Piedra y ojos
Dos aproximaciones, dos universos poéticos. Carlos Aldazábal y Camila Charry.
Gabriel Chávez Casazola
Hace pocos días me tocó presentar
en nuestro país los libros de dos autores sudamericanos que nos visitaron. Una,
la poeta colombiana Camila Charry, publicó su libro Otros ojos en Ecuador, en El Ángel Editor. Ambos somos compañeros
en la colección El Otro Ángel, de autores extranjeros, y ella me invitó a
escribir unas líneas en su contratapa.
El segundo, el poeta
argentino Carlos J. Aldázabal, acaba de ver editado en Bolivia, bajo el sello
Kipus, su libro Piedra al pecho,
originalmente aparecido en la editorial española Valparaíso. El lector, pues,
podrá encontrar este libro relativamente a mano.
Contra la liviandad imperdonable de esta edad frívola, encandilada
por lo fugaz y signada por el olvido, por un lenguaje que, a la par, renuncia a
la trascendencia y elude nombrar lo esencial, Aldazábal elige (¿erige?) la
piedra como signo de contradicción en su poesía.
Templada, austera, su
escritura pareciera tomar de ella, cuando está quieta, su disposición a la
permanencia; y cuando está en movimiento -piedra al pecho- la terrible economía
de lo certero.
Tendidos entre un bucolismo
árido y una urbanidad deshabitada, los poemas de Carlos Aldazábal son como las
arrugas de las piedras, como sus vetas, como sus manchas: el registro de lo que
nos modela y gasta. Eso permite el canto: / acomodar el viento a la memoria.
¿Desesperanza? Sí: una canción de amor / destinada a
una sombra. Pero también el reverso: la canción de las cenizas que volverá a sonar para acunarnos,
las plantas
agradeciendo lo que apacigua, una
mujer que hacía sonreír a los mendigos y la inminente resurrección del carnaval cuando es febrero.
Esas y muchas otras revelaciones aguardan al lector en
estos textos donde
alienta el tenue resplandor de lo perdido,
la elemental hoguera de unos huesos demasiado
parecidos a nosotros.
Paso
ahora al libro de Camila Charry, cuyos poemas son parpadeos frágiles y a la par
poderosos, a menudo nimbados de fábula, en que los animales, las hojas, el mar
o la mañana son alegorías que nos permiten mirarnos (y mirar) con otros ojos y
decir del mundo con otro alfabeto, su
alfabeto, hasta descubrir una luz
otra, otra constelación, que revierte nuestro centro a su decir primero.
Solo
entonces se hace posible mirarnos desde nuestros propios ojos y nombrar con una
palabra nueva, despojada, descalza (y tejo aquí con las propias palabras de la
autora) a la tierra cuya lengua lamerá nuestro vientre y nos vaciará de memoria;
esa voz áspera y lejana que nos parte; las rocas que nos crecen en el centro;
la casa que se desploma a las seis y la madre que corta el tomate y la cebolla
esperando una aparición.
Esa
aparición, de la mano de Camila Charry Noriega, resulta ser la poesía, palabra
que aletea y quiebra el triste sonido de
la espera, memoria que honra lo poco
del mundo que de verdad nos premia, sangre que traza rutas de regreso a la
herida de la que nuestro cuerpo es cicatriz.
Solo
basta con cerrar los ojos / para
descubrir esa palabra / que adentro arde; esa voz que nos traspasa como va
diciéndose la luz entre los árboles, soplo que nos ronda, apenas aroma de
un asombro esencial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario