Lo infraordinario
Vuelve Antezana sobre uno de sus autores favoritos, Georges Perec, y se detiene esta vez un extraño pero entrañable libro, Tentativa de agotamiento de un lugar parisino.
Sebastián
Antezana
Algún
momento entre 2002 y 2004 leí un pequeño y curioso libro que entonces me
pareció indescifrable pero que con los años voy queriendo y entendiendo más.
Tentativa de agotamiento de un
lugar parisino (1975) es una de las muchas obras breves de Georges
Perec, que sin embargo presenta de forma notable varias de sus preocupaciones
recurrentes.
No
quiero detenerme mucho tiempo en el hombre (genial, melancólico, francés, narrador
y ensayista, judío, fumador, miembro del Oulipo, dueño de una escritura
calificada de experimental, obsesionado por gestos como una furiosa afición
clasificatoria, arquitecto de un espacio literario regido por juguetonas y
arbitrarias reglas seguidas al pie de la letra). Es, sobradamente, uno de los
mayores escritores del siglo pasado.
Quiero
quedarme con la obra. En Tentativa…
Perec se propone una tarea en apariencia simple pero en el fondo ardua, en
realidad imposible: describir, agotar mediante la escritura, no la ciudad, ese
espacio mayor de interminables connotaciones, sino solo una de sus coordenadas,
un punto específico, un pequeño lugar de París.
Perec
no cede ni al histrionismo ni a los impulsos del yo, no escribe aquí sobre
grandes acontecimientos públicos ni tampoco sobre pequeños hechos privados,
simplemente se detiene en un punto de la ciudad de París (la plaza St. Sulpice)
y allí, como un cronista de la cotidianidad más ínfima, deja de lado lo más
vistoso -un ayuntamiento, una comisaría, tres cafés, un cine, una iglesia, un
sastre, una parada de autobuses- para concentrarse en “describir el resto, lo
que generalmente no se anota, no se nota, lo que no tiene importancia: lo que
pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes”.
La
gesta de Perec -una especie de okupa silencioso y sensible- tiene que ver con
la toma de espacios públicos no por la fuerza y ni siquiera por el movimiento -la
forma de ocupar verdaderamente un espacio es desplazándose en él-, sino mediante
la observación y la quietud.
El
suyo no es un gesto revolucionario ni provocador, sino uno silencioso y
sistemático, un impulso narrativo que cubre todo lo que ocurre en un espacio
determinado, la plaza St. Sulpice, mediante la imposición de reglas aleatorias
(Perec se dice: voy a sentarme a ver lo que pasa en una plaza x, de x hora a x
hora, en estos x días, y lo voy a registrar).
Así,
sentado indistintamente en la fuente o en un café de la plaza, Perec se dedica
a interrogar lo habitual, a anotar lo que sucede como una voz dirigida no al
todo sino a las instancias pequeñas, no al panorama sino al detalle, no a lo
extraordinario, y ni siquiera a lo ordinario, sino a lo otro, a eso que Perec
llama “lo infraordinario”.
El
resultado es una narración extraña, impersonal, que únicamente describe lo que
ocurre en la plaza y alrededor del narrador -pasa un bus de la línea 80, un
grupo de chicos juega a la pelota delante de la iglesia, una mujer de chal
camina por la acerca, pasa un bus de la línea 86, un papá joven camina
lentamente y empuja un cochecito de bebé, una oficina abre sus puertas, pasa un
bus medio vacío de la línea 79, etc.
Perec,
narrador del libro, es un voyeur. No en el sentido que Michel de Certeau -quien
propone caminar la ciudad a pie como modo de oponerse al poder político,
corporativo e institucional que la construye y ordena- le da al término, y que
a la manera foucaldiana lo relaciona con un controlador, el que todo lo ve
desde una verticalidad que es sinónimo de poder y jerarquías; sino un voyeur,
decía, que funciona a ras de piso y que está desprovisto de aficiones de
control, como el goce ornamental o la tensión política.
El
texto es puramente descriptivo, no da lugar a la retórica ni pretende pintar lo
que sucede bajo una luz determinada. Diría que a ratos cede a la fantasía del
grado cero de la narración: el objetivismo.
Lo
que sucede en la plaza St. Sulpice -el pasar de automóviles y gente, la
apertura y cierre de algunos negocios, el vuelo de las palomas de la plaza, el
paso de las nubes- es pacientemente anotado por Perec, quien se transforma así
de narrador de ficción a cronista de lo infraordinario, una figura diametralmente
opuesta al cronista de hoy, tan preocupado por lo sobresaliente, lo raro, lo
excepcional.
El
gesto de Perec, su intento de agotar una instancia urbana, parece inofensivo
comparado a, por ejemplo, el uso disciplinario del espacio del barón Haussmann
(quien reconstruyó gran parte de París durante la segunda mitad del siglo XIX y
la transformó en una urbe diseñada para el control de masas) y al arte
revolucionario de los situacionistas (la Internacional Situacionista proponía
caminar sin rumbo por las ciudades como forma de re-ver y re-experimentar la
vida urbana; así, en lugar de prolongar la unidireccionalidad de la rutina, la
deriva significaba una forma de replantear las situaciones urbanas de forma
radical).
Desde
su banca en la plaza St Sulpice, Perec no se adhiere a las directrices citadinas
de Haussmann ni a la deriva situacionista, y en cambio sí a un experiencia
urbana abierta y desordenada, una clasificación aleatoria, juguetona y no
programática.
Su
propuesta intenta abrir brechas en el interior de discursos como la
urbanística, la geografía y la política, mediante la práctica sistemática de la
diferencia (la clasificación y la enumeración de lo infraordinario, la atención
al juego que propone la ciudad y cambia constantemente de reglas y patrones,
etc.).
Con
Tentativa… Perec da una doble
lección: por un lado, muestra cómo el género de la crónica bien puede reinventarse
y desembarazarse de aspectos que, creo, a estas alturas ya se han vuelto taras:
la compulsión por lo inusual, lo polémico, lo chocante, lo extraordinario; y
por otro, propone una nueva forma de habitar el espacio público, el espacio
urbano, mediante el ejercicio de la contemplación y clasificación de sus
componentes y variantes más pequeñas.
Hoy,
en tiempo de renovación municipal, en instancias donde las grandes obras y los
megaproyectos definen todo, quizás valdría la pena seguir la iniciativa de
Perec y entregarnos al detalle, a los pequeños destellos y las pequeñas
oscuridades, a lo cotidiano y aparentemente poco importante, a lo
infraordinario.
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