Luis Ramiro Beltrán en Luis Ramiro Beltrán
In memoriam del reconocido comunicólogo orureño recientemente fallecido.
Edwin
Guzmán Ortiz
El pasado sábado, por la mañana, supe del fallecimiento
de Luis Ramiro Beltrán. De pronto sentí un escalofrío, y callé, tratando de
abrazar ese sincero sentimiento que me había ligado en vida a quien tuve el
privilegio de conocer más aquí y más allá de sus escritos y logros en la
comunicación.
Precisamente, esa zona de certidumbre es la que me
convoca a buscar en las palabras esa verdad sigilosa que uno se atreve a erigir
frente a los seres que considera esenciales. Esa verdad que -como toda verdad
verdadera- se destila en el tiempo y que además de haberse forjado de razones
ha sido alimentada por actos, gestos y afectos, es decir por todo aquello que
suele ser lo menos evidente pero que traduce las maneras más sutiles del
espíritu.
En Luis Ramiro, su vida y su obra tienen una coherencia
atroz. Cuando se habla de su obra no se puede dejar de referir también a su
vida, juntas se entretejen y revelan
mutuamente, juntas han confabulado para otorgarnos ese ser colmado de tantos
valores. En él coexisten la ciencia y la vida cotidiana, la categoría y el
testimonio, las ideas y seres de carne y hueso, la autobiografía y la historia
del país, el rigor y la fanfarria, el arte y la política. De ahí es que una
comprensión monocorde de su legado termine siendo un desacierto.
Acaso, porque él no asumió esa actitud frecuente en
no pocos estudiosos, que anteponen la obra cual artefacto imponente e
impertérrito, y suponen que la misma expresa autosuficientemente la totalidad
del autor y su circunstancia.
Toda obra siempre trasunta una existencia. Por ello,
junto a su enorme aporte a la comunicología, nos transmitió un cúmulo de historias
y experiencias que confluyen hacia esa voluntad que impide que la vida se
extravíe en la modorra y el olvido, empecinada a que el statu quo no se pasee
orondo entre las sociedades signadas por la palabra cautiva y por el amordazamiento
del espíritu colectivo.
Beltrán no
solo fue considerado un adelantado en la lucha por la democratización de la
comunicación en América Latina, y reconocido internacionalmente al merecer el
Premio Mundial de Comunicación Marshall McLuhan Teleglobe de Canadá, sino que
fue además apreciado por su solidaridad y sensibilidad frente a los dones y
misterios del arte.
La literatura,
la música y la pintura fueron realidades que habitaron su entorno y que lo
habitaron de manera incesante. Son testimonio de su vocación literaria el
poemario Pasos en la corteza (1987), un
voluminoso tratado bajo el título de Panorama
de la poesía boliviana, auspiciado por el Convenio Andrés Bello en
Colombia, y la obra de teatro El cofre de
Selenio, que mereció el premio único del Concurso de Obras Dramáticas de
Ecuador.
La narrativa
no le fue extraña. Tuve la oportunidad de escuchar de sus labios pasajes de una
novela en trance de escritura: La rota
Porota y la casa para quemar, en la que recuperaba con cierto tono
autobiográfico aquel Oruro de los 40. Un revival de la ciudad, su gente, el
ingente despliegue de una urbe privilegiada por la minería, el caldero en que
se agitaba el preludio de la revolución del 52, la vida disoluta y la presencia
de inmigrantes procedentes de diferentes puntos del orbe.
En medio, un
curioso relato de aquellos desfiles cívicos en los que participaba el colegio
Alemán de Oruro bajo la siguiente estructura: “adelante los hijos de papá y mamá alemán, al medio los hijos de papá
alemán y mamá boliviana, y al final los hijos de papá y mamá bolivianos. Encabezando
la columna cintilaba una cruz gamada seguida de un retrato del Führer,
mientras las damas lanzaban margaritas desde los
balcones”.
El amor por la pintura baña los muros de su departamento. Los mestizos de Raúl Lara en medio de ese
relampagueante azul de los oleos, vitrales habitados por los ángeles femeninos
de Jaime Calizaya, esa niñez nostálgica colmada por una fiesta de color desde
las pinturas de Graciela Rodo Boulanger, más una inacabable sucesión de íconos,
artesanías, emblemas de exquisita factura y, por si fuera poco, una robusta
biblioteca apoyada en las paredes de su morada.
Acaso muchos
hayan disfrutado de la orquesta que armaba con címbalos, platillos e instrumentos varios en aquellas reuniones
con amigos. De pronto otro Luis Ramiro emergía desde esa alegría exuberante. La
corbata atrás, las formalidades del protocolo académico a pique, una sonrisa
eterna y traviesa atravesaba la noche y la plenitud tenía nombre propio.
Raúl Shaw
Moreno le era definitivamente entrañable, no solo le dedicó un sentido artículo
y escribió la letra de una de sus canciones, sino que compartió su amistad y
ese olor a bohemia que procedía de aquel Oruro lejano e inolvidable.
Como periodista en su juventud accedió al despliegue
cotidiano de los hechos, rastreando el
porqué de ese pulso que late en los meandros del devenir diario, llegando
incluso a ser cronista de sí mismo y revelándonos en tono testimonial detalles
de su existencia.
Doña Becha su madre, Norah su esposa, el fantasma de
su padre Luis Humberto diluyéndose en la manigua del Chaco, sus amigos y
compañeros en el copioso trance de los años configuran parte íntima de la
historia de Luis Ramiro. Historia también nuestra, ya que nos invitó a creer y crecer junto a valores
como la fidelidad y la entrega.
No sería el único en afirmar que probablemente fue
más grande su espíritu generoso y solidario que su obra intelectual, y que la
riqueza de ésta no se explica sin esa condición que llevó hasta el final de sus
días.
Probablemente para muchos, los dispositivos con que
cargó su discurso interpelante a la comunicación hegemónica: acceso,
participación, diálogo, comunicación democrática, políticas para el cambio social
son exclusivamente quintaesencias gestadas en la academia, producto de su paso
por grandes universidades y venerables organismos internacionales.
Para no pocos, los logros que conquistó y su
presencia entre lo más destacado del foro internacional de la comunicación
crítica latinoamericana, deviene de su pertenencia a una tradición arraigada en
la intelligentza comunicacional de la
región.
Mas, los dispositivos también son portadores de un
inconsciente vitalmente humano, que los prefigura y contribuye a definirlos. Es
decir, la obra no nace exclusivamente de la endogamia discursiva, sino que a
menudo brota de una realidad vívida, de una historia que nos toca, de una
condición sensible frente al mundo.
Y así como el vuelo de una mariposa en el oriente
puede provocar una tormenta en occidente, esa profunda calidad humana de Luis
Ramiro Beltrán, esa sensibilidad exquisita frente al mundo, ese compromiso
incondicional con nuestra patria, ese sentimiento generoso de justicia, aquellos
actos de amor que sembró, en mi opinión, también fueron los percutores que
permitieron desencadenar el huracán de la propuesta de una comunicación democrática,
que hoy es una bandera que crece en pos de una convivencia más justa entre
nosotros y frente a los otros.
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