[Los cuadernos perdidos de
Víctor Hugo Viscarra]
¿Cuánto y cómo incidieron los retoques de edición en la obra del autor paceño?, se pregunta el autor de esta nota.
Rodolfo Ortiz
In memoriam Rubén
Vargas
Voy a viento de elucubración y en marea sobre la maña
bien habida de una deslectura.
Y si esta columna
suele tener la dicha de algunas veces pescarme en curva a la hora de
recordarla, voy a recordar primero que el título elegido aquí proviene de un
subtítulo que sin escamotear el tuteo, nos presenta unos papeles póstumos del
malogrado Víctor Hugo Viscarra, marginal como él solo, pero no único marginal
en lo solo. Se trata, para no ir a bucles, de Ch’aqui fulero. Los cuadernos perdidos del Víctor Hugo, libro publicado
el año 2007, un año después de su muerte.
Leer con sospecha
ha sido siempre para mí un principio, una forma de acercamiento hacia el mundo
de la escritura. En tal sentido, voy a comentar, quizás tangencialmente, algunos
aspectos que podrían ser relevantes a la hora de interrogar sobre los modos de la
vida póstuma de este escrito o conjunto compilado de escritos, y sobre sus
formas posibles, claro, si consideramos en este caso la amplia y exitosa historia
editorial de Viscarra desplegada de las manos de su afanado editor.
Sí vale la pena una
precisión que me permito como lector: recuerdo que Rubén Vargas señalaba que
Víctor Hugo Viscarra estaba tocado por un don narrativo, en la medida en que su
lenguaje no está separado de sus vivencias y, por lo mismo, no se esclaviza al
“uso premeditado” del argot de los bajos fondos. Indudablemente esta
concordancia entre palabra y acto, que Urzagasti también distinguía en Viscarra,
saca notable ventaja a los escritores profesionales de la marginalidad, pero
quizás Rubén Vargas miraba más lejos, al concluir de esta comparación que en
Viscarra “este lenguaje es natural, es decir, es la medida precisa de su mundo”.
La sospecha que me
produce esta frase surge no de su contundencia, menos del sentido que podría
irrumpir de los hechos narrados por “ese” lenguaje, sino y muy por el otro
lado, del hecho de si realmente enfrentamos tal “lenguaje natural” en cada uno
de sus libros, siendo que en la mayoría de los casos nos percatamos de una
sutil, aunque no menos influyente, mediación editorial.
Como notablemente
sucedió en las sucesivas ediciones de la poesía de Emily Dickinson o en las
obras “hipotéticas” que fraguaron los editores de Fernando Pessoa, la obra de
Víctor Hugo Viscarra no escapa a las intervenciones de su editor (con la supuesta
atenuante de que el escritor paceño abiertamente en vida lo consintió). Sin
embargo, la atracción que me causa el libro póstumo Ch’aqui fulero, como ningún otro publicado en vida por Viscarra, resulta
de la posibilidad de ver la mediación editorial desde la perspectiva de la
posteridad, dimensión en la que sin duda esa intervención tiende a ser más
crucial y aprehensible, como intentaré corroborar en este caso.
De entrada en Ch’aqui fulero nos llama la atención la
mención a unos “cuadernos perdidos”. ¿Son cuadernos recobrados, desarchivados,
encontrados? ¿Son cuadernos perdidos por Viscarra o simplemente olvidados por
el editor? No creo plantear preguntas insignificantes a la hora de leer a
Viscarra. Hace poco me enteré por boca de un amigo jugador de paleta del club
“31 de Octubre”, que cuando trabajaba de taxista hace varios años, una
madrugada le tocó llevar a Víctor Hugo Viscarra de la Pérez Velasco hasta la
Ceja. A la hora de cancelar el pasaje este truhan de la noche arguyó no tener
un centavo en el bolsillo y terminó pagando con un cuaderno manuscrito que
llevaba nombre y apellido. Tiempo después cuando Viscarra rondaba la fama, este
cuaderno lamentablemente ya se había perdido quién sabe dónde.
