Rizoma o el consuelo de lo absoluto
Una lectura del libro del peruano Carlos Yushimito que la editorial paceña La Perra Gráfica presentará en la Feria Internacional del Libro de La Paz.
Ilustración: Daniela Rico. |
Julia Peredo
“No obra de inmediato, como
otras formas de virus,
esos fantasmas variables, pero
estructurados,
sino de manera rizomática, lo
que al parecer está evitando su aislamiento,
porque cada enfermo se
convierte en el centro de una nueva infección”
(Carlos Yushimito)
La
editorial La Perra Gráfica, sigue dándose (y dándonos) el lujo de sacar
ediciones limitadas, libros que son a la vez objeto de colección (de diseño
único a cargo de artistas plásticos) y de perplejidad ante la posibilidad del
lenguaje de renovarse, contaminarse, multiplicarse, destrozarse para surgir de
sí mismo una y otra vez.
Es
esa, precisamente, la sensación que se tiene al leer el nuevo libro de esta
casa editora paceña: Rizoma, de
Carlos Yushimito, autor peruano catalogado en 2010 como uno de los mejores
escritores hispanohablantes menores de 35 años por la revista británica Granta, junto a Alejandro Zambra y
Samantha Schweblin, entre otros.
Es
precisamente este lenguaje, que se reproduce y se trastorna constantemente, uno
de los ejes centrales de la crítica hacia este escritor. Sus palabras parecen
seguir el hilo de los pensamientos de sus personajes hasta el límite del
desconcierto, donde los significados se quedan sin interpretar, el lugar donde
el instinto, la percepción, terminan por abolir todo intento de lógica.
El hombre
solo creó, de una oxidación semejante, el fuego, símbolo al mismo tiempo de la
cultura y de la aniquilación. No se trata sin embargo de un horror vacui al estilo de nuestros entrañables escritores barrocos,
acaso todo lo contrario: su escritura defiende la austeridad de decir lo
estrictamente necesario, cuando lo necesario se encuentra en la palabra y la
imagen gastadas ya de sí mismas, cargadas, pero a la vez libres de toda
posibilidad de simbolización.
Y es que, en la filigrana de sus palabras, las
correspondencias entre memoria y realidad, entre sueño y decisión, entre lo
planificado y lo aleatorio, hacen que los personajes de Yushimito conserven esa
sensación de indefensión, de inevitable deriva frente al signo que los
sobrepasa.
Tal vez esa sea la razón por la que el autor decide armar
esta antología con tres relatos que anuncian una destrucción absoluta. Acaso
toda abyección, toda monstruosidad, sean en sí mismas “infecciones”: síntomas de
un final que germina en el sentido de su propia existencia. Tenemos entonces
tres historias compartiendo el espacio de un libro, puestas así en relación de
unidad y de contraste.
La primera, que da título a la antología, cuenta la
aparición de los cinocéfalos (hombres con cabeza de perro) a raíz de una
alteración molecular gastronómica. El evitar la descomposición, el natural
descenso hacia la nada, provoca este desvarío del hambre, la antropofagia donde
todo se vuelve indiferenciado, dejando atrás para siempre los claros estratos y
las imposturas inevitables, acaso solo otra manera de roerse el uno al otro, otra versión del
mismo canibalismo donde el hambre es la única realidad en la que todo terminará
por subsumirse.
Al
mismo tiempo una mirada al evidente instinto caníbal con que inicia nuestro
siglo insaciable y, si aún es posible, también una advertencia: hay
algo definitivamente equivocado, antinatural y monstruoso en vadear el
vacío.
El
segundo relato, Los bosques tienen sus
propias puertas revela la aberración de otro tipo de realidad, acaso menos
distópica, menos globalizada, pero no por ello menos monstruosa. Durante toda
la narración existe una tensión constante, un peso indefinible en lo que sueña,
lo que percibe y lo que calla Zoe, la protagonista de esta historia que parece
estar siempre viviendo el preludio a un glorioso asesinato que nunca parece
consumarse.
Como si
estuviera a la entrada de un bosque, y esas vidas no fueran más que un grupo de
niñas asustadizas que no quisieran abandonarla ni seguir avanzando con ella. Zoe
es una muchacha de pueblo, que nunca ha descubierto su feminidad, encerrada en
sus propias puertas, que vive con su abuelo recordando al hermano muerto,
mirando con un horror quieto, untuoso, pasar la vida donde siempre es otro el
protagonista. La mirada de Zoe en esta historia que prescinde de la ciencia
ficción de las otras dos, nos revela lo inmensamente violenta que puede ser una
vida apacible. Los sueños y las situaciones que bordean la irrealidad nos
muestran esta incomodidad permanente, en escenas dignas de Lynch que, de
cualquier forma, podrían ser auténticas anécdotas. Todo está, todo sucede y es
monstruosamente real. La única redención posible queda allá, en el horizonte,
donde el fuego lame el futuro haciendo al fin posible lo que nunca habrá
existido en verdad.
Finalmente, Los que
esperan, nos muestra a dos “cazadores de monstruos” que pretenden leer en
lo más literal y crudo del cuerpo, en la deformidad encarnada en él, la fisura
del mundo por la que se asoma su inevitable final.
O dígame
usted, ¿qué cree que es el cáncer si no otro tipo de monstruosidad invisible
que deforma la esencia del hombre? (…) Ahí los ve y no los ve. Todos los días.
Monstruos perfectos. A través de sus artículos, que relacionan hecatombes
naturales con malformaciones genéticas, le devuelven la esperanza a ese mundo quieto, estacionado en su verdadera
imperfección.
La esperanza cifrada no, como podría esperarse, en una
cura o una salvación -que en efecto parece asomarse en algún momento,
quitándole toda alegría a los lectores- sino más bien en ese final que salve al
universo del absurdo de tener que pelear contra el caos todos los días, ser
responsables de una vida inmerecida, construir sobre las ruinas unas nuevas.
Tal
vez ese sea entonces el delicado hilo que sutura estos tres relatos disímiles
en una sola antología: esa ficción redentora donde se hace posible, finalmente,
un aniquilamiento concluyente, donde algo puede ser, por una sola y definitiva
vez, una totalidad.
Esto
porque donde hay un absoluto, existe, al fin, una verdad. En lo definitivo, el
sufrimiento puede tener un sentido, confluir en algún lugar donde ya no se
intercambien ni se precisen las categorías de lo justo y lo injusto, de lo
viejo y lo nuevo, de lo necesario y el excedente; en él se hace posible esa
lección aprendida, ese estrago definitivo que aniquile las cosas para ponerlas
en su sitio, devolverlas a su completa e impasible nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario