sábado, 11 de abril de 2015

Las escenas

Oh, Bartleby

“Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo”.



Aldo Medinaceli

Cuentan que antes de las fotocopiadoras y la tecnología digital, los documentos solían transcribirse a mano. Los copistas -o también llamados amanuenses- solían tener un trabajo estable, mayor o menor salario según la belleza de su caligrafía, y eran indispensables para el funcionamiento de juzgados, registros o cualquier otra actividad en la que fuera necesaria una fidedigna recepción de datos.
También dicen que esta burocracia extrema llegó a límites absurdos y que en algún momento esta práctica se convirtió en un fin y no en un medio: enormes archivos con miles de cuartillas esperando que alguien busque un dato específico, una fecha, un nombre, una declaración que confirme o refute lo que dice otra persona.
Así en aquel tiempo artesanal del cual todavía vivimos una tenue resaca, con inmensas plumas y diminutos tinteros, reforzados lápices y calibrados pulsos, la profesión de escribiente muchas veces se convertía, como una manera de vencer a la locura, en una antesala de la escritura de ficción.
En el relato Bartleby el escribiente, atípico ejemplo de una casi perfección narrativa, el protagonista-testigo asegura que: “a las biografías de todos los amanuenses, prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby”.
Y esos episodios son, ciertamente, memorables. En uno de ellos, luego de describir una modesta oficina en el centro de Manhattan, donde se revisan documentos leyéndolos en voz alta, se narra la inexplicable forma en que uno de los copistas, sin más motivo que su libre albedrío, decide dejar de obedecer.
El empleado que antes sobresalía por su puntualidad y esmero, tan difíciles de encontrar entre sus colegas, replica a la petición de su jefe con una parsimoniosa negativa.
Tal la escena:

“Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome en pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Está loco? Necesito que me ayude a confrontar esta página; tómela. -Y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras, si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón”.

¿Sentía Bartleby excesiva autosuficiencia con la fidelidad de su escritura, tanto que se negaba a revisarla como le pedía su jefe? ¿Prefería no perder el tiempo leyendo en voz alta lo que otro había copiado antes para enfocarse en su propia escritura?
Más de un siglo después, en el libro Bartleby & compañía, Enrique Vila-Matas retomó este pasaje de Herman Melville para otorgarle nuevas significaciones.
Tal como le sucede al personaje rebelde de Melville, quien decide no escribir una línea más, Vila-Matas reconoce en este gesto un síndrome que también atacaría a una célebre lista de escritores, entre los que se cuentan a Arthur Rimbaud, Juan Rulfo o Phillip Roth, entre varios más.
Así de simple, sin más, el denominado síndrome Bartleby obligaría a abandonar este particular oficio a quienes sufren del intratable mal.
Una nueva forma de aquello que se conoce de manera superficial como bloqueo es llevada, en este caso, a un extremo radical, no solamente dejando la práctica de la escritura sino, en algunos casos, hasta la desaparición del mismo escribiente. Lo más probable es que esa no haya sido la primera vez y que el síndrome siga asaltando mientras existan escribientes o transcriptores.
También se podría decir que esta escena se repite a diario cuando leemos una notificación que dice: “cargar tinta”, o: “no hay papel en la impresora”, o cuando el bolígrafo se queda seco o simplemente uno prefiere alejarse del escritorio, eligiendo una vida más activa.
Aquel mantra que se repite hasta el cansancio -siguiendo la traducción de Borges: “Preferiría no hacerlo”, representa para muchos un canto a la libertad y sus múltiples opciones. “Preferiría no hacerlo”, mientras que para muchos otros es simplemente la abulia de la momentánea -o no- derrota ante la página en blanco.
Sería ridículo pensar en un mundo sin la letra escrita, en donde todos renunciaran a su cargo, de ahí que el gesto de Bartleby esconda un profundo misterio y una luminosa sabiduría. Intrigante paradoja. Modestia y orgullo. Victoria y derrota. Tal vez sea bueno recordar que nadie es imprescindible a la hora de llenar más y más estantes con páginas garabateadas, pero que, al mismo tiempo, tampoco nadie sabe cuántas hermosas líneas se habrán perdido a causa de la terquedad de aquel escribiente que un día solo dijo: “Preferiría no hacerlo”.
Y, efectivamente, nunca más lo hizo.
Finalmente Bartleby se queda sentado sin importarle que sus compañeros, jefe y la oficina entera se trasladen de lugar, que allá afuera la ciudad colapse en severas crisis económicas, o que el mundo siga girando sin importarle su radical decisión.

Tan entrañable personaje muere recostado sobre la hierba de un sanatorio mental, en un estado parecido al sueño, sin tribulaciones ni ansiedad. Incomprendido pero guardando dentro de sí el profundo misterio del mundo. Tal vez la escena más memorable de este relato sean las últimas palabras que simplemente dicen: “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”.

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