Condenados a desaparecer
Una lectura de La desaparición del paisaje (Periférica, 2015) la nueva y estupenda novela de Maximiliano Barrientos.
Martín Zelaya Sánchez
Cervezas y whiskies, autos y perros. Carreteras infinitas y
cuartos de hotel. Hombres y mujeres irremediablemente solitarios y el mundo
girando a su alrededor.
Tanto los relatos breves como las novelas de Maximiliano Barrientos
podrían, de alguna manera, resumirse así; y lo digo con la más decidida
intención de elogio: qué mejor que la simplicidad y naturalidad de la vida
cotidiana -escenas, retazos, el paso del tiempo- para contar una historia. Y
qué mejor que hacerlo de una manera clara, contundente y profundamente
reflexiva como lo hace el autor cruceño en su más reciente libro, La desaparición del paisaje.
El qué
Vitor vuelve a una ciudad desconocida pero a la vez exacta a
la que dejó una década atrás, cuando huyó de la muerte, de la rutina, de sí
mismo. Un regreso a la quietud, a una urbe detenida en el tiempo, o al menos
condenada a avanzar mucho más lentamente en medio de la debacle posmodernista.
“Santa Cruz se quedó quieta en esos años, en ese clima de
glamour y de soledad camuflada con coca y fiestas. Guns N’Roses y Metallica,
Journey y Whitesnake sonaban sin interrupción (…) como si Santa Cruz entera,
fuera un museo de canciones que en otra parte, en las ciudades de verdad, ya no
escuchaba nadie”. (28-29)
“Cuando Santa Cruz era un arenal derretido por el sol, sin
calles pavimentadas, con autos plantados en barrizales del centro, con bueyes y
carretones como el transporte más confiable. Todavía no una ciudad, cualquier
cosa menos una ciudad… cuando Santa Cruz era un lugar ahora desaparecido”.
(149)
Se queda en casa de María, la viuda de su padre, y entre no
hacer nada, arreglar el viejo Ford Galaxy, acabar una cerveza tras otra y
retomar con Laura, su antigua novia, el furtivo e incompleto amor de
adolescencia, empieza a reencontrarse con su familia: su hermana Fabia y su
tío, y a conciliar cuentas pendientes con la muerte de sus padres y con su Yo por
mucho tiempo negado, abandonado.
El cómo
Además de regreso, culpa y búsqueda -como lo admitió el
autor en más de una entrevista-, esta es una novela de reconstrucción. Un
intento del protagonista-narrador de reencauzar un futuro que ya parece escrito,
a partir de la recuperación-redención de un pasado del que jamás pudo evadirse.
“… en la foto, Laura se aguanta la risa. Yo estoy serio,
cruzo el brazo alrededor de sus hombros. Miro al ojo de la cámara, aguardo. Eso
hago: espero el futuro”. (203)
Barrientos tiene una enorme habilidad para transmitir
sensaciones y sentimientos; sin ser explícito, sin redundar ni rebuscar, solo
con diálogos y situaciones quirúrgicamente diseñados. Y esta, hay que decirlo,
es una novela de sensaciones, de sentires, bien engranada con un lenguaje implícita
y explícitamente cinematográfico; las más logradas descripciones bien podrían
transportarse, exactas, a un posible guion adaptado del libro:
“Di vueltas hasta que se hizo tarde en la noche. Guardé el
auto en el garaje. Me saqué los zapatos y caminé descalzo por el pasto. Caminé
por las losetas y escuché una música que provenía de la casa de una mujer que
vivía sola (…) Me gustaban las losetas calientes después de todas esas horas de
acumular rayos de sol. Palpitaban. Quemaban. El calor entraba en la piel sin que
esta impusiera la menor resistencia”. (86)
Los trasfondos
No faltan –tangencialmente en toda la novela- algunos
recursos simbólicos; como uno muy común en la obra de Barrientos, su fijación
por los hoteles, reflejo de fugacidad, inestabilidad, precariedad, pero también
de libertad: los hotelitos de EEUU en los que Vitor vivió por años, los
alojamientos de su amor fugaz con Laura, y el terrible cuarto de hotel en el
que en su niñez vio colgando el cuerpo de un suicida, y en el que su familia se
despidió como tal antes de la fatal desintegración.
Otro recurso: la muerte. Desde la del obeso suicida, hasta
la de sus seres queridos en la adultez y, claro, la de su padre y su madre que
marcaron profundamente su vida.
A la muerte, esa presencia constante e inevitable de la que
siempre tratamos vanamente de huir, Barrientos la aprovecha como símbolo, clave
para la trama, pero también para reflejar la oscura personalidad de Vitor.
“… esperando que la rabia silenciara lo que acribillaba mi
cerebro sin descanso: mi madre como un paisaje que duraba segundos, que se
deformaba y se convertía en brillos que eran consumidos por las moscas. Memoria
desapareciendo, volviéndose invisible, acabando con cada una de las imágenes
que retenían lo que fue por tan poco tiempo infancia, familia”. (61-62)
Y claro, otro manido recurso: el alcohol. Cervezas, casi
siempre y no pocas veces whisky. No es solo un detalle más, no es solo un
recurso para crear ambiente, o un pretexto para ciertos diálogos o situaciones,
es una constante, un catalizador para Vitor, como lo fue para su padre, su tío…
Acaso cómo lo es para gran parte de los cruceños, los bolivianos…
“El alcohol hace que todos alberguemos a una multitud de
fantasmas en la cabeza, eso es lo más hermoso y lo más doloroso de emborracharse.
Todo ese mundo viejo empieza a poblar la mente en el segundo en el que vaciamos
el primer vaso y buscamos con la vista a los muertos detenidos en el aire, como
si estuvieran ahí, esculpidos…”. (42)
La vida está hecha de detalles, de retazos, de hechos
insignificantes que se hilan y entrecruzan y que tan solo con variar
mínimamente, pueden cambiar un destino.
Tarde o temprano todos debemos enfrentarnos a la desaparición
del paisaje. A que todo pase, caduque, y cada vez el pasado sea más grande y poderoso
que el presente… y que el futuro poco a poco deje de existir.
“Nos movimos dentro de los márgenes de una fotografía vieja.
La fotografía de un paisaje final. La última imagen del mundo como lo
conocíamos”. (264)
La desaparición del
paisaje (Periférica, 2015), es una novela extraordinaria. Que alguien por
favor haga el favor de traer ejemplares a las tristes librerías bolivianas.
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