jueves, 19 de junio de 2014

Reseña

Luminaria del regreso



Texto que el autor leyó durante la presentación del libro Jardín de Claroscuros (Editorial 3600) de Matilde Casazola, durante la Feria del Libro de Santa Cruz.


Gary Daher

Los poetas griegos cantaban sus poemas. La primitiva música de los griegos estaba siembre estrechamente vinculada con la poesía. No había otra poesía que la cantada. Sabemos que Arquíloco y Simónides eran poetas a la par que músicos; sus poemas eran cantados. La música sin canto fue un arte muy posterior. Las leyes de la melodía eran dictadas por la voz humana según afirma el musicólogo alemán Hermann Abert.
Claro que la melodía que utilizaban nos es desconocida, y también sabemos que el ritmo dominaba sobre la melodía. Tan grande es el sentido que el ritmo y la melodía tienen dentro de estos antiguos que Platón en sus diálogos copia las palabras de Gorgias cuando pregunta:“…si se quita de toda clase de poesía la melodía, el ritmo y la medida, ¿no quedan solamente palabras?”
Presentamos hoy un libro de Matilde Casazola que recoge los poemas que la poeta escribió entre 1983 y 1984. A la manera de un registro de sus heridas de alma, Casazola marca cada poema con la fecha en que fue escrito, como una bitácora que anotara los detalles del viaje que le toca vivir, que le sirviese de luminaria.
Pero Matilde lleva acaso el sentido de los antiguos griegos, pues es una poeta que canta. Y en este volumen canta a la luz del regreso, después de una larga estancia en Europa. La misma autora afirma que el poemario incluye cuatro letras de canciones.
Hoy presentamos este trabajo, pero los tiempos han corrido junto con su canto, y, a esta altura, no nos cabe duda que Matilde Casazola es para nuestro país, lo que Chabuca Granda para Perú o, si tomamos cómo llega a su gente, lo que Chavela Vargas para México, en la medida en que su voz, sus originales melodías, sus letras y sus ritmos nos tocan en tal profundidad que no sabemos sentir otra cosa que Bolivia en nuestros corazones.
Aquí merece la pena recordar precisamente la canción De regreso, escrita por vuelta de los 70 cuando Casazola estaba en la década de los 20 años, y escribe esa sentida canción tan entrañable: “Con qué hierbas me cautivas dulce tierra boliviana”.
En el poemario pone en evidencia su mirada sobre el mundo. Hay casi siempre un alguien a quien le habla con un discurso que parecería la continuación de un diálogo truncado. Lo hace para mostrar sus más profundos afectos, su manera de sentir las cosas.
“He vuelto sí, para encontrar algo que se me había perdido”, dice en el poema en prosa El retorno, que prácticamente abre el libro.
Y transitamos por los versos que nos va dejando la poeta como una autobiografía de su mundo interior, donde el corazón, nos advierte, se ha quedado atrapado en los versos escritos, que se van amontonando como una alcancía del pasado:

Búscalo entre los papeles amontonados
empolvados y amarillentos
donde las arañas y el olvido
hicieron su nido, pusieron sus huevos.

Cuando ella se siente pertenecer al mundo de los sueños donde habita:

Pues, cada vez más pertenezco a ese mundo
de interminables escaleras y laberintos
cada vez más miro con extraña indiferencia
lo que sucede a mi alrededor, aquí.

Su conexión con el mundo se realiza a través de reflexiones, que se transforman en diálogos con los espíritus del plano vegetal, que de alguna manera representa también a esos otros. Así, hablando con un árbol joven, intenta definir el amor:

Te confieso que a pesar de haber amado tanto
no sé lo que es el amor
Acaso sea un lago, un beatífico espejo
donde solemos mirarnos por esas tardes malvas

Entonces nos damos cuenta que el universo de Matilde Casazola se ha compuesto de elementos entrañables: la guitarra, el árbol, las flores, la memoria familiar, que representa el patio, la