sábado, 4 de julio de 2015

Staccato

La fuga del maestro Tartini,
o el trino del diablo

Una novela y mil melodías. A través de una novela, el autor cuenta cómo redescubrió la magia del violín de Giuseppe Tartini.



Pablo Mendieta
        
Cuenta la leyenda que de la obra mayor en violín que compuso el maestro Giuseppe Tartini (1692-1770), El trino del diablo, surgió una afrenta que prontamente habría que lavar a fin de que no existiera duda acerca del sublime arte de Vivaldi, otro habilidoso de la época en la interpretación de dicho instrumento.
La creación de El trino del diablo, obra modélica en la interpretación del violín al desarrollar la técnica del arco, y emplear las dobles cuerdas, los trinos y dobles trinos, y desarrollar “los sonidos combinados” (un tercero que se produce cuando se tocan dos notas al mismo tiempo), motivó que la amante del Cura Rojo (Vivaldi), una señora de alcurnia veneciana, le propusiera desafiar al gran Tartini a un duelo de violines que Vivaldi, el genio de pelo rojizo, aceptó sin condiciones.
Ya con “el golpe de guante” en la cara del oponente la preparación fue rigurosa. Sin embargo, la insólita lid no se llevó a cabo por un corte en el meñique de la mano izquierda de Tartini, ocurrido a raíz de hallarse en plena faena de limpiar su espada Toledo.
Oportuno es mencionar que el músico, en su multiforme existencia impregnada por empeño de perfección (como un personaje fáustico), no solo se distinguió como eminente violinista. También fue un erudito filósofo y teólogo, aunque su popularidad alcanzó alturas mayores como avezado espadachín, por cuya habilidad había ganado celebridad en diversas ciudades, villas y aldeas de Europa.
La sonata El trino del diablo, para violín y piano, es considerada una de las obras maestras del repertorio del violín. Es muy conocida la historia de que una noche Tartini había soñado hacer un pacto con el diablo con la finalidad de que éste lo ayudara en toda circunstancia, el maestro le entregó su violín y el diablo ejecutó un solo de tan espléndida belleza que sería lo más grandioso de todo cuanto Tartini había oído.
Extasiado por el banquete de exquisitas melodías que se sucedían, despertó arrebatado.  Relata Tartini que tomó su violín para tocar la música que había oído en sueños, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Entonces se sentó a escribir lo que para él se aproximaba más a la música soñada y compuso El trino del diablo; a su juicio, lo mejor de todo cuanto había compuesto.
Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971), es un narrador que hace gala de una formidable destreza literaria, y claramente se advierte en ella un hallazgo personal de conciencia literaria distinta a la de otros autores, tal como ocurre en La fuga del maestro Tartini (Premio Torrente Ballester), novela en la que el escritor exhibe a un personaje de carne y hueso, pero dotado de pura luz.
Esta novela, casualmente llegada a mis manos, me fascinó de tal manera que relataré a grandes rasgos la experiencia que íntimamente me tocó vivir por su lectura.
Eran ya cerca de las 12 de una noche lluviosa. Antes de abrir la primera página, me incorporé y busqué en mi colección de discos algo de Giuseppe Tartini, pero solo encontré el compacto que tanto había escuchado de él: la sonata El trino del diablo.
Bien sabía que, músico prolífico, había compuesto algo más de 350 obras, entre conciertos de violín, tríos de cuerda y sonatas para violín y clave. Ni qué hacer. Ya me haría de otras obras del maestro, pero para ese momento, luego de un fugaz trabajo mental, consideré lo más oportuno acomodar los audífonos y oír la sonata aunque fuere por enésima vez. Increíble.
Por más que hubiera escuchado cien veces más sus cuatro movimientos (el Larghetto affettuoso, el Allegro moderato, el Andante maestoso, y el Allegro assai-Andante-Allegro assai, jamás podrían perder, en un todo, su cordial y cálida inmensidad. Sin duda, pensé, “el diablo había cumplido con el pacto hecho con Tartini”.
Abrí el libro. Esa noche, por lo avanzado de la hora, leí algo; pero en las horas sucesivas me metí de lleno en él. Dadas la excelencia y precisión del pulso narrativo, Ernesto Pérez Zúñiga logró transportarme tan adentro en la vida del compositor como si en cada momento de la lectura el maestro compareciera ante mí para contarme desde el fondo del alma su vida y su arte.
Daba la impresión de que Pérez Zúñiga y Tartini eran uno solo; una mágica dualidad (como si dos caracteres de cada cual estuvieran en los dos) que no le permitía a Tartini ni huir de sí mismo ni del desprenderse empecinado autor que lleva y trae a través del tiempo una, diez, mil pasiones del genio mortificado por el lado oscuro de su existencia; como si ésta se compusiera de la obra en sí misma con recursos musicales creados en torno a una “fuga” que se forma del tema principal -Tartini-, y con ornamentos tan sutiles y espectaculares, como excelsos y aterradores, que hacen al arte del maestro una obstinada cacería de la perfección y del amor.
Siempre el amor en él, retratado como un perfecto contrapunto donde todo se enlaza con todo en una suerte de expresión tonal donde los devaneos, la inquietud, la odisea, lo siniestro, la venganza y la traición en su más puro sentido (a pesar de su profunda relación con Elisabetta Premazore, mujer de clase humilde con la que mantuvo un amor prohibido), se entremezclan en una abundante variedad de argucias poéticas.
Y en todo, como sagaz paradoja, delicadeza, atenazando con drástica elegancia sensaciones a raudales de la forma más exquisita posible: rastreando en lo abismal e inexplorado del ser humano; metiéndose en sus mentes, hurgando en el fondo y haciendo florecer el amor de Tartini por la belleza.
Grande Tartini. Si empuñaba con maestría el arco y el violín, la misma pasión encontraba al transformarse en hombre de capa y espada, y de igual manera acariciando a fuego ardiente el cuerpo de las mujeres que en las sombras conquistaba.
Ernesto Pérez Zúñiga, envuelto en el misterioso manto de la indagatoria por el fenómeno humano, deja una perecedera sensación de boca, describiendo a Tartini como un ser luz, de evocación, y también de abandono.

Fueron suficientes cinco noches. Cerré La fuga del maestro Tartini, colmado de anhelante música y prospección de la vida.

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