Hilda Mundy, la vanguardista
Por gentileza del autor, publicamos el prólogo que hizo para la edición chilena de Pirotecnia.
Edmundo Paz Soldán
Cuando hablamos de vanguardias literarias tendemos a
imaginarnos a un grupo de escritores planeando manifiestos, participando en
happenings, editando libros conjuntos. En muchos países de América Latina no
todo fue tan colectivo; ese es el caso de Bolivia, que tuvo a Hilda Mundy
(1912-1982) como su única escritora de vanguardias (de hecho, una de las pocas
mujeres vanguardistas en el continente).
En la década del treinta, cuando Mundy escribía, la poesía
boliviana todavía estaba atada a las formas del modernismo, ya superadas en el
resto del continente; hubo que esperar hasta fines de los cincuenta y
principios de los sesenta para que ocurriera la renovación. El mérito de la
poeta nacida en Oruro es por ello más importante, aunque quizás eso haya
conducido a su obra escasa a un largo olvido.
Hilda Mundy (seudónimo de Laura Villanueva Rocabado) solo
publicó un libro en vida, Pirotecnia
(1936), subtitulado “Ensayo miedoso de literatura ultraísta”. El libro fue
olvidado, hasta que el 2004 una nueva edición rescató esta obra valiosísima
(Ediciones La Mariposa Mundial, Bolivia).
Sus sesenta textos en prosa tratan de atrapar el ruido de la
urbe en el nuevo siglo, producto de transformaciones tecnológicas, y los
cambios de sensibilidad y de conducta de una modernidad incipiente en algunas ciudades en el
occidente del país, entre los que se cuentan un rechazo al contrato matrimonial
y los nuevos roles a los que aspira la mujer (“… se siente sufragista…
chauffeur… aviadora… locomotriz… concertinista… boxeadora…”); paradójicamente,
Mundy no estaba muy de acuerdo con los movimientos proto-feministas de la
época.
La autora canta a la electricidad (“El gigantón-poste ha
florecido en una bombilla eléctrica por milagro de la Empresa de Luz…”) y juega
con los cambios de perspectiva producidos por el movimiento de un viaje en
tranvía: “En la plataforma con todos los embarcados de última hora, tenía dos mundos
disponibles: los viajeros del tranvía sentados infantilmente frente a frente y
el panorama huidizo, artístico de la ciudad […] ¡Ciencia y arte por la suma
módica de veinte centavos!”.
Se trata de una escritura que registra los avances
tecnológicos -el teléfono, el alumbrado público- y los nuevos escenarios
urbanos -el teatro, la confitería, el stadium-, y se admira por ellos, aunque a
veces señala dudas ante el costo del progreso: del automóvil, por ejemplo,
dice: “[l]os que caminan en él
acostumbrados al derrumbe de paisajes, anhelan aún el derrumbe de la
humanidad”.
Digamos: Hilda Mundy acepta el culto moderno de la
velocidad, pero prefiere el movimiento más tranquilo del tranvía al
desenfrenado del automóvil.
Mundy se muestra como un espíritu lúdico cuyas influencias
pasan por Ramón Gómez de la Serna (“El foot-ball es un deporte bíblico”), el
modernismo de Julián del Casal, el futurismo de Marinetti, el dadaísmo, y los
juegos tipográficos tan caros a la época.
Sus recursos estilísticos son variados, pero como buena
ultraísta el eje central de su obra es la metáfora audaz: “un tentador escote
es el hall de un gran hotel por las notas de un delicioso jazz-band que viene
del ruido discreto y armonioso de los collares de piedras fantásticas”.
A la manera de Vicente Huidobro, Oquendo de Amat, Oliverio
Girondo y otros vanguardistas latinoamericanos, también opta por trabajar la
materialidad del texto, usando a veces las mayúsculas y otras las cursivas, y
siempre está pendiente de recursos como los puntos suspensivos, que terminan
convirtiéndose en una metáfora del tipo de escritura ligera que ella preconiza
a través de sus frases cortas, en oposición a una escritura pesada, retórica,
que debería superarse: “Para ver la vida risueña, con la coloración más
panteística y ‘bienavenida’, nada mejor que acostumbrarse al uso desmedido de
puntos suspensivos […] Uno va colocando pródigamente los munditos en la máquina
y el artículo y el corazón se van riendo de tanto atisbo picaresco e irónica”.
Con apenas veinticuatro años y una obra tan promisoria,
Hilda Mundy optó por el silencio; lo lógico es pensar que pagó el precio de
muchas mujeres escritoras del período, que, consumidas por el matrimonio y la
familia (Mundy se casó dos años después de publicar Pirotecnia), no tuvieron posibilidades de seguir una carrera
literaria.
Sin oponerse a esa lectura, el poeta y crítico Eduardo Mitre
ensaya otra, recordando que en el epílogo de su libro Mundy menciona, entre
tres tipos de artistas, al que “siendo Genio calla… porque callarse es hacer
florecer el pensamiento en la ruta de la perfección”. Mitre también señala que
en el prólogo Mundy sugiere que sus textos son “fuegos fatuos que representan
nada”; la literatura, en un gesto dadaísta de la autora, es un proyecto inútil
que debe ser cuestionado.
Después de estas “pirotecnias”, entonces, de este “atentado
a la lógica” que “prescinde de la verosimilitud y linda con el absurdo”, el
gesto consecuente del gran artista es el silencio, con lo que esta escritora
sería tan radical en su ethos vanguardista como la misma Cesárea Tinajero de Los detectives salvajes. Si la
literatura ha sido predestinada al fracaso, hay que encontrar “júbilo” en ello.
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