Un oasis de horror
Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.
Aldo Medinaceli
La misma escena repetida una y otra vez. El ambiente
apocalíptico y desértico. Los cadáveres nombrados uno tras otro. La policía
cumpliendo un trámite. La misma mujer violada y asesinada, una y otra vez.
Mujeres jóvenes, desaparecidas, lanzadas a un costado del camino como botellas
vacías. A veces desnudas, torturadas o anónimas sino invisibles. Una misma
escena que de tanto ser repetida se convierte en algo cotidiano, perdiendo su
cualidad agresiva. El número: 2666, título de la última novela de Roberto
Bolaño.
En la cuarta parte de esta novela, llamada “La parte de los
crímenes” se detallan las posiciones de estos cadáveres y las pudorosas
pesquisas que se acercan más a lo gore que al relato policial.
Los asesinatos suceden en Santa Teresa, un espacio ficcional
pero que en verdad no pertenece a ninguna parte. Aunque el trasfondo social sea
la fronteriza Ciudad Juárez en el norte de México, Santa Teresa parece más una
pesadilla aterrizada de H.P. Lovecraft o El
castillo de Josef K., esta vez operando con toda su atroz maquinaria sobre
la vida de sus habitantes, entre gente adormilada y un poder oculto que nadie
conoce, que nadie ha visto, que nadie quiere ver.
Y si hablamos de ciudades literarias, la Santa Teresa de
Bolaño se acerca mucho más en su línea genealógica a la Comala de Rulfo -con
sus violencias reprimidas e iras abatidas- que al Macondo garciamarquiano o a
la edénica Santa María de Onetti.
En Santa Teresa ocurren crímenes a diario y nadie hace nada.
El narrador enumera página tras página los nombres, edades y descripciones de
las adolescentes asesinadas. Tal como si fuera un informe policial -frío y
técnico- enumerando cientos de casos (en Ciudad Juárez ya van miles de
asesinatos), mientras los habitantes de aquella apocalíptica villa intentan
seguir con la vida de todos los días.
Tan solo algunas de las descripciones de esta misma escena,
con sus variaciones, elegidas al azar, dicen así:
“La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia
Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo
hasta las rodillas, de una talla superior”.
“La primera mujer muerta del año 1994 fue encontrada por
unos camioneros en un desvío de la carretera a Nogales, en medio del desierto”.
“El año de 1995 se inauguró con el hallazgo, el cinco de
enero, de otra muerta. Esta vez se trataba de un esqueleto enterrado a poca
profundidad en un potrero que pertenecía al ejido Hijos de Morelos. Los
campesinos que lo desenterraron no sabían que se trataba de una mujer”.
“Cuatro días después apareció el cadáver mutilado de Beatriz
Concepción Roldán a un lado de la carretera Santa teresa-Cananea. La causa de
la muerte era una herida, presumiblemente infligida con un machete o un
cuchillo de grandes dimensiones, que le había abierto un canal desde el ombligo
hasta el pecho”.
“En noviembre en el segundo piso de un edificio en
construcción, unos albañiles encontraron el cuerpo de una mujer de aproximadamente
treinta años, de un metro cincuenta, morena, con el pelo teñido de rubio, con
dos coronas de oro en la dentadura, vestida únicamente con un suéter y un
hot-pant o short o pantalón corto. Había sido violada y estrangulada. No tenía
papeles”.
Los amigos de Roberto Bolaño cuentan que escribía esta
novela escuchando thrash metal a todo volumen y que en algún momento pensó en
llamarla Tormenta de mierda.
En un desapercibido pasaje de la novela Amuleto se menciona
la cifra que da el título final de esta obra como un azaroso tiempo de
desconcierto:
“…empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco
más despacio que antes, yo un poco más deprimida que antes, la Guerrero, a esa
hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio
de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un
cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o
nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha
terminado por olvidarlo todo”.
Aunque en realidad no sabemos si el título es una fecha, un
estado de ánimo, una especulativa cifra bestial o simplemente una referencia a
un momento catastrófico para las personas.
El caso es que La parte de los crímenes de 2666 también puede leerse como una
constante variación de un mismo hecho que sucede un número infinito de veces en
el tiempo y que solamente encuentra pequeñas e imperceptibles diferencias, pero
que, en el fondo, se trata de una sola acción: una sola mujer muerta, un solo asesinato
y una sola secuencia criminal que el narrador reitera obsesivamente una y otra
vez hasta que el hecho que alguna vez fue una afrenta se convierte en
cotidiano.
El estado de ánimo de estos personajes está ya muy distante
de aquellos poetas idealistas y buscadores de libertad que poblaban las páginas
de Los detectives salvajes, o de la
divertida erudición intelectual de la fantástica Literatura nazi en América.
Pues el último Bolaño es más oscuro, sardónico y hasta
pesimista, enfocándose en un futuro incierto en donde la única esperanza
parecer ser conocer la identidad de los malhechores y no tanto encontrar una
posible luz que brinde esperanza.
En suma, se trata de una escena que en su repetición y
constante denuncia forma quizás el mejor de los capítulos de la obra póstuma
del gran narrador chileno, y que solamente parece justificarse por aquel
maldito verso de Baudelaire que sirve de epígrafe a la obra en su totalidad: “Un
oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario