domingo, 5 de abril de 2015

El último mestizo

El boom y sus caminos


Este placentero viaje al pasado de sus lecturas, al que el autor nos invitó hace algún tiempo, recala esta vez en el auge de la literatura latinoamericana.



Manuel Vargas

Cuando llegué a la universidad de La Paz, si bien ya tenía lo que se llama un bagaje de lecturas (un poquitito mayor que el de un bachiller corriente en esas épocas), y aparte del nocaut de Franz Kafka y la aventura de Dostoievski, vinieron otras novedades.
Era el año 1970, las novedades eran el boom de literatura latinoamericana con Gabriel García Márquez y su par, Mario Vargas Llosa, y el impar Juan Rulfo a quien el boom lo tenía sin cuidado.
¿Cómo no identificarme con este último, habiendo yo además nacido en el paraíso perdido de Vallegrande? ¿Y con aquél, si ya era un lugar común decir que América Latina estaba llena de Macondos? Porque yo no venía de Buenos Aires ni bajaba de los barcos para regocijarme con Julio Cortázar y sus juegos de mago, y encamarme con Borges y sus travesuras más sublimes.
Pero muy pronto me hice al intelectual, o dejé de encasillarme en lo rural para morirme de la risa y de placer compartiendo el elevado y verdadero humor de este gran ciego. Así como me reía con las jugarretas de palabras de Cabrera Infante, me perdía con el tierno y malevo Juan Carlos Onetti y volvía a encontrarme en los enredos temporales de Vargas Llosa.
Estábamos en Bolivia, con su fuerte tradición del costumbrismo y el realismo social. Para mi generación, la idea era, como 20 años después, como 40 años después (y como siglos atrás), enterrar al costumbrismo, comenzar de nuevo, ser modernos y universales. Matar al padre, épater les bourgeois, como si estuviéramos descubriendo la pólvora.
A estas alturas, el asunto de los libros ya era de nunca acabar, y no me pondré a hacer listas de autores y de obras, por países y por edades, por corrientes y estilos. ¿Pero cómo no voy a nombrar a Guimaraes Rosa? ¿Y a Carpentier y a Felisberto Hernández, y a otros mexicanos, y a otros rioplatenses, de manera que el boom ya va quedando estrecho?
Y junto con ello, claro, las entrevistas y las teorías. Tientos y diferencias, Una conversación infinita, Proceso y contenido de la novela hispanoamericana, por nombrar algunos títulos. ¿Cómo acomodar todo eso a mi mundo propio? ¿Qué leer?, ¿por dónde seguir? ¿Dónde estaba el origen de esta modernidad? ¿En las viejas crónicas americanas, en Virginia Wolf, en la oralidad, en Freud, en Joyce y en Marcel Proust? Y yo, como todo iniciante, me bebía todo lo que decía el dios de Aracataca, y todos los del boom, como si fuera la ley de Dios.
El banquete estaba dispuesto. Franz Kafka, no me abandones. Juan Rulfo, eres una luz susurrante de dónde vengo, o adónde voy.
Juan Rulfo solo hablaba en sus cuentos. Pero Gabriel García Márquez lo hacía por donde fuera. Por un lado, contaba este último que aprendió eso del realismo mágico en la aparentemente seca frialdad de Kafka y en el manejo del tiempo de Virginia Wolf. Y le criticaban, me acuerdo, que su obra tenía influencias del gran William Faulkner, pero él dijo que no era así, pero se dio cuenta, cuando conoció el sur de Estados Unidos, de que la influencia venía directamente de ese paisaje y no del autor.
Y como yo era un devoto, me adentré en Faulkner en busca de las raíces y de los maestros de casi todos los autores del boom. Venga todo Faulkner. Y ya estaba luego con Hemingway y con Thomas Wolfe y la Generación Perdida triunfando en París.
Y seguí para atrás con Moby Dick y La letra escarlata. Toda esa gran literatura de donde bebieron los latinoamericanos, que fue moda en Europa, como queriendo igualarse a los monstruos de la tradición europea y occidental. Y Latinoamérica era asimismo una provincia que se hizo conocer en Francia y en España, y surgieron los buenos negocios editoriales.
Y andaba por Paja Colorada, a pie o montado a burro, con Bret Harte y con Stephen Crane en la cabeza. ¿Cómo es que Mark Twain fue el creador del lenguaje americano? ¿Nada más que con un libro de muchachos en el Misisipi? Y después de cruzar los potreros de Huasacañada, me encerraba en un cuartito sin luz eléctrica, y algunos minutos más en el patio esperando que la luz del sol no se acabe: Cuentos grotescos de Sherwood Anderson, lujos de Fitzgerald, aventuras de Melville, oscuridades de Hawthorne.
En la Loma de Veinticinco, cuando estamos con mi cuñada -una inmensa mujer de ojos verdes y mirada de toro- ordeñando las vacas, hay un peón -con el bocio del tamaño de una ubre- que anda detrás de una “letrada” (lo contrario de mansa, que no se deja enlazar ni menos arrear). Suda, ríe, balbucea: “no se deja coger esta perra”. ¿No es acaso el soncito de El villorrio enamorado de una vaca parecida a ésta?
A estas alturas (vuelvo a los puros libros) uno se va enterando que cada vez conocemos menos, pues una cosa lleva a la otra. Y una vez más estoy en América Latina y mañana será en el Siglo de Oro español.
En fin, la literatura como lenguaje y como recuerdo, como vislumbre de nuestra verdadera patria, y a un tiempo como placer y conocimiento, más acertado que todas las ideologías juntas, y -pues la lectura lleva a la escritura- como expresión de nuestro interior (sueños y deseos y pesadillas), como forma de vida y de realización.

Ya estaba listo, perdido y enviciado para siempre.

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