sábado, 21 de mayo de 2016

Sombras nada más

Hay días y Lima


Este texto fue escrito a propósito de los efectos en el autor del reciente Festival Internacional de Poesía de Lima, realizado en su tercera versión el pasado mes de abril.



Gabriel Chávez Casazola

Hay días en que uno quisiera simplemente tirar la toalla, colgar los libros, volver a la vida sencilla (si eso existe), al canasto de frutas y al recodo tibio en la avalancha de las quebradas (que eligió el poeta Walter Arduz, sumido en la provincia), y dejarse de complicar la existencia, de gastarla con ahínco, de mirar al mundo con los ojos bien abiertos, entusiasmado (en sentido griego), la piel al descubierto, escribiendo poemas propios, leyendo y repartiendo los ajenos, tejiendo espacios de encuentro, redes de afecto, puentes de palabras, contrabandeando poesía sobre (y bajo) las fronteras, haciendo en lugar de permanecer.
Sí, a veces da ganas de ser otro o de ser uno mismo pero distinto: egoísta, indiferente, quieto, ensimismado, rutinario, metido en sus propias cosas (felices o infelices, pequeñas o grandes)… En suma, normal -si esto quiere decir algo. 
Así tal vez la vida sería más plácida, tendría uno más tiempo, no andaría publicando libros, fundando revistas, organizando festivales, viajando como esclavo de su propia poesía (que es la que manda y lleva de la mano contra todo cansancio, cuando a veces se preferiría estar echado en la cama viendo películas junto con los hijos); no tendría uno que lidiar con la envidia y la avaricia del espíritu (esos dos pecados capitales que me son del todo ajenos, pecados de privación, de defecto; los otros cinco, de exceso, de abundancia, me simpatizan mucho más y los cometo), conservaría a más amigos y enemigos (no mermarían aquellos y aumentarían éstos), podría dormir más, responder menos mensajes, estar menos involucrado con extraños ya íntimos tocados por palabras que quemaban las manos, en fin…
Pero entonces uno despierta de pronto en Lima, en medio de un aquelarre o un  junte de otros seducidos y ve a la izquierda a Jack Hirschman, penúltimo mohicano del movimiento beat y sus alrededores, leyendo sus textos inflamables con la pasión de los 20 a los  82 (“el corazón roto es el comienzo de toda recepción verdadera”, dice); y mira a su derecha y está Leoncio Bueno,  viejo hermoso y florido, nacido en 1921 y a sus 95 años orgulloso de derribar al rayo (lo até de pies y manos, / lo encerré en un rectángulo negro, sellado, /  con dos cuernos de plomo. / ¡Soy el amo del rayo, lo tengo a mi merced, / cogido por el rabo!), con envidiable energía proletaria y poesía para rato. 
O mira uno de frente y allí está Paco Ibáñez cantando a los 81 como en los 60, con una voz interminable que estremece, poniéndole música a la lluvia dolorosa de Vallejo, a los antiguos sueños que, oh descubrimiento, eran atemporales y ya han vuelto; o vuelca la cabeza para atrás y encuentra a Noteboom a los 82 (qué carajos importa su nominación al Nobel ni siquiera pensar en ir a hacerle fiestas) y recuerda que escribió que el canto podría llegar a ser aire embalsamado a menos que hagamos de él piedras que brillen y que duelan.
Cees Noteboom, el holandés que dijo “tenía mil vidas y elegí una sola”; yo también tenía mil y elegí ésta, como Renato Sandoval, poeta perpetrador del aquelarre en Lima, que ha perdido ya varias de sus vidas por mirar al mundo con los ojos bien abiertos, entusiasmado (en sentido griego), la piel al descubierto, escribiendo poemas propios, leyendo y repartiendo los ajenos, tejiendo espacios de encuentro, redes de afecto, puentes de palabras, contrabandeando poesía sobre (y bajo) las fronteras, haciendo en lugar de permanecer. 
Ya lo escribí así más arriba, igualito, y es pura recurrencia. Tenía mil vidas y elegí una sola. No me arrepiento. Hay días en que uno quisiera simplemente tirar la toalla, colgar los libros, volver a la vida sencilla (si eso existe), al canasto de frutas y al recodo tibio.
Pero ve y escucha y lee a Hirschmann, a Bueno, a Ibáñez, a Noteboom, a Sandoval con el corazón roto y ardido por la poesía, y a Yevgueni Yevtushenko a los 83 con sus camisas de colores desafiando a los que viven más o menos o aman más o menos (‘kak bi), y a tantos otros que como uno podrían ahora mismo estar dudando de si vale la pena este vivir del todo.

Y entonces uno despierta y prosigue -hay días pero hay Lima-, con el sueco Bengt Berg tañendo a coro con una campana: hasta acá pero no más, no nos soltamos, / ni por el putas, / (…) Aquí nos quedaremos, hombro a hombro, / cual poderosa cadena sin eslabones rotos (…).  

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