sábado, 7 de mayo de 2016

Staccato

Las artes

Un breve análisis de la percepción y el disfrute de la música, en el contexto de los tipos y las posibilidades del arte.



Pablo Mendieta Paz

Es innegable que el arte, tal como hoy lo distinguimos, se afirma en dos vertientes principales e independientes: la de las artes del espacio o de la belleza inmóvil, y la de las artes del tiempo o de la belleza en movimiento.
La primera comprende la arquitectura, la pintura y la plástica (escultura), y en la segunda concurren las artes que los griegos denominaban “musicales”, es decir la música propiamente dicha (vocal e instrumental), la poesía (“de carácter mixto o índole subjetiva-objetiva”), y la escultura viviente: la danza.
No obstante, y de modo general, con el paso del tiempo otras artes han llenado estas manifestaciones de la actividad humana, tales como el cine, el teatro como hoy lo  apreciamos, la fotografía, así como otras labores creadoras que por su moderna y creciente influencia reclaman ser incorporadas en la variada esfera de las expresiones culturales y artísticas: la televisión, el cómic, los videojuegos, la publicidad, e incluso los tatuajes.
Pero si estrictamente nos abocamos a las artes del espacio y del tiempo, técnicamente se advierte que el principio general de composición es simetría para las primeras, y para las otras, ritmo.
Nada más evidente, ya que en las simétricas -la arquitectura, la pintura y la plástica- las obras son percibidas simultáneamente: son fijas, configuran ensamble o bloque, buscan modelos en la naturaleza visible (pintura y plástica), y por tanto los materiales que se emplean se hallan disociados del artista.
Las artes del tiempo, en cambio, no nos sitúan en la presencia de algo hecho, pero sí de algo que se hace delante de nosotros. Asistimos, mediante un determinado número de intérpretes, a la ejecución de un cuarteto, de un coro, de una sinfonía, de una danza (en esta vertiente musical se advierte una plástica en movimiento), o -que sea útil el ejemplo- de un grupo vocal como Chanticleer, denominado como “una orquesta de voces”, cuya actuación en la reciente versión del Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana “Misiones de Chiquitos”, justificó con brillantez la aludida idea de la belleza en movimiento.
Somos receptores, asimismo, de una expresión poética (mixta en cuanto a su musicalidad y aprehensión simultánea de modelos naturales), de un discreto musical de diversión profana como el tango (me refiero a un musical, no al gran tango), o del canto de un grupo de folklore (es interesante comprobar -valga el comentario- que en el disco El inmortal, del cantautor boliviano Marcos Tabera, se percibe una sorprendente combinación estilizada de ritmos diversos, como el blues y el sikuri andino -luz del origen-, potenciada en el videoclip por imágenes de belleza inmóvil).
Escuchamos todo lo anterior, consciente o inconscientemente. Ya lo dijo Schopenhauer: “la música expresa una verdad superior a toda realidad material”. Guiados por esta máxima, la música no encuentra equivalencia con el mundo físico. Esto es a tal punto evidente que si enlazada su estética a los elementos esenciales con que cuenta, es incontrastable -en abierta oposición a las artes del espacio y a su simetría- que luego de haber disfrutado de ella “vemos desaparecer” ese arte del tiempo, como así también se diluye el ritmo, principio general de su composición. De ello se desprende que la música es el arte de pensar con sonidos, sin conceptos.
Todas las artes, cualesquiera que fueren, pueden crear en el espectador o auditor un recogimiento de actividad sin límites precisos; pero la música sobresale en “socializar” la emoción de la belleza si los sentimientos que de ella surgen aproximan el espíritu de los auditores que se sienten sobrecogidos por el sonido, sea este de naturaleza selecta, folklórica, pop, rock, etcétera.
Para convencerse, si comparamos la actitud del público frente a un lienzo en un museo, con la actitud del público en una sala donde se ejecuta cualquier género de música, la percepción será innegablemente distinta. Tales son las fronteras en la dimensión de la “tríada” -si es correcto el término para designar las monumentales arquitectura, pintura y plástica-, con la medida o proporción de “las artes musicales”. Es una realidad comprobable mediante simple observación.

Pero, por último y para reafirmar el espíritu de las artes musicales del tiempo o de la belleza en movimiento, no es poco útil enfatizar en que aun cuando diera la impresión de que las obras musicales se expresan tal y como las escuchamos, ellas reclaman nuestra íntima colaboración, pues en el curso de una ejecución no podremos comprenderlas más que por una serie de actos de memoria coordinada, una comparación instintiva y continua de estados de conciencia sucesivos que se construyen en el espíritu del auditor y que no existen más que en él.    

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