sábado, 21 de mayo de 2016

Lector al sol

Viscarra, una década


Un análisis frío y ecuánime de la literatura y del legado del autor paceño.



Sebastián Antezana 

Diez años después de su muerte, causada por una cirrosis fulminante, Víctor Hugo Viscarra se ha vuelto un ícono literario nacional. Pero, paradójicamente, hablar de él hoy es quizás algo complicado o, por lo menos, algo complejo. Eso porque, como pasa con algunos escritores, en cierto sentido su obra ha pasado a ser secundaria respecto a su biografía: una vida accidentada y caracterizada por el abuso de alcohol y una marginalidad extrema.
El alcoholismo y la marginalidad, por otra parte, han sido figuras recurrentes en la literatura boliviana desde mucho antes que Viscarra y, antes que él, Jaime Saenz empezaran a conmover sensibilidades. Carlos Medinaceli y Armando Chirveches, por citar solo dos autores, ya las habían explorado aunque suscribiéndolas a espacios más rurales que citadinos.
Sin embargo, el autor de Felipe Delgado se lleva en esto la palma. Con la irrupción de su trabajo en las letras nacionales se aprecian dos gestos notables: la consolidación literaria de un nuevo tipo de habitante: el inmigrante aymara que del campo llega a la ciudad para convertirse en centro de su periferia, y la creación de una -discutida pero influyente- categoría sociológica y literaria: el grotesco social.
En esta línea, una lectura ligera entiende a Viscarra como heredero de Saenz y a su obra como caracterizada por los mencionados gestos notables. Pero en una lectura más detenida las diferencias entre ambos se aprecian fácilmente. Los libros de Viscarra muestran un proyecto muy distinto del saenziano.
Mientras el último realiza una construcción en parte simbólica y abiertamente mística de espacios como la ciudad, la noche y la muerte, el primero es mucho más concreto. Mientras Saenz se ocupa de la poesía del lenguaje, Viscarra resulta prosaico y de cortos vuelos.
Los personajes de Saenz son marginales legendarios que muchas veces se entienden mejor como figuras o arquetipos, mientras que los de Viscarra son -quieren ser- construcciones profundamente realistas. Saenz habla de locos, magos, muertos, borrachos, oficinistas y aparapitas, todos producto de una mirada abstracta y poetizada del mundo, mientras que Viscarra delinea delincuentes, prostitutas, borrachos, desesperados y muertos de hambre que viven furiosamente apegados a la realidad, incapacitados de metáfora.
Los de Viscarra son personajes marginados por -y en permanente campaña contra- la sociedad, las instituciones públicas, el Gobierno, la Iglesia. Son personajes que, lejos de preocupaciones por cualquier trascendencia y de afanes que sobrepasen sus necesidades diarias, batallan contra enfermedades concretas como la tuberculosis y el olvido, las úlceras y la soledad. Y están todos elaborados a partir de un molde porque, en el fondo,  los personajes de Viscarra son uno solo, él mismo, multiplicado y exhibido hasta el paroxismo.
Su afán, como Viscarra mismo expresó en una entrevista que concedió al periódico chileno La Nación, es el siguiente: “Vivo en mi mundo. Estoy por mi gente, porque son mis delincuentes, son mis putas, mis maracos, mis mendigos, mis ladrones. El único portavoz que ellos tienen soy yo. Para mí la escritura es como una especie de desahogo. ¡Nunca esta maldita sociedad me ha dado algo!”.
Por esa actitud y por una evidente vocación no solo de retratar sino de sumergirse literaria y literalmente en las entrañas del submundo que habitaba -esa periferia de la ciudad que constituyen ciertos barrios, especialmente la noche de ciertos barrios paceños-, alguna prensa le puso un nombre quizás ocurrente, quizás ingenuo: el Bukowski boliviano. Porque hay que destacar un hecho que en sí mismo no valida  la obra de Viscarra, pero que pone en claro su fuerte compromiso literario: Víctor Hugo escribió pese a ser un verdadero marginal, un completo desheredado. Sin casa ni familia, se dedicó a rodar por y a escribir sobre las mismas calles que otros describen desde sus cómodos departamentos. Llevando al extremo la recomendación de Zola, ese dinosaurio del naturalismo, vivió antes de escribir y, lejos de cualquier vuelo que lo alejara de lo que consideraba su verdadero ambiente, escribió solo sobre lo que vivió.
Tras su muerte, Manuel Vargas, su editor y amigo, le escribió un pequeño atinado adiós: “Nadie podrá decir que Víctor Hugo Viscarra ha sido el gran escritor de Bolivia; tal vez es curioso que él hubiera logrado escribir pese a las condiciones con que sobrellevaba la vida. Ésa fue tal vez su mayor virtud, porque Viscarra, entre otras cosas, tampoco era de familia, heredero de alguna tradición intelectual. Era simplemente un escritor, alguien que sintió la necesidad de narrar aquello que, de otra manera, nadie contaría…”.
Aparte de reforzar el carácter testimonial de la escritura de Viscarra, este comentario indica algo importante: no es uno de los grandes escritores de Bolivia. Su obra, valiosa pero que no marca escuela, nace de una necesidad de darle voz a los sin voz, lo que es meritorio porque pone en relieve espacios, seres y dinámicas clásicamente marginales. Pero en sus libros, más allá de ciertos giros y recurrencias afortunadas, no se ve un trabajo especial con el lenguaje, ni se nota una escritura que sobrepase la anécdota o esté interesada por develar lo que late debajo de la fachada del intercambio social -es decir económico-, por más grotesco que sea.
Su proyecto hace de la vida callejera su centro absoluto y, al hacerlo, ajena a otras fuerzas que no tienen que ver con aquello contenido en la epidermis de la acción, resulta en ocasiones poco transcendente.   

Pese a eso, como sucede con autores de su tipo -leídos más como personajes que como escritores-, Viscarra parece seguir teniendo resonancias después de la muerte. Las cosas no se han enfriado en lo que respecta a Víctor Hugo. Tras una década de su desaparición, se han agotado varias ediciones de sus libros en el país, se han editado obras suyas en el extranjero -Borracho estaba pero me acuerdo se publicó en 2009 en España, en la editorial Mono Azul, y en 2010 en la editorial argentina Libros del náufrago-, decenas de artículos y estudios académicos se han escrito y se escriben sobre su trabajo, que sigue suscitando interés, y los lectores jóvenes parecen no olvidarlo. Y en este medio amurallado que es nuestro país, su presencia parece no disiparse. Habrá que ver si su literatura, interesante aunque irregular, hace otro tanto. 

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