[Útera]
Una lectura de Útera, la más reciente producción musical de Oscar García y Juan Carlos Orihuela.
Rodolfo Ortiz
La inabarcable palabra hysteron, que se tradujo
antaño flojamente como “útero”, proviene de la antigua medicina hipocrática. Todo lo
que la razón filosófica acarreó para dar cuenta de este oscuro vocablo derivó
finalmente en la categoría nosográfica que la psiquiatría del siglo XIX
consagró como la archifamosa “histeria”, es decir, como la inaudita expansión
de una “enfermedad de la mujer” que no hallaba cabida ni tratamiento en los
laberintos de la razón.
El tema es arduo, inadjetival, pero también
históricamente implacable. Recuerdo que allá por los noventas mi afán era
desnucar esta razón desde las elucubraciones de Freud y Lacan, quienes a plan
de tinta negra y vocifería tentaron un acercamiento, léase un estudio, de
aquello que desde ya estaba vedado a los hombres: la mujer y los encantos de una
bellísima locura provocada por el “vagabundeo de su útero”. La fórmula
hipocrática puede ser severa, pero no deja de ser relacional: los testículos
gravitan, los úteros vagabundean. A contrapelo diría que este grado de
movilidad sugiere un camino para la comprensión de ese anarquismo organizado
que hoy parece funcionar entre arte y sexualidad. La noción de incesto entre
las artes, por ejemplo, es fundamentalmente resultado de un procedimiento
dentro del cual la hysteron fue
propiciando lenguajes cada vez menos gravitacionales y más vagabundos.
Pero qué pasa, me pregunto, cuando estos lenguajes
son generosos en la exhibición de su proceso y complejidad. Surgen las artes de
útera, donde la única gravedad posible
es la pérdida, y donde no hay viaje que no sea desde la enfermedad
transgenérica provocada por el vagabundeo del útero en los cuerpos. Hay una
escultura de Corina Barrero que me acompaña desde hace muchos años: una mujer
mirando al zenit y con los brazos en abanico ostenta un orificio en el vientre
que por atrás se torna en un caracol en expansión.
Quizás este breve rodeo no sugiera en el lector la
vocación ilustrada que ameritaría un comentario a la obra que me ocupa. Sin
embargo, la rara estirpe de ciertas hechuras que navegan a contracorriente
empuja inevitablemente hacia un arrecife de ideas que saltan de lo nosográfico
hacia aquel territorio atípico de filiación discursiva aquí llamado,
finalmente, Útera (2014). No creo
casual, por esto mismo, la apuesta frontal que ostenta la primera frase de la
página liminar de su folletín: “La filiación entre la música y la palabra
poética es un pulso que hace mucho tiempo nos perturba”. De esta confesión me
aferro, entonces, para desglosar finalmente algunos apuntes, torsiones quizás
solamente, alrededor de Útera, la
última producción artístico-literaria de Juan Carlos Orihuela y Oscar García.
Comienzo destacando dos elementos de la cita
anterior: el primero, la idea de la filiación entre lenguajes; y el segundo, la
perturbación que parece insistir al confrontar estos lenguajes. Diría que el
proyecto de aventurar una urdimbre donde confluyan y dialoguen “tres discursos
yuxtapuestos: la aventura musical, la experiencia poética y la guarida urbana”,
tal como suscriben Orihuela-García en Memoria
del destino (2002 [1991]), cobra en Útera
un impulso que se redimensiona y eleva a la potencia. Si en el primer caso
proponen una matriz donde un conjunto de poemas son trabajados a partir de un
temblor distinto entre música y palabra, en el segundo, esta matriz ya es una
“útera”, quiero decir, un recinto que se desdobla en un arte de
transmigraciones y polifonías ensambladas a través de un proceso composicional
de feroz complejidad.
Útera, en este sentido, propone un acercamiento a la poesía boliviana, esta
vez escrita por mujeres, desde un concepto de tejido sonoro abierto, aventurado,
perturbador, o como mejor diría Oscar García en Libro de rastros (2014) a propósito de György Ligeti, desde una
densidad donde “[t]odo niebla, todo bruma, sin embargo, claridad”. No es
gratuita la relación, pues García entiende que el concepto de tejido sonoro aquí
esbozado surge como una respuesta compleja al estado de contemplación y tal
estado de contemplación en Útera
significa fundamentalmente filiación y desafío polifónico. Esto también quiere
decir que la intemperie de esta obra viaja siempre de útera en útera, y no así
de matriz en matriz, al cabo inmersa en una práctica interpretativa, en el
amplio sentido del término, que se mueve en diferentes niveles y registros de
un proceso creativo siempre perturbador.
La selección de los poemas que realizó Juan Carlos
Orihuela, el proceso de traducción a otros registros y la aventura
interpretativa de quienes los cantan, constituyen un tipo de lectura compleja y
relacional que al mismo tiempo se ve envuelta en procesos de descomposición y
reorganización del material sonoro y textual. Queda claro, que el proceso de
traslación entre lenguajes y el despliegue de lecturas prefiguran una memoria
polifónica que sostiene cada una de las nueve composiciones de esta obra. No de
otra manera, considero, se cumple el tenaz vagabundeo entre música y palabra
poética que el proyecto de Orihuela-García había fraguado desde Memoria del destino.
“Nacer hombre” es el poema de Adela Zamudio que abre
este trabajo. Se arguye que esta escritora a pesar de pertenecer al parnaso de
las más homenajeadas del país fue y es la menos leída. Creo que con esta
canción queda desmentida esta quejumbre de la mala lectura, reforzada también
por la crítica. La canción “Nacer hombre”, que fue creada en principio para una
producción interactiva a solicitud de Luis H. Antezana, propone de entrada una
variante interpretativa interesante. El primer verso que escribe Zamudio,
“Cuánto trabajo ella pasa”, es intervenido en la voz de Carla Casanovas con un lapidario
“Ella que trabajos pasa”. Ignoro en qué momento del proceso composicional se
forjó este atinado desvarío, pero el movimiento interno del pronombre ocurrido
allí es una clave de lectura para escuchar la voz de Zamudio en la implacable
entonación de Casanovas. Cada vez que repito esta canción, me convenzo que
junto a los segmentos más rabiosos del poema, “Nacer hombre” cantado y
musicalizado así, por Casanovas, vindica en su densidad expresiva mucho más que
siete prólogos sobre las razones de la genealogía feminista de Zamudio. El
proceso, al cabo, radica en la filiación de una magistral cantante de jazz,
heredera de Ella Fitzgerald, que zapatea por las palabras de una poeta
contestataria y solitaria de principios del siglo XX. (Continuará…)
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