domingo, 26 de julio de 2015

Reseña

Rizoma o el consuelo de lo absoluto

Una lectura del libro del peruano Carlos Yushimito que la editorial paceña La Perra Gráfica presentará en la Feria Internacional del Libro de La Paz.


Ilustración: Daniela Rico.

Julia Peredo


“No obra de inmediato, como otras formas de virus,
esos fantasmas variables, pero estructurados,
sino de manera rizomática, lo que al parecer está evitando su aislamiento,
porque cada enfermo se convierte en el centro de una nueva infección”
(Carlos Yushimito)

La editorial La Perra Gráfica, sigue dándose (y dándonos) el lujo de sacar ediciones limitadas, libros que son a la vez objeto de colección (de diseño único a cargo de artistas plásticos) y de perplejidad ante la posibilidad del lenguaje de renovarse, contaminarse, multiplicarse, destrozarse para surgir de sí mismo una y otra vez.
Es esa, precisamente, la sensación que se tiene al leer el nuevo libro de esta casa editora paceña: Rizoma, de Carlos Yushimito, autor peruano catalogado en 2010 como uno de los mejores escritores hispanohablantes menores de 35 años por la revista británica Granta, junto a Alejandro Zambra y Samantha Schweblin, entre otros.
Es precisamente este lenguaje, que se reproduce y se trastorna constantemente, uno de los ejes centrales de la crítica hacia este escritor. Sus palabras parecen seguir el hilo de los pensamientos de sus personajes hasta el límite del desconcierto, donde los significados se quedan sin interpretar, el lugar donde el instinto, la percepción, terminan por abolir todo intento de lógica.
El hombre solo creó, de una oxidación semejante, el fuego, símbolo al mismo tiempo de la cultura y de la aniquilación. No se trata sin embargo de un horror vacui al estilo de nuestros entrañables escritores barrocos, acaso todo lo contrario: su escritura defiende la austeridad de decir lo estrictamente necesario, cuando lo necesario se encuentra en la palabra y la imagen gastadas ya de sí mismas, cargadas, pero a la vez libres de toda posibilidad de simbolización.
Y es que, en la filigrana de sus palabras, las correspondencias entre memoria y realidad, entre sueño y decisión, entre lo planificado y lo aleatorio, hacen que los personajes de Yushimito conserven esa sensación de indefensión, de inevitable deriva frente al signo que los sobrepasa.
Tal vez esa sea la razón por la que el autor decide armar esta antología con tres relatos que anuncian una destrucción absoluta. Acaso toda abyección, toda monstruosidad, sean en sí mismas “infecciones”: síntomas de un final que germina en el sentido de su propia existencia. Tenemos entonces tres historias compartiendo el espacio de un libro, puestas así en relación de unidad y de contraste.
La primera, que da título a la antología, cuenta la aparición de los cinocéfalos (hombres con cabeza de perro) a raíz de una alteración molecular gastronómica. El evitar la descomposición, el natural descenso hacia la nada, provoca este desvarío del hambre, la antropofagia donde todo se vuelve indiferenciado, dejando atrás para siempre los claros estratos y las imposturas inevitables, acaso solo otra manera de roerse el uno al otro, otra versión del mismo canibalismo donde el hambre es la única realidad en la que todo terminará por subsumirse.
Al mismo tiempo una mirada al evidente instinto caníbal con que inicia nuestro siglo insaciable y, si aún es posible, también una advertencia: hay algo definitivamente equivocado, antinatural y monstruoso en vadear el vacío. 
El segundo relato, Los bosques tienen sus propias puertas revela la aberración de otro tipo de realidad, acaso menos distópica, menos globalizada, pero no por ello menos monstruosa. Durante toda la narración existe una tensión constante, un peso indefinible en lo que sueña, lo que percibe y lo que calla Zoe, la protagonista de esta historia que parece estar siempre viviendo el preludio a un glorioso asesinato que nunca parece consumarse.
Como si estuviera a la entrada de un bosque, y esas vidas no fueran más que un grupo de niñas asustadizas que no quisieran abandonarla ni seguir avanzando con ella. Zoe es una muchacha de pueblo, que nunca ha descubierto su feminidad, encerrada en sus propias puertas, que vive con su abuelo recordando al hermano muerto, mirando con un horror quieto, untuoso, pasar la vida donde siempre es otro el protagonista. La mirada de Zoe en esta historia que prescinde de la ciencia ficción de las otras dos, nos revela lo inmensamente violenta que puede ser una vida apacible. Los sueños y las situaciones que bordean la irrealidad nos muestran esta incomodidad permanente, en escenas dignas de Lynch que, de cualquier forma, podrían ser auténticas anécdotas. Todo está, todo sucede y es monstruosamente real. La única redención posible queda allá, en el horizonte, donde el fuego lame el futuro haciendo al fin posible lo que nunca habrá existido en verdad.
Finalmente, Los que esperan, nos muestra a dos “cazadores de monstruos” que pretenden leer en lo más literal y crudo del cuerpo, en la deformidad encarnada en él, la fisura del mundo por la que se asoma su inevitable final.
O dígame usted, ¿qué cree que es el cáncer si no otro tipo de monstruosidad invisible que deforma la esencia del hombre? (…) Ahí los ve y no los ve. Todos los días. Monstruos perfectos. A través de sus artículos, que relacionan hecatombes naturales con malformaciones genéticas, le devuelven la esperanza a ese mundo quieto, estacionado en su verdadera imperfección.
La esperanza cifrada no, como podría esperarse, en una cura o una salvación -que en efecto parece asomarse en algún momento, quitándole toda alegría a los lectores- sino más bien en ese final que salve al universo del absurdo de tener que pelear contra el caos todos los días, ser responsables de una vida inmerecida, construir sobre las ruinas unas nuevas.
Tal vez ese sea entonces el delicado hilo que sutura estos tres relatos disímiles en una sola antología: esa ficción redentora donde se hace posible, finalmente, un aniquilamiento concluyente, donde algo puede ser, por una sola y definitiva vez, una totalidad.
Esto porque donde hay un absoluto, existe, al fin, una verdad. En lo definitivo, el sufrimiento puede tener un sentido, confluir en algún lugar donde ya no se intercambien ni se precisen las categorías de lo justo y lo injusto, de lo viejo y lo nuevo, de lo necesario y el excedente; en él se hace posible esa lección aprendida, ese estrago definitivo que aniquile las cosas para ponerlas en su sitio, devolverlas a su completa e impasible nada.


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