Cuando Víctor Hugo fue un rayo
Una emotiva y poco conocida historia de los últimos días del escritor paceño, 10 años después de su muerte.
Virginia
Ayllón
En
varias ocasiones defendí la literatura de Víctor Hugo Viscarra ante las radicalmente
contradictorias percepciones sobre su obra: o es “el” escritor de los bajos
fondos, o es dudoso el carácter literario de su escritura, la que habría sido
“elevada” a tal carácter por su amplio grupo de lectores/seguidores.
La
defendí porque creo que hay evidente material literario en varios momentos de
su escritura y que hay necesidad de abordar ese material desde claves
literarias más que desde la simpatía o antipatía que provoca el personaje
Víctor Hugo Viscarra.
A
diez años de su muerte y porque se trata sobre todo de un entrañable amigo,
prefiero ahora recordar un momento de lucidez de mi amigo, breve por cierto.
Pero la brevedad en este caso es apenas una convención cronológica porque tal
vez ese momento concentró en su vida todos los momentos de los que está hecha
una tradición.
No
le vi escribir a Víctor Hugo, no le vi leer, hablaba poco de libros. En las
conversaciones de la bohemia prefería que le escuchemos sus “salidas”, a veces
brillantes, otras comunes y corrientes.
Pocos
meses antes de su muerte me tocó acompañarlo en un trance desconocido para él:
la abstinencia del alcohol. Bañado en alcohol como había vivido, solo el
enfrentamiento con la huesuda le decidió a dejar en el camino a tan tónico
compañero. Y solo quien ha tenido de cerca al ser querido en situación de abstinencia
sabe el dolor físico que eso supone. Es la batalla con ese cuerpo ni siquiera
humedecido como inundado, que reacciona matando virtualmente a quien le priva
de su esencia vital.
Un
Víctor Hugo batallando con otro Víctor Hugo es lo que yo vi, enfrascados ambos
en una guerra de vida o muerte, uno odiando al otro, armando estrategias aquel,
apelando a débiles tácticas este.
Un
Víctor Hugo sobrio era raro pero existió, lo atestiguo. Uno que en ese desconocido
estado sacó, por fin, al escritor que le habitaba. Y no hay escritura sin
lectura, lo dice nuestra tradición, la de los que hemos hecho de la palabra más
que nuestro destino, nuestro camino o nuestro ser, nuestro terrible habitáculo
en la vida.
Este
inédito Víctor Hugo, entonces leía. No sé si lo hizo antes, no es dato que me
interese porque lo que yo vi fue una apetencia reciente, como nueva. La imagen
del Víctor Hugo en una biblioteca fue lo único que compartí con quien lo asimiló
al beodo de la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles.
Atacó
virtualmente mi modesta biblioteca y Humberto Quino dice sucedió lo propio con
la suya. Llevaba y traía los libros con extremada puntualidad, manejándolos
cual de papeles del erario se trataran.
Pero
el recuerdo que aún me causa turbación es este que mi memoria indica fue así. Sacamos
la mesa al jardín, Víctor Hugo ayudaba a poner la mesa. Entre platos van y
platos vienen le pregunté cómo le había parecido Los papeles de Aspern, novela que acababa de traer de vuelta a
casa. Su respuesta fue “lo mejor para el postre” y cuando éste llegó apareció
un Víctor Hugo más diferente a este nuevo y austero al que aún me costaba
acostumbrarme.
Era
un lector hablando de su maravillada lectura, parándose para narrar el momento
cumbre de esa delicada filigrana de Henry James, transmitiendo el miedo del
narrador cuando es descubierto por la inefable Juliana Bordereau. Su emoción
nos atrapó a las casuales comensales de esa mesa de jardín y solo el comentario
de una de ellas nos sacó de esa especie de éxtasis en que nos metió este
redescubierto lector: Mami, el Víctor Hugo está llorando, dijo, cortándonos la
iluminación de ese relámpago que fue el Víctor Hugo ese día.
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