Yo también fui un Camacho
Un homenaje al radioteatro, o radionovela, que hace mucho ya que pasó al olvido.
Carlos Decker-Molina
Mario Vargas Llosa lo llamaba el escribidor. Hace años, en un diálogo con el escritor, y al
enterarse que soy boliviano, hablamos de Camacho, su personaje a quien “le
tengo un cariño extraordinario”, me dijo.
Mi recuerdo por el personaje de marras viene a cuento
porque acabo de escuchar el último capítulo de una radionovela difundida por
Radio Suecia, Salam, Shalom de
Saleem. No quiero complicar mi recuerdo, ni la lectura, pero Saleem es un
palestino/americano que escribe libretos y, el de este radioteatro es
autobiográfico. Se trata del encuentro entre un palestino y un israelí, que
están obligados a compartir la misma habitación.
Los radioteatros tuvieron su gran apogeo en América Latina
y particularmente en Bolivia porque aún no había llegado la televisión, me
refiero a los años 50, 60 e incluso 70. Cuando salí al exilio dejé colgada a la
audiencia porque el radioteatro del mes, a mi cargo, no terminó nunca.
Control – Cortina musical solemne
Voz 1 – ¿Quién es el acusado?
Ricardo – (se escuchan pasos) ¡Yo soy, Ricardo
Fernández!
Control – Sube cortina musical
Así comenzaba aquel radioteatro auspiciado por la
Philips, que relataba la penosa historia de Ricardo Fernández, falsamente
acusado. Si algún maestro tuve en estas artes fue Johnny Villena, que fue el
que popularizó el radioteatro en Oruro. Luego llegó Roberto Balderas y su
elenco a Radio El Cóndor.
Al César lo que es de Luis Mendívil, un gran
libretista de radionovelas, a quien remplacé muchísimas veces, porque Lucho se
perdía en la bruma del alcohol y nos dejaba sin el libreto del capítulo
siguiente. Sus ausencias fueron mi entrenamiento.
En aquellos tiempos yo era un hacedor múltiple: universitario,
locutor, sindicalista, corresponsal, libretista de propaganda comercial (¡Viste
qué bien viste! Es que viste en Casa Mayer) y, luego pasé a ser escribidor, sobre todo cuando me echaban
del laburo.
Escribía libretos y dirigía, ¡sí! dirigía a un par de
actores de verdad, y a mis amigos recolectados de la universidad y de los bares
cercanos, uno de los cuales hoy es un abogado de prestigio.
Intentábamos competir con radionovelas del calibre de La guerra de los mundos, una adaptación
de Orson Wells que llegó en LPs gigantes, o Simplemente
María, de Celia Alcántara, una argentina que entre el 67 y el 69 hizo
llorar a toda América del Sur. O aquella otra que sonaba cubano: El derecho de nacer, de Feliz B.
Caignet.
Ese folletín radial me hizo querer a la negra María
Dolores, que evocaba con frecuencia a la virgencita del Cobre. Evita, en la
historia, un infanticidio y cría a “su Albertico”, mientras la niña Elena, la
madre, se pasa como 30 capítulos buscando a su hijo.
Caignet es cubano y su historia fue lanzada en La
Habana en 1948. La versión que se escuchó en Oruro fue una reedición grabada en
México, pero con un elenco cubano, los exiliados de aquel entonces.
Naturalmente escribí mis propios folletines, pero el
éxito que tuve como escribidor fueron
las “adaptaciones” de, entre otras, Socavones
de angustia, El metal de diablo o
La Chaskañawi, con Asunción de
Quezada, que hizo de Claudina. Y, La madre
de Gorki que debió llegar hasta Moscú de la mano de un viajero que se llevó los
carretes para entregar a Radio Moscú. O, el otro gran éxito entre la juventud
orureña:
Control – Cortina musical “francesa”
Voz 1 – Buenos días… Tristeza
Control – Sube y luego de 25 segundos se pierde la
cortina musical
Relator - En una hermosa mansión a
orillas del Mediterráneo, Cécile, una joven de 17 años, y su padre, viudo y
cuarentón, pero alegre, frívolo y seductor como nadie, amante de las relaciones
amorosas breves y sin consecuencias, viven felices, despreocupados, entregados
a la vida fácil y placentera. No necesitan a nadie más, se bastan a sí mismos
en una ociosa y disipada independencia basada en la complicidad y el respeto
mutuo. Hasta que un día aparece Anne …..
Control – Cortinilla breve, suspenso.
La obra de la Sagan, llegó a mis manos gracias a un
compañero francés bohemio que fumaba Astoria que, según él, eran igual a los
Gauloises. Lo interesante es que mi adaptación se estrenó primero que la
película de Otto Preminger, lo que me producía un dejo de orgullo.
Ya en extensión cultural de la Universidad
Técnica de Oruro y como director de radio Universidad, los radioteatros eran
adaptaciones de las obras de Bradbury, de Lavreniev y, entre las nacionales, de
Jesús Lara como Surumi y Yanakuna, y El precio del estaño de Néstor Taboada Terán.
Lo trascedente fue la traducción al
quechua de una de mis adaptaciones, no recuerdo cuál, por un amigo trotskista,
del que he olvidado el nombre. Lanzamos la primera radio- novela boliviana en
idioma indígena. Sin duda la politización de las radionovelas era un producto
de la época, pero debo confesar que la audiencia quería llorar, sufrir, reír y
de ser posible festejar el triunfo de la costurera o la del hijo natural.
El entramado dramático, en este
género, tiene como regla no decir todo, solo se sugerir, por lo que un buen porcentaje
del relato es suspenso adrede. Cuando la obra estaba por la mitad y, si había
más dinero de la publicidad, se prolongaba la trama metiendo de improviso una
escena inesperada que rompía la línea general, como una muerte o una aparición
de alguien perdido.
En aquella época tenía una novia que
me pedía que le cuente el siguiente capítulo. Al contarle, inventaba, mentía,
pero elaboraba el germen del verdadero y luego era cuestión de sentarse en el bar
Uruguay con una máquina de escribir portátil y un par de chuflays para escribir la trama de una vida ajena que se parecía a
las nuestras, por eso Camacho tenía razón cuando le dice a Varguitas: “Yo trabajo sobre la vida; mis obras se aferran a la
realidad como la cepa a la vid”.
Que el recuerdo de mi “camachitud” sirva de homenaje a
los radioteatros que solo con voces, sonidos y música generaron ilusiones y
enseñaron a decir: “te quiero”, con voces engoladas y a llorar por la ausencia
del amado en el silencio de las heladas noches orureñas.
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