De
camiones, monos y teleféricos
(La literatura como testimonio)
Entre lectura y lectura, el autor compara las historias de libros antiguos con algunas realidades que él percibe en la Bolivia de hoy.
Manuel
Vargas
Hace
unos meses comenté en este espacio cómo, a través de una novela del cubano Leonardo
Padura, me enteré de la ocurrencia de Joseph Stalin de construir su palacio
detrás del Kremlim moscovita. Y lo comparé con el gusto y el entusiasmo del
presidente Morales para construir también palacios y otras enormidades, pese a
quien pese.
Ahora
acabo de leer Tengo miedo torero, la
novela de Pedro Lemebel y me entero que Pinochet igualmente construyó en
Valparaíso un nuevo Palacio Legislativo para su país. Es que a ciertos
poderosos, parece que todo les queda chico y necesitan demostrar su poder a
través de este tipo de construcciones. Les llaman faraónicas. Pero sin gusto,
sin estética ni necesidad. ¿Será por esa llamada ley de la compensación?
También
llegó a mis manos un libro del boliviano Julio Aquiles Munguía, Perigeo boliviano (1943), que da cuenta
de sus viajes por Bolivia, realizados entre 1937 y 1942. No es novela ni libro
de memorias, llamémosle libro de viajes, para que entre en el campo de la
literatura.
Aquí
se habla de las cárceles y destierros cuando Germán Busch era presidente. (No
hemos cambiado nada). De las galerías subterráneas en la mina de Siglo XX, de
los caminos de barro en el Izozog, de una gran farra con mi paisano Hernando
Sanabria Fernández, joven poeta cruceño en esos tiempos, así como de aventuras
por San Lorenzo, la leyenda de una víbora en Madre de Dios, la venta de un
tigre y cómo verdaderamente se fabricaba la chicha en Cochabamba. (Ay, esto
último daría para otro artículo y para estómagos de fierro).
Uno
puede pensar y exclamar: ¡Cómo pasa el tiempo! Ahora tenemos carreteras
asfaltadas y en vez de chicha los jóvenes le echan un jarabe llamado fernet. Pero,
fuera de chiste, me impresionaron dos relatos de las andanzas de don Julio
Aquiles por el oriente boliviano.
Uno,
que describe una borrachera por Trinidad, en la que, como parte de la diversión
y en una duraznera total, estos jóvenes irresponsables se suben a una camioneta
y se ponen a dar vueltas en torno a la plaza principal, y meta bulla y siga la
fiesta. ¿Se imaginan qué tiempos? Ahora estamos adelantados: el que conduce en
estado de ebriedad no solo es reconvenido sino que se le castiga con la ley,
por intento de homicidio y no sé qué otras historias, y se le quita para
siempre su licencia de conducir. Así sea candidato, ministro o diputado.
(¡Yaaaaaa!).
En
otra escena, cuando don Julio Aquiles se dispone a volver a su ciudad de La Paz
desde las paradisiacas tierras orientales, como todo buen paceño, supongo, o
como todo viajero de aquellos tiempos en cualquier parte del mundo, vuelve a la
civilización cargado de un zoológico. Y no lo digo yo, él mismo lo cuenta,
cuando describe toda su carga, entre flechas, cigarros cayubaba, hamacas y petacas:
“Mi
jardín zoológico está constituido por un monito amarillo de quince centímetros
de alto, llamado Panchito, al que he apellidado Villa, recordando al famoso
boxeador filipino Pancho Villa. A Panchito lo compré en una quinta de las
afueras de Santa Cruz, donde estaba en plena libertad, comiéndose las papayas y
los plátanos. Era muy popular como los políticos de pega y es más inteligente que
estos. El otro personaje de mi zoológico ambulante es un inmenso papagayo azul
con el pecho anaranjado, más comúnmente denominado guacamayo o paraba. Se llama Pastora, a la
que también he apellidado Imperio, en honor a la famosa bailarina Pastora
Imperio, de trajes estrafalarios y apéndice nasal respetable. Pastora habla
tanto como diputado, pero es algo ininteligible. La señora que me la vendió me
dijo que sabe arrear bueyes y tiene un repertorio de palabrotas magníficas para
una asamblea parlamentaria. Casi compro
tres tordos, un matico, una peta, un tejón, un gato montés y otros bichos más,
para que hagan compañía a los dos personajes centrales, pero reusé a admitirlos
en mi jardín zoológico, porque podían haber conformado una especie de
conciliábulo demagógico en el camino, haciendo zozobrar al camión”.
“Al
despedirme de mis distinguidas amiguitas, me invitan para que vuelva en las
fiestas de la efemérides local, con quince días de anticipación, trayendo un
dominó, trajes veraniegos y escopetas para pasar una temporada de caza en sus
haciendas”.
“…Me
embarco con mi mono amarillo y mi papagayo azul, que van cómodamente en sus
respectivas jaulas”.
“Parten
los camiones velozmente. En cierto lugar, Panchito se escapa de su jaula y se
mete en el bosque. Felizmente lo cogen. El camino está malo, lleno de barro y
con zanjas profundas. Llegamos a Tarumá a las doce de la noche…”. (pág.
172-174).
Tras
de esta lectura me puse a pensar cómo han cambiado los tiempos. Qué barbaridad.
El hombre, como rey de la creación, lo tenía todo a su disposición y a su
capricho. Ese tal Aquiles no se cargó más bichos por cuidar a la naturaleza
sino porque le resultarían incómodos. En nuestro siglo XXI este señor podría ir
preso. Ahora existen leyes…
Pero
después me puse a pensar que, dentro de otros 50 o 70 años, cuando la gente lea
las noticias de ahora, dirá igualmente: “Qué barbaridad, qué atrasados e
inconscientes eran los humanos a principios de siglo. No había leyes y
destruyeron el parque natural del TIPNIS con sus animalitos y sus humanos… para
construir una carretera…”.
Y
también: “Qué tristeza, en su borrachera de poder los mandamases se rieron en
las normas municipales y gastaron millones y lastimaron una ciudad con sus túneles,
cables y pilares para un teleférico. Es que entonces no había leyes y hacían lo
que les daba la gana y deshacían y se imponían solo para demostrar su poder… Y
dice que entonces, la gente se moría por falta de atención médica, y había que
recurrir a las limosnas de la gente de buena voluntad para construir
hospitales, y dice que…”.
Despierto.
Esto ha sido solo una pesadilla. Perniciosa literatura. “Nosotros somos
felices. El mundo está adelantando”, como decía el león. (Cuentos del Achachila).
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