sábado, 18 de abril de 2015

Artículo

Galeano: miente la muerte

Crónica del último encuentro (y también del primero) entre el autor y el genial escritor uruguayo.

 
Una selfie tomada por Gumucio, hace unos años en Montevideo.
Alfonso Gumucio Dagron

La última vez que estuve con Eduardo Galeano fue en La Paz, el lunes 15 y martes 16 de julio de 2013, cuando llegó invitado por la Universidad Andina Simón Bolívar, que le otorgó en Sucre un reconocimiento.
Me avisó que llegaba al Hotel Radisson al final de la tarde y le propuse cenar juntos en mi restaurante favorito de la zona sur, pero se retrasó dos horas porque la ciudad estaba enloquecida con los festejos del día siguiente, el aniversario de La Paz, y al final llegó como a las 10 de la noche, cansado de tanto viaje y bochinche, acompañado por José Luis Gutiérrez Sardán, rector de la UASB. 
Así que a esa hora cenamos ahí mismo, en el restaurante del hotel. Ambos pedimos un wok de pollo con verduras, que él acompañó con un whisky con hielo. Me hizo mucha gracia cuando le pregunté si había probado la carne de llama y respondió que él no podría comerse a un animalito que tenía la mirada de Gina Lolobrigida y el caminar de Sofía Loren.
Me habló de su nieta Lila, de seis años, a la que adoraba, y sacó una de esas libretitas minúsculas y maravillosas que siempre llevaba en el bolsillo donde anotaba todo con letra menuda, para leerme unas frases de la nieta. Cuando nació, el padre de Lila escribió un mensaje a la familia: “Llegó para enseñarnos todo de nuevo”.
Helena me había escrito en la mañana para recomendarme que lo cuidara, pues estaba frágil debido al tratamiento oncológico: “te ruego que veas que no se canse, que haga todo despacito, comer poquito y beber nadita. ¿Tal vez que se compre sorojchi pills?”. No fue necesario decirle nada a Eduardo, pues se sentía muy cansado y me dijo que se iba a acostar inmediatamente después de la cena.
Le entregué mi libro Cruentos, que acababa de publicar, y lo acompañé a su cuarto, pero la llave no abría la puerta así que lo cambiaron de la habitación 831 a la 813, con vista al Illimani.
Galeano me dijo que su paso por La Paz era breve, dos noches y un día, y que solamente vería a dos amigos: a Evo Morales y a mí. Tenía cita con el Presidente a las cuatro de la tarde del día siguiente en la casa presidencial.
En la mañana del 16 de julio se fue con Gutiérrez Sardán a comprar unas carteras de cuero que le había encargado Helena. Esa noche volvimos a cenar en el hotel y pidió nuevamente el wok de pollo con verduras. Apenas me vio me dijo muy serio: “Por tu culpa no he podido dormir”.
Luego sonrió con picardía y comentó que el último cuento del libro, Descenso (escrito a cuatro manos con Carlos D. Mesa), que tiene por tema el fútbol, lo había mantenido en vilo hasta la última página porque no veía cómo los dos ejes narrativos se iban a juntar al final.
Me contó que durante dos horas y media había hablado con Evo de muchos temas, entre ellos de fútbol, una pasión que tenían en común. Recordó que cuando Evo lo visitó la primera vez en Montevideo estaban ambos sentados en unas sillas de jardín en casa de Galeano, hablando de fútbol tan entusiasmados que de pronto la silla de Evo colapsó y el Presidente boliviano se fue al suelo.
No pasó nada grave, pero Eduardo me decía que podía haber dado lugar a titulares sensacionalistas si Evo hubiese salido lastimado: “Presidente boliviano herido en casa de Eduardo Galeano”.
Estábamos allí en el restaurante del hotel conversando a solas. Me contó que su gira por Estados Unidos, para la presentación de la edición en inglés de Los hijos de los días había salido muy bien.
Katherina se unió a nosotros unos minutos pero tuvo que regresar al salón del primer piso donde cerca de mil personas asistían a una cena organizada por el alcalde Luis Revilla por el aniversario de la ciudad.
Me pareció una curiosa paradoja que todo ese mundo de la sociedad paceña (políticos, diplomáticos, intelectuales) que festejaba unos metros sobre nuestras cabezas, ignorara que en el restaurante casi desierto del hotel estaba el gran escritor uruguayo.
Siguió su camino a Sucre a la mañana siguiente. Durante esos días intercambié con Helena once mensajes para mantenerla al corriente y tranquilizarla. Eduardo prefería mantener desconectado el teléfono celular que Helena le había dado. Detestaba los celulares y no quería sentirse controlado, ni siquiera por el cariño de Helena.
Como todo lector de mi generación, los libros de Eduardo Galeano son esenciales en mi biblioteca. Lo he leído con admiración por la calidad de su prosa, por su humor, por su ingenio y por supuesto por esa sensibilidad social a flor de piel. Eduardo, el sentipensante, es un cronista-poeta que con su estilo sabe trascender lo descriptivo, para encantar al lector con imágenes inolvidables.
En un encuentro anterior, en Montevideo, el 2010, me regaló su libro Espejos, una historia casi universal, con una ocurrente dedicatoria: “A ver si te ves, Alfonso”. Sus dedicatorias venían siempre acompañadas de algún dibujo simpático. Esta vez, era la cabeza de un chanchito con una flor en la boca.
Conocí a Galeano bastante tarde en su vida y en la mía. Fue en septiembre de 1989 en Panamá, durante el Encuentro Latinoamericano de Cultura y Educación Popular organizado por Raúl Leis, presidente del Consejo de Educación de Adultos de América Latina (CEAAL). Estuvimos toda la semana allí con colegas de varios países latinoamericanos.
Tres meses después se produjo la invasión de Panamá por Estados Unidos y los bombardeos de los aviones gringos destruyeron el barrio donde se encontraba el lugar donde nos habíamos reunido y alojado.
La impresión que tuve de Eduardo durante esa semana fue la de un hombre sencillo, que no hacía gala de sus conocimientos ni de su estatura de intelectual mundialmente reconocida desde la publicación de Las venas abiertas de América Latina en 1971. Desbordaba simpatía con sus frases y sensualidad con sus camisas moradas o violetas, abiertas hasta el segundo botón para mostrar el vello del pecho. Era sin duda un hombre seductor físicamente y por su manera de ser. 
Así lo vi también en otros encuentros, en La Habana, en Montevideo y en otras ciudades donde coincidimos. Y cuando él no me encontraba me dejaba alguna nota, siempre con un simpático dibujo.
En estos días me escribió sin palabras nuestra amiga común Alejandra Adoum, quien conocía a Eduardo desde hace mucho tiempo. Quiero cerrar esta nota con el título de su mensaje: “Miente la muerte”, algo que Galeano dijo a la muerte de Juan Gelman.


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