sábado, 11 de julio de 2015

Poesía

El pie de Eurídice y los misterios
en la poesía de Gabriel Chávez


La autora presenta la antología poética del autor chuquisaqueño, editada hace algunos meses en Colombia.



Marialuz Albuja Bayas

Abrir un libro de Gabriel Chávez Casazola es ingresar a un mundo en donde todo coexiste, como ocurre en el universo, tanto en su oscuridad como en su luz, sin que los opuestos sean irreconciliables sino capaces de construir, desde las posibilidades -e imposibilidades- del lenguaje, los diversos rostros de la completud.
Descubrí su poesía hace casi cuatro años, una tarde en la que tuve el regalo de leer El agua iluminada en su edición boliviana, con algunos de sus textos traducidos al portugués por Pedro Sevylla de Juana y Nicolau Saiao, y al italiano por Mariela de Marchi. Quedé inmediatamente conectada con esa manera de mirar el mundo, y desde entonces he sido una lectora insaciable de la poesía de este autor.
Ahora, con la antología de su poesía publicada en Colombia con el título El pie de Eurídice (Gamar, 2014) me he encontrado con textos que no conocía junto a otros que he memorizado de tanto leerlos.
Y, nuevamente, me llevan de regreso al mismo asombro que sentí al descubrir este universo poético por vez primera, como un “fruto oscuro” que se ofrece al lector en un “ritual simplísimo”, tejiendo historias que no se cuentan dentro de la Historia, sino con sus protagonistas vistos desde una dimensión profundamente humana, dioses, diosas, Meg Ryan, el Libertador, Nixon, Eurídice, Linda Lovelace, Ingmar Bergman, María Schneider, una tal Carolina Matilde de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, Ezra Pound, Argos y todos los perros de este mundo, Dios, nosotros mismos.
Y, junto a la vitalidad con que aparecen estos nombres, convertidos por la gracia de la poesía en hombres y mujeres de carne y hueso, he visto aparecer también esos rincones de la casa que la convierten en una mansión, en una cabaña, en el lugar donde nos hemos construido y nos seguimos existiendo. 
En los textos de Chávez Casazola existe un universo poético que hace posible, valga la redundancia, que haya poesía. Y es que ésta no puede limitarse a un conjunto de versos. Tampoco puede estar constituida de poemas disparados en distintas direcciones, como balas en un campo desierto, e incapaces de entablar un diálogo con el lector.
Las líneas que componen sus poemas son indispensables para la humanidad. Si nos faltase alguna de ellas, ya no seríamos los mismos. Eurídice ignoraría que lo mortal era su pie, no la mordida; la lluvia no podría complacerse en descubrir que quienes la escuchan sobre el patio vuelven a ser niños; pocos serían los que aprenden el idioma de las aves; y algunas tonalidades de la verdadera voz del mundo permanecerían ocultas, pues cada verso auténtico, a través del tiempo y surgido de las entrañas de cada ser que ha sabido descifrar lo esencial, es un sonido único.
Dios tampoco sabría de su “estupenda equivocación al crearnos”, y la revelación del fuego no tendría los matices que Gabriel ha descubierto para ella.
Pero estos textos no se enredan solamente en lo sublime, sino que alcanzan la profundidad desde lo más mundano, “ese descapotable celeste y oro que jamás tendremos”, porque quien mira lo que no se ve y escucha lo que no se oye, logra comprender el mundo desde una dimensión que va más allá del pensamiento intelectual y que conduce a los descubrimientos que valen la pena en la experiencia de estar vivos.
Tanto el “el dolor que desfiguraba la infancia” como la labor de “aliviar al mundo para transfigurarlo” sobreviven gracias a la perplejidad del niño que, asombrado, se abisma ante las constelaciones. Y ésta es la labor del poeta. De ahí que la muerte cobre vida en estos textos, donde “los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres”, lo que nos permite regresar a lo que somos aunque esto, ante los ojos de Gabriel, pueda ser muy doloroso.
Al igual que Lucía, que ha entrado en la casa y ha dicho: “hágase la luz / sin apelación a ningún significante”, Chávez Casazola ha buscado la manera en que el lenguaje lo conecte con la vida, con su más allá y consigo mismo en esa “urgencia de llenar páginas de signos que más aprisa que la carcoma […] puedan acusar recibo de que existió el verano y existieron las cucharas y los guisos y la cama de lino feliz y el agua en la regadera”; sabe que el ser humano, a través de los tiempos, ha sobrevivido gracias a la escritura y a toda expresión humana. Por eso, en este oficio ha puesto su vida.
“¿Es la belleza la primera o la última en morir en todas las guerras que se declaran contra ella?”. El lector podrá encontrar la respuesta en la poesía de Gabriel, donde el ser humano aparece en su dimensión más honesta: la emoción que lo conecta con el cuerpo, con el alma, con las experiencias vividas y por vivir. La emoción como experiencia primordial del ser humano, al que no le bastan razones ni argumentos para amar o para odiar, para morirse o para seguir viviendo.
Felicito la iniciativa de la editorial Gamar, en Popayán, dirigida con lucidez por Felipe García Quintero y Paola Martínez. El pie de Eurídice ya es, y será siempre, un referente de la poesía latinoamericana.


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