en aclarar las cosas, debe también saber ocultarlas, oscurecerlas…



[1] Pero siempre debe matizarse la presencia de esos reconocidamente románticos con la figura de Beethoven, quien es para muchos quien dio verdaderamente el paso más allá, más allá aún de Kant, por ejemplo en sus dos últimas sonatas para piano (ver para esto, en Thomas Mann, las páginas del Doctor Faustus dedicadas a estas sonatas, la 31 y la 32), o también está la aseveración de Lacoue-Labarthe, para quien son los últimos cuartetos de Beethoven los que estarían a la altura de Holderlin). 

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