sábado, 18 de julio de 2015

Parhelio

[Útera]

Una lectura de Útera, la más reciente producción musical de Oscar García y Juan Carlos Orihuela.



Rodolfo Ortiz

La inabarcable palabra hysteron, que se tradujo antaño flojamente como “útero”, proviene de la antigua medicina hipocrática. Todo lo que la razón filosófica acarreó para dar cuenta de este oscuro vocablo derivó finalmente en la categoría nosográfica que la psiquiatría del siglo XIX consagró como la archifamosa “histeria”, es decir, como la inaudita expansión de una “enfermedad de la mujer” que no hallaba cabida ni tratamiento en los laberintos de la razón.
El tema es arduo, inadjetival, pero también históricamente implacable. Recuerdo que allá por los noventas mi afán era desnucar esta razón desde las elucubraciones de Freud y Lacan, quienes a plan de tinta negra y vocifería tentaron un acercamiento, léase un estudio, de aquello que desde ya estaba vedado a los hombres: la mujer y los encantos de una bellísima locura provocada por el “vagabundeo de su útero”. La fórmula hipocrática puede ser severa, pero no deja de ser relacional: los testículos gravitan, los úteros vagabundean. A contrapelo diría que este grado de movilidad sugiere un camino para la comprensión de ese anarquismo organizado que hoy parece funcionar entre arte y sexualidad. La noción de incesto entre las artes, por ejemplo, es fundamentalmente resultado de un procedimiento dentro del cual la hysteron fue propiciando lenguajes cada vez menos gravitacionales y más vagabundos.
Pero qué pasa, me pregunto, cuando estos lenguajes son generosos en la exhibición de su proceso y complejidad. Surgen las artes de útera, donde la única gravedad posible es la pérdida, y donde no hay viaje que no sea desde la enfermedad transgenérica provocada por el vagabundeo del útero en los cuerpos. Hay una escultura de Corina Barrero que me acompaña desde hace muchos años: una mujer mirando al zenit y con los brazos en abanico ostenta un orificio en el vientre que por atrás se torna en un caracol en expansión.
Quizás este breve rodeo no sugiera en el lector la vocación ilustrada que ameritaría un comentario a la obra que me ocupa. Sin embargo, la rara estirpe de ciertas hechuras que navegan a contracorriente empuja inevitablemente hacia un arrecife de ideas que saltan de lo nosográfico hacia aquel territorio atípico de filiación discursiva aquí llamado, finalmente, Útera (2014). No creo casual, por esto mismo, la apuesta frontal que ostenta la primera frase de la página liminar de su folletín: “La filiación entre la música y la palabra poética es un pulso que hace mucho tiempo nos perturba”. De esta confesión me aferro, entonces, para desglosar finalmente algunos apuntes, torsiones quizás solamente, alrededor de Útera, la última producción artístico-literaria de Juan Carlos Orihuela y Oscar García.
Comienzo destacando dos elementos de la cita anterior: el primero, la idea de la filiación entre lenguajes; y el segundo, la perturbación que parece insistir al confrontar estos lenguajes. Diría que el proyecto de aventurar una urdimbre donde confluyan y dialoguen “tres discursos yuxtapuestos: la aventura musical, la experiencia poética y la guarida urbana”, tal como suscriben Orihuela-García en Memoria del destino (2002 [1991]), cobra en Útera un impulso que se redimensiona y eleva a la potencia. Si en el primer caso proponen una matriz donde un conjunto de poemas son trabajados a partir de un temblor distinto entre música y palabra, en el segundo, esta matriz ya es una “útera”, quiero decir, un recinto que se desdobla en un arte de transmigraciones y polifonías ensambladas a través de un proceso composicional de feroz complejidad.
Útera, en este sentido, propone un acercamiento a la poesía boliviana, esta vez escrita por mujeres, desde un concepto de tejido sonoro abierto, aventurado, perturbador, o como mejor diría Oscar García en Libro de rastros (2014) a propósito de György Ligeti, desde una densidad donde “[t]odo niebla, todo bruma, sin embargo, claridad”. No es gratuita la relación, pues García entiende que el concepto de tejido sonoro aquí esbozado surge como una respuesta compleja al estado de contemplación y tal estado de contemplación en Útera significa fundamentalmente filiación y desafío polifónico. Esto también quiere decir que la intemperie de esta obra viaja siempre de útera en útera, y no así de matriz en matriz, al cabo inmersa en una práctica interpretativa, en el amplio sentido del término, que se mueve en diferentes niveles y registros de un proceso creativo siempre perturbador.
La selección de los poemas que realizó Juan Carlos Orihuela, el proceso de traducción a otros registros y la aventura interpretativa de quienes los cantan, constituyen un tipo de lectura compleja y relacional que al mismo tiempo se ve envuelta en procesos de descomposición y reorganización del material sonoro y textual. Queda claro, que el proceso de traslación entre lenguajes y el despliegue de lecturas prefiguran una memoria polifónica que sostiene cada una de las nueve composiciones de esta obra. No de otra manera, considero, se cumple el tenaz vagabundeo entre música y palabra poética que el proyecto de Orihuela-García había fraguado desde Memoria del destino.

“Nacer hombre” es el poema de Adela Zamudio que abre este trabajo. Se arguye que esta escritora a pesar de pertenecer al parnaso de las más homenajeadas del país fue y es la menos leída. Creo que con esta canción queda desmentida esta quejumbre de la mala lectura, reforzada también por la crítica. La canción “Nacer hombre”, que fue creada en principio para una producción interactiva a solicitud de Luis H. Antezana, propone de entrada una variante interpretativa interesante. El primer verso que escribe Zamudio, “Cuánto trabajo ella pasa”, es intervenido en la voz de Carla Casanovas con un lapidario “Ella que trabajos pasa”. Ignoro en qué momento del proceso composicional se forjó este atinado desvarío, pero el movimiento interno del pronombre ocurrido allí es una clave de lectura para escuchar la voz de Zamudio en la implacable entonación de Casanovas. Cada vez que repito esta canción, me convenzo que junto a los segmentos más rabiosos del poema, “Nacer hombre” cantado y musicalizado así, por Casanovas, vindica en su densidad expresiva mucho más que siete prólogos sobre las razones de la genealogía feminista de Zamudio. El proceso, al cabo, radica en la filiación de una magistral cantante de jazz, heredera de Ella Fitzgerald, que zapatea por las palabras de una poeta contestataria y solitaria de principios del siglo XX. (Continuará…)

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