Restauraciones para el padre muerto
Escribir, bien dicen por ahí, es vaciar en partes el alma; curarse un poco en cada letra, palabra, frase…
Wilmer Urrelo
Hablemos del padre. Del padre recientemente muerto. De
aquel que guardaba de forma religiosa la columna que ustedes leen ahora.
Hablemos, pues, de los periódicos donde aparecía mi
nombre. Me refiero a cuentos como aquel de 1998, por ejemplo, y que era lo
primero que alguien se atrevía a publicar de mí y que yo guardé aunque a vos,
hijo, no te importaba en lo mínimo. Hablemos entonces del padre muerto, de
aquel que leía el periódico de punta a punta. Miremos también la imagen del
padre muerto a minutos de llegar al hospital para entenderlo en toda su agonía.
Hablemos no de los desencuentros generacionales o de tu
silencio, pa, cuando salía con una de las mías. Me refiero a blasfemar a partir
de frases como la siguiente: “¡me cago en Cristo y en todos sus apóstoles!”.
El padre en silencio mirándome, como diciendo o pensando:
tarde o temprano cambiará. O el padre muerto queriendo decirme cómo actuar, cómo
vestirme de manera más formal, tal vez con la esperanza de que algún día usarías
terno y esas cosas que la vida tarde o temprano te impone, hijo.
Hablemos del padre muerto y de sus anécdotas mil veces
contadas y mil veces cambiadas acerca de su niñez. Miren: las carreras por las
calles uyunenses en medio del frío, de las travesuras sin nombre o cómo era el
abuelo también fallecido, mis enfermedades, mi rigidez o mi experiencia como
alcaide de la cárcel de Uyuni. O de los juegos en la estación de trenes. La
niñez olvidada, la vigorosa niñez que nada tiene que ver con esta muerte con
olor a desinfectante de hospital público. Como el olor de los pétalos de las
flores negras.
El padre muerto y su fascinación por El ladrón de bicicletas. También es posible hablar del padre muerto
y de la anécdota sobre el Che: cuando yo era muy joven, un mensajero apenas, con
una bandeja en las manos y un café humeante, ingresando al despacho del
ministro Arguedas y ahí la mano del guerrillero flotando en una botella llena
de formol.
Sí: el padre muerto en este minuto, mientras escribo
estas líneas, descomponiéndose en silencio mientras la vida y el mundo siguen
su propio rumbo haciendo, eso sí, un ruido tenebroso.
Hablemos, de una vez, del padre muerto formado ya no de
células o de músculos o de huesos o de la maldita médula espinal que me jugó la
mala pasada: “Golpes como el odio de Dios”, acusa Vallejo en los Heraldos negros. Pues son los golpes de
Dios en plena médula espinal.
El irracional y ciego odio de Dios que se tendrá que
combatir a dentelladas.
El padre muerto conformado, armado tan solo de nebulosos
recuerdos. La fragilidad del cuerpo del padre muerto. La inconsistencia de los
músculos. La minoría de mis huesos. La casi inexistente resistencia de los
pulmones.
La muerte del padre: las palabras que tú, hijito, no
supiste comprender en el momento clave de mi agonía.
Gritemos en silencio, entonces, mediante estas palabras
por el padre muerto y ahora en pleno proceso de descomposición. Miremos, en
este instante, al padre muerto. Debemos analizarlo a unas cuantas horas de
convertirse en el padre muerto: obsérvalo, ahí lo tienes agonizante, se los
regalo, no creo que me sirva para nada. Me refiero a simbologías como la mirada
clavada en el vacío, los labios convertidos en una sola línea, las pupilas
dilatadas: “me estoy muriendo”. Me refiero a ese padre mal oxigenado y con unas
cuantas horas de vida. “Tiene las horas contadas, no pasa de esta noche”.
Ahora miremos el contexto del padre muerto, detengámonos
en los detalles que rodearon su muerte, sigamos con atención la respiración
automática, por ejemplo, hundámonos en el dolor de estómago; seamos parte,
carne herida, carne agónica, carne hecha de flores negras, de las marcas que te
dejaron los pinchazos, casi cincuenta en cada brazo, y ni hablar de las
infligidas en mi estómago, esas sí que me dolieron, hijo. Y miremos, antes de
todo eso, la ya normal negligencia de los médicos bolivianos (y anexos) del Hospital
Materno Infantil. De los pañales canallescamente hurtados por las enfermeras
dueñas del mundo y del destino de los pacientes y de sus familias: o de mi vida
ahora desaparecida, hecha añicos y gusanos.
“Pelean contra el enfermo y no contra la enfermedad”, dijo
alguien en la radio hace muchos años atrás y cuánta razón tenía.
El padre muerto pidiendo un helado de canela o su
consabida Coca-Cola que los hijos nunca pudieron suministrarle para no
destrozarme más el estómago que cargaba como una cruz en los últimos meses de
vida. Petición no satisfecha de la que ahora se arrepienten. ¿Qué simbología
oculta habrá que descifrar en introducir al hospital, de manera subrepticia, un
helado de canela, un humilde helado de canela? Helado de canela que algún día
me tomaré en tu honor.
El padre muerto enfrentándose solo al abismo. La muerte diciéndome:
“ven conmigo, qué manera de buscarte. Te me escapaste varias veces, caray”.
Seamos testigos del cuerpo del padre muerto bajando por
el ascensor hacia la morgue del hospital cubierto por una manta amarillo
patito. El padre muerto en el velorio, y las miradas de pena y conmiseración de
los asistentes: la fortaleza que uno supuestamente debe tener, las recomendaciones
venéreas de personas a las que nunca viste y que es probable que nunca más
veas.
Las ganas de dormir, de apagar el celular, de hablar tan
solo con las personas necesarias para cuestiones estrictamente técnicas: a qué
hora será el entierro, si vendrá uno de esos cuervos a dar la misa de mi cuerpo
presente.
Miren al padre muerto siendo enterrado, ahí está, véanlo
entrar a este nicho, este recuerdo también se los regalo: a la nieta mayor
llorando en mi hombro, a un viejito entonando una lastimera canción que narra
la consabida historia de los hijos arrepentidos, de aquellos que no supieron aprovechar
la presencia del padre muerto. Me refiero a la típica historia urdida desde los
socavones del catolicismo. Y perciban el morbo a partir del padre muerto: en
cuántos labios circularán nuestros nombres, el de los hijos del padre muerto, “¿y
él cómo no lloró?, ¿cómo vino vestido de colores y no de luto?”.
El morbo que les hace falta para llenar esas horas
vacías, el morbo para llenar sus miserables vidas.
Sin embargo, retornemos al padre muerto una vez más: a mis
últimas lecturas impuestas por este hijo radical y blasfemo: que Los secretos del túnel, de Humberto
Jara, que Historia de las luchas de los
trabajadores gráficos, de Waldo Álvarez, que Asesinato, de Vicente Leñero.
Entonces el padre muerto y sus lecturas y mis secretas e
inconfesables e irreprimibles ganas de estar feliz porque el sufrimiento, la
angustia, la impotencia, todas las causas que son el producto del dolor físico,
también se murieron con él.
El olor infinito del hospital y de los hospitales del
mundo entero poblando para siempre mis pulmones.
Felicidades, padre muerto, flores amarillas y montañas
nevadas porque lo lograste, porque venciste al dolor y ahora vives en la
fotografía que acompaña a este intento de restauración de alguien que no existe
ya.
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