Capote, Chaplin, Hemingway
y una joven de 15
años
Una novela reconstruye las relaciones entre Oona O’Neill -hija de un Premio Nobel de Literatura- y Jarry Salinger, con Charles Chaplin al fondo.
Ricard Bellveser
La hermosa Oona O’Neill tenía 18 años cuando
se casó con el actor y director Charles Chaplin, de 54 años de edad, 36 más que
ella. El padre de Oona, el Premio Nobel de Literatura y cuatro veces Premio
Pulitzer, Eugene O’Neill, al enterarse de la elección de su hija, furioso, la
expulsó de su vida y nunca más volvió a recibirla ni a verla.
Esto no era nada nuevo. Desde que ella tenía
dos años que apenas la había frecuentado. Su madre era la escritora Agnes Bolton,
segunda mujer del dramaturgo -pero no la última- quien tampoco le prestó
demasiada atención, preocupada en sus ligues, por ser admirada en los círculos
neoyorquinos y por sacarse la espina del desdén con el que había sido tratada.
Oona era una joven de un poderosísimo atractivo
y de una personalidad por todos recordada. Desde pequeña se movió en ambientes
artísticos y literarios, conoció a Truman Capote -quien afirmó que ella le
había servido de modelo para el personaje de Desayuno en Tiffany’s-, a Hemingway y, claro está a Chaplin, quien
le pareció el hombre de su vida, y así fue, desde luego; se casó con él y con
él tuvo ocho hijos. Permanecieron juntos 34 años, lo amó y lo cuidó con esmero hasta
que la muerte les separó en 1977, cuando él ya había cumplido 88 años de edad y
ella tenía 52. Ella murió de cáncer en 1991.
Hija de un tipo genial, casada con un ser
genial, rodeada de personalidades geniales, rica y famosa, su vida fue un
regalo, aunque sobre su cabeza pesó desde siempre la maldición de los O’Neill,
que fue el alcoholismo.
Su padre fue un alcohólico que nunca superó la
enfermedad y terminó sus días en la habitación 401 del hotel Sheraton de
Boston. Todos los hermanos fueron alcohólicos, Eugene Jr. se suicidó a los 40
años y Shame, heroinómano, también. El Premio Nobel intentó hacerlo varias
veces, aunque con dudosa convicción, y la propia Oona, tras enviudar de Chaplin,
se entregó a la botella siguiendo la oscura tradición familiar.
Pero eso no es todo, sentimentalmente. Antes
que Chaplin, en la vida de Oona hubo un joven alto, más bien larguirucho, algo
encorvado, de 21 años de edad, llamado Jarry Salinger, que frecuentaba los
círculos literarios con un puñado de relatos bajo del brazo que quería
publicar, -años después daría a la imprenta una novela titulada El guardián ante el centeno, que
escandalizó a los estadounidenses por la forma desgarrada de enfrentarse a los recuerdos de la niñez, y
que comenzaba: “Si realmente les interesa lo
que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es donde nací,
y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme a
mí, y todas esas gilipolleces”.
Un día llegó al Stork Club de Manhattan, donde, sentada
a la mesa de Capote, vio a OOna, de 15 radiantes años de edad, y quedó
totalmente prendado de ella. Allí comenzó una relación, tan intensa como casta,
que duró dos años y se vio interrumpida cuando, tras el bombardeo de Pearl
Harbor, él se alistó al Ejército y fue a Europa a pelear, participó en el muy
mortífero desembarco de Normandía y sobrevivió a ese infierno. Cuando regresó a
EEUU, Oona ya se había casado con un cincuentón, noticia que se le vino encima
como un mazazo que nunca superaría. Y había algo aún más insoportable: El
cincuentón era un tipo extraordinario…
El escritor francés Frederic Beigbeder, en su
novela Oona y Salinger que se acaba
de publicar en español, (Anagrama, 2016) reconstruye esa relación, ese amor que
sin duda no debió pasar de platónico, y lo hace inventándose escenas, diálogos,
incluso una correspondencia entre ambos, cartas de amor desesperado escritas
por un amante desconsolado.
Se imagina que 40 años después, los dos se
reencuentran en la Grand Central Station, todo ello ficcionando una hermosa
historia de amor irrealizable, en la que hubo tanta pasión como literatura, que
sirve para reconstruir el Nueva York de los años 40, sociedad que contempló
estupefacta la II Guerra Mundial.
Beigbeder hace en esta novela, un minucioso ejercicio
de documentación, tanto de datos ciertos como de datos imaginados, que vienen a
rellenar los huecos de narración que se dan en la vida real. Inventa el
torbellino que se cuece en la cabeza de Salinger, quien intenta salir vivo del
Apocalipsis que supuso el colosal bombardeo de Normandía, y rebozado de barro y
miedo, piensa que su amada a la que probablemente no volverá a ver. Entra con
las tropas en París, para liberar la ciudad, y en el Hotel Ritz se encuentra
con Hemingway y hablan de Oona. O no.
Dos realidades en paralelo: un mundo, el
americano, el neoyorquino, en cuyos clubes se viven fiestas musicales y las
calles se llenan de actividad festiva, mientras en otras partes del mundo,
principalmente en Europa, la sangre de los jóvenes unta la tierra, los
bombardeos oscurecen los días y el mundo parece desmoronarse.
Manhattan versus Berlín, dos simultaneidades
que parecen ignorarse. Y en lo sentimental, dos mundos de nuevo en paralelo, el
de Salinger, un joven enamorado, enfebrecido por el recuerdo de la amada, y la
realidad de que ella no le correspondiera, e incluso le ignorara. Sobre el
dolor de los amores no correspondidos está la literatura y la vida llenas. La
guerra mundial y su destrucción como correlato de la destrucción o el amor del
joven escritor.
En este caso se corre un riesgo permanente:
son tan poderosas las figuras de Capote, de O’Neill, de Oona, de Hemingway, de
Salinger, de Chaplin… que es fácil que la novela se deslice hacia cualquiera de
ellos y abandone la cuestión principal, que no es sino la relación entre dos
adolescentes que, al menos uno de ellos, quiso amar al otro en un esfuerzo
imposible. Salinger intentó suicidarse en 1945. Murió en New Hampshire en 2010.
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