Pero no todo es
leyenda y anecdotario en esto de “los cuadernos perdidos del Víctor Hugo”, pues
en Ch’aqui fulero el editor finalmente
decide imprimir unas hojas de los desconocidos manuscritos del autor. Tres hojas
como “fondos de capítulos”, según se lee en los créditos, quiero decir, tres
fragmentos que se utilizan como un ornamento paleográfico para inaugurar cada
una de las tres secciones del libro. En suma, unas hojas manuscritas de los
cuadernos de Víctor Hugo que pertenecen más al flirteo de un diseño que al
cuerpo textual propiamente dicho de la obra. Y, dado el carácter de “fondo”, unas
hojas que si bien se hallan levemente difuminadas no llegan a ser ilegibles, lo
cual hace posible, al menos para un curioso impertinente como yo, la aventura y
hundimiento en cotejos y relaciones.
Entonces, ofrezco
un ejemplo.
Voy a referirme al
magnífico relato “Ecce Homo” que aparece en la primera parte titulada
“Soliloquios y delirios”. Haciendo los cotejos del caso, resulta que un
fragmento de este texto pertenece a la hoja manuscrita que abre la tercera parte
del libro de nombre “Otros textos”. (Llama la atención que varios textos
manuscritos, quizás de mayor factura que algunos soliloquios y cuentos, no
aparecen incorporados al libro, pero en fin). “Ecce Homo” es un relato del
amanecer. Trata una vez más de uno de los predecibles protagonistas alcohólicos
de Viscarra. Un errabundo que acaba de incorporarse al mundo luego de haber
estado “durmiendo su deliciosa borrachera”. Esperando se haga el día, este
hombre se dirige al Puente Avaroa, en búsqueda de sus compañeros de infortunio,
quienes duermen entre las casetas abandonadas del ex-mercadito de fruta.
Entonces (cito un párrafo de la página 27):
[l]legó al ex mercado y con fastidio observó que el
grupo de personas seguía durmiendo la borrachera que se habían empinado el día
anterior o tal vez días antes. Parecían un ovillo humano mal desmadejado,
arrebujados en prendas de vestir que alguna vez fueron ropas decentes, y
cubriendo mal que mal sus cuerpos con un plástico destrozado.
La escena es
elocuente, sin duda, digna de la solvencia del narrador al cual estamos
acostumbrados al leer la obra de Viscarra. Pero –¡oh sorpresa!– en la hoja manuscrita
de la página 101 me topo con la siguiente versión:
[l]legó al ex-mercado, y con fastidio observ[ó] que
el grupo de personas seguían durmiendo la tremenda borrachera que se habían
empinado el día (o tal vez días antes) anterior, acurrucados como si fuesen un
ovillo humano mal desmadejado, agrupados el uno sobre y/o al lado del otro,
arrebujados en prendas de vestir, que alguna vez fueron ropas decentes, y
cubriendo, mal que mal, sus cuerpos con un plástico, roto y destrozado, que les
servía tanto como frazada, como también evitaba que el calor de sus cuerpos
huya en otras direcciones.
Soslayando la dura interrogante
sobre ¿cuál Viscarra hemos leído hasta hoy?, mencionaría en todo caso que la
economía del lenguaje practicada en la primera cita, con evidente orgullo
literario por cierto, poco atiende al hecho de que las escrituras de Víctor
Hugo son crudas, carecen de tachaduras y, por lo mismo, tienden menos a ese
juego insensato de la buena letra que al arrebujamiento en la reunión de elementos,
“el uno sobre y/o al lado del otro”. Pienso que si imaginamos la escritura de
Víctor Hugo, la de sus cuadernos perdidos, como la de un “ovillo mal
desmadejado”, podríamos imaginar también un posible acercamiento a ese
“lenguaje natural” que entrega la medida precisa de su mundo.
Una escritura que
se basta a sí misma tiene que ver con el hecho de no contaminarse de la
voluntad de ser o parecer literatura. Y esta que fue una lúcida intuición de
Rubén Vargas es, sin lugar a dudas, la “ley de imprenta” que debería acercarnos
a frases tan lapidarias como la que sigue: “Y si de gustos se trata, pues, a mí
me gusta escribir de esta manera, y al que no le gusta mi estilo, que se meta
su dedo y su enojo en el orificio de su disgusto”.
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