Oh, Bartleby
“Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo”.
Aldo Medinaceli
Cuentan que antes de las fotocopiadoras y la tecnología
digital, los documentos solían transcribirse a mano. Los copistas -o también
llamados amanuenses- solían tener un trabajo estable, mayor o menor salario
según la belleza de su caligrafía, y eran indispensables para el funcionamiento
de juzgados, registros o cualquier otra actividad en la que fuera necesaria una
fidedigna recepción de datos.
También dicen que esta burocracia extrema llegó a límites
absurdos y que en algún momento esta práctica se convirtió en un fin y no en un
medio: enormes archivos con miles de cuartillas esperando que alguien busque un
dato específico, una fecha, un nombre, una declaración que confirme o refute lo
que dice otra persona.
Así en aquel tiempo artesanal del cual todavía vivimos una
tenue resaca, con inmensas plumas y diminutos tinteros, reforzados lápices y
calibrados pulsos, la profesión de escribiente muchas veces se convertía, como
una manera de vencer a la locura, en una antesala de la escritura de ficción.
En el relato Bartleby el escribiente, atípico ejemplo de una
casi perfección narrativa, el protagonista-testigo asegura que: “a las
biografías de todos los amanuenses, prefiero algunos episodios de la vida de
Bartleby”.
Y esos episodios son, ciertamente, memorables. En uno de
ellos, luego de describir una modesta oficina en el centro de Manhattan, donde
se revisan documentos leyéndolos en voz alta, se narra la inexplicable forma en
que uno de los copistas, sin más motivo que su libre albedrío, decide dejar de
obedecer.
El empleado que antes sobresalía por su puntualidad y
esmero, tan difíciles de encontrar entre sus colegas, replica a la petición de
su jefe con una parsimoniosa negativa.
Tal la escena:
“Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse
de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis
atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que
Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad
posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome en
pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con
eso? ¿Está loco? Necesito que me ayude a confrontar esta página; tómela. -Y se
la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos
grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en
su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras
palabras, si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana,
yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias,
hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón”.
¿Sentía Bartleby excesiva autosuficiencia con la fidelidad
de su escritura, tanto que se negaba a revisarla como le pedía su jefe?
¿Prefería no perder el tiempo leyendo en voz alta lo que otro había copiado
antes para enfocarse en su propia escritura?
Más de un siglo después, en el libro Bartleby &
compañía, Enrique Vila-Matas retomó este pasaje de Herman Melville para
otorgarle nuevas significaciones.
Tal como le sucede al personaje rebelde de Melville, quien
decide no escribir una línea más, Vila-Matas reconoce en este gesto un síndrome
que también atacaría a una célebre lista de escritores, entre los que se
cuentan a Arthur Rimbaud, Juan Rulfo o Phillip Roth, entre varios más.
Así de simple, sin más, el denominado síndrome Bartleby
obligaría a abandonar este particular oficio a quienes sufren del intratable
mal.
Una nueva forma de aquello que se conoce de manera
superficial como bloqueo es llevada, en este caso, a un extremo radical, no
solamente dejando la práctica de la escritura sino, en algunos casos, hasta la
desaparición del mismo escribiente. Lo más probable es que esa no haya sido la
primera vez y que el síndrome siga asaltando mientras existan escribientes o
transcriptores.
También se podría decir que esta escena se repite a diario
cuando leemos una notificación que dice: “cargar tinta”, o: “no hay papel en la
impresora”, o cuando el bolígrafo se queda seco o simplemente uno prefiere
alejarse del escritorio, eligiendo una vida más activa.
Aquel mantra que se repite hasta el cansancio -siguiendo la
traducción de Borges: “Preferiría no hacerlo”, representa para muchos un canto
a la libertad y sus múltiples opciones. “Preferiría no hacerlo”, mientras que
para muchos otros es simplemente la abulia de la momentánea -o no- derrota ante
la página en blanco.
Sería ridículo pensar en un mundo sin la letra escrita, en
donde todos renunciaran a su cargo, de ahí que el gesto de Bartleby esconda un
profundo misterio y una luminosa sabiduría. Intrigante paradoja. Modestia y
orgullo. Victoria y derrota. Tal vez sea bueno recordar que nadie es
imprescindible a la hora de llenar más y más estantes con páginas garabateadas,
pero que, al mismo tiempo, tampoco nadie sabe cuántas hermosas líneas se habrán
perdido a causa de la terquedad de aquel escribiente que un día solo dijo:
“Preferiría no hacerlo”.
Y, efectivamente, nunca más lo hizo.
Finalmente Bartleby se queda sentado sin importarle que sus
compañeros, jefe y la oficina entera se trasladen de lugar, que allá afuera la
ciudad colapse en severas crisis económicas, o que el mundo siga girando sin
importarle su radical decisión.
Tan entrañable personaje muere recostado sobre la hierba de
un sanatorio mental, en un estado parecido al sueño, sin tribulaciones ni
ansiedad. Incomprendido pero guardando dentro de sí el profundo misterio del
mundo. Tal vez la escena más memorable de este relato sean las últimas palabras
que simplemente dicen: “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”.
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