El boom y sus caminos
Este placentero viaje al pasado de sus lecturas, al que el autor nos invitó hace algún tiempo, recala esta vez en el auge de la literatura latinoamericana.
Manuel
Vargas
Cuando
llegué a la universidad de La Paz, si bien ya tenía lo que se llama un bagaje
de lecturas (un poquitito mayor que el de un bachiller corriente en esas
épocas), y aparte del nocaut de Franz Kafka y la aventura de Dostoievski, vinieron
otras novedades.
Era
el año 1970, las novedades eran el boom de literatura latinoamericana con Gabriel
García Márquez y su par, Mario Vargas Llosa, y el impar Juan Rulfo a quien el
boom lo tenía sin cuidado.
¿Cómo
no identificarme con este último, habiendo yo además nacido en el paraíso
perdido de Vallegrande? ¿Y con aquél, si ya era un lugar común decir que
América Latina estaba llena de Macondos? Porque yo no venía de Buenos Aires ni
bajaba de los barcos para regocijarme con Julio Cortázar y sus juegos de mago,
y encamarme con Borges y sus travesuras más sublimes.
Pero
muy pronto me hice al intelectual, o dejé de encasillarme en lo rural para
morirme de la risa y de placer compartiendo el elevado y verdadero humor de
este gran ciego. Así como me reía con las jugarretas de palabras de Cabrera
Infante, me perdía con el tierno y malevo Juan Carlos Onetti y volvía a
encontrarme en los enredos temporales de Vargas Llosa.
Estábamos
en Bolivia, con su fuerte tradición del costumbrismo y el realismo social. Para
mi generación, la idea era, como 20 años después, como 40 años después (y como
siglos atrás), enterrar al costumbrismo, comenzar de nuevo, ser modernos y universales.
Matar al padre, épater les bourgeois, como si estuviéramos
descubriendo la pólvora.
A
estas alturas, el asunto de los libros ya era de nunca acabar, y no me pondré a
hacer listas de autores y de obras, por países y por edades, por corrientes y
estilos. ¿Pero cómo no voy a nombrar a Guimaraes Rosa? ¿Y a Carpentier y a
Felisberto Hernández, y a otros mexicanos, y a otros rioplatenses, de manera
que el boom ya va quedando estrecho?
Y
junto con ello, claro, las entrevistas y las teorías. Tientos y diferencias, Una
conversación infinita, Proceso y
contenido de la novela hispanoamericana, por nombrar algunos títulos. ¿Cómo
acomodar todo eso a mi mundo propio? ¿Qué leer?, ¿por dónde seguir? ¿Dónde
estaba el origen de esta modernidad? ¿En las viejas crónicas americanas, en
Virginia Wolf, en la oralidad, en Freud, en Joyce y en Marcel Proust? Y yo,
como todo iniciante, me bebía todo lo que decía el dios de Aracataca, y todos
los del boom, como si fuera la ley de Dios.
El
banquete estaba dispuesto. Franz Kafka, no me abandones. Juan Rulfo, eres una
luz susurrante de dónde vengo, o adónde voy.
Juan
Rulfo solo hablaba en sus cuentos. Pero Gabriel García Márquez lo hacía por
donde fuera. Por un lado, contaba este último que aprendió eso del realismo
mágico en la aparentemente seca frialdad de Kafka y en el manejo del tiempo de
Virginia Wolf. Y le criticaban, me acuerdo, que su obra tenía influencias del
gran William Faulkner, pero él dijo que no era así, pero se dio cuenta, cuando
conoció el sur de Estados Unidos, de que la influencia venía directamente de
ese paisaje y no del autor.
Y
como yo era un devoto, me adentré en Faulkner en busca de las raíces y de los
maestros de casi todos los autores del boom. Venga todo Faulkner. Y ya estaba
luego con Hemingway y con Thomas Wolfe y la Generación Perdida triunfando en
París.
Y
seguí para atrás con Moby Dick y La letra escarlata. Toda esa gran
literatura de donde bebieron los latinoamericanos, que fue moda en Europa, como
queriendo igualarse a los monstruos de la tradición europea y occidental. Y
Latinoamérica era asimismo una provincia que se hizo conocer en Francia y en
España, y surgieron los buenos negocios editoriales.
Y
andaba por Paja Colorada, a pie o montado a burro, con Bret Harte y con Stephen
Crane en la cabeza. ¿Cómo es que Mark Twain fue el creador del lenguaje
americano? ¿Nada más que con un libro de muchachos en el Misisipi? Y después de
cruzar los potreros de Huasacañada, me encerraba en un cuartito sin luz
eléctrica, y algunos minutos más en el patio esperando que la luz del sol no se
acabe: Cuentos grotescos de Sherwood
Anderson, lujos de Fitzgerald, aventuras de Melville, oscuridades de Hawthorne.
En
la Loma de Veinticinco, cuando estamos con mi cuñada -una inmensa mujer de ojos
verdes y mirada de toro- ordeñando las vacas, hay un peón -con el bocio del
tamaño de una ubre- que anda detrás de una “letrada” (lo contrario de mansa,
que no se deja enlazar ni menos arrear). Suda, ríe, balbucea: “no se deja coger
esta perra”. ¿No es acaso el soncito de El
villorrio enamorado de una vaca parecida a ésta?
A
estas alturas (vuelvo a los puros libros) uno se va enterando que cada vez
conocemos menos, pues una cosa lleva a la otra. Y una vez más estoy en América
Latina y mañana será en el Siglo de Oro español.
En
fin, la literatura como lenguaje y como recuerdo, como vislumbre de nuestra
verdadera patria, y a un tiempo como placer y conocimiento, más acertado que
todas las ideologías juntas, y -pues la lectura lleva a la escritura- como
expresión de nuestro interior (sueños y deseos y pesadillas), como forma de
vida y de realización.
Ya
estaba listo, perdido y enviciado para siempre.
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