jueves, 26 de junio de 2014

Sombras nada más

Piedra y ojos


Dos aproximaciones, dos universos poéticos. Carlos Aldazábal y Camila Charry.



Gabriel Chávez Casazola

Hace pocos días me tocó presentar en nuestro país los libros de dos autores sudamericanos que nos visitaron. Una, la poeta colombiana Camila Charry, publicó su libro Otros ojos en Ecuador, en El Ángel Editor. Ambos somos compañeros en la colección El Otro Ángel, de autores extranjeros, y ella me invitó a escribir unas líneas en su contratapa.
El segundo, el poeta argentino Carlos J. Aldázabal, acaba de ver editado en Bolivia, bajo el sello Kipus, su libro Piedra al pecho, originalmente aparecido en la editorial española Valparaíso. El lector, pues, podrá encontrar este libro relativamente a mano.
Contra la liviandad imperdonable de esta edad frívola, encandilada por lo fugaz y signada por el olvido, por un lenguaje que, a la par, renuncia a la trascendencia y elude nombrar lo esencial, Aldazábal elige (¿erige?) la piedra como signo de contradicción en su poesía.
Templada, austera, su escritura pareciera tomar de ella, cuando está quieta, su disposición a la permanencia; y cuando está en movimiento -piedra al pecho- la terrible economía de lo certero.
Tendidos entre un bucolismo árido y una urbanidad deshabitada, los poemas de Carlos Aldazábal son como las arrugas de las piedras, como sus vetas, como sus manchas: el registro de lo que nos modela y gasta. Eso permite el canto: / acomodar el viento a la memoria.
¿Desesperanza? Sí: una canción de amor / destinada a una sombra. Pero también el reverso: la canción de las cenizas que volverá a sonar para acunarnos, las plantas agradeciendo lo que apacigua, una mujer que hacía sonreír a los mendigos y la inminente resurrección del carnaval cuando es febrero.
Esas y muchas otras revelaciones aguardan al lector en estos textos donde alienta el tenue resplandor de lo perdido, la elemental hoguera de unos huesos demasiado parecidos a nosotros.
Paso ahora al libro de Camila Charry, cuyos poemas son parpadeos frágiles y a la par poderosos, a menudo nimbados de fábula, en que los animales, las hojas, el mar o la mañana son alegorías que nos permiten mirarnos (y mirar) con otros ojos y decir del mundo con otro alfabeto, su alfabeto, hasta descubrir una luz otra, otra constelación, que revierte nuestro centro a su decir primero.
Solo entonces se hace posible mirarnos desde nuestros propios ojos y nombrar con una palabra nueva, despojada, descalza (y tejo aquí con las propias palabras de la autora) a la tierra cuya lengua lamerá nuestro vientre y nos vaciará de memoria; esa voz áspera y lejana que nos parte; las rocas que nos crecen en el centro; la casa que se desploma a las seis y la madre que corta el tomate y la cebolla esperando una aparición.
Esa aparición, de la mano de Camila Charry Noriega, resulta ser la poesía, palabra que aletea y quiebra el triste sonido de la espera, memoria que honra lo poco del mundo que de verdad nos premia, sangre que traza rutas de regreso a la herida de la que nuestro cuerpo es cicatriz.
Solo basta con cerrar los ojos / para descubrir esa palabra / que adentro arde; esa voz que nos traspasa como va diciéndose la luz entre los árboles, soplo que nos ronda, apenas aroma de un asombro esencial.


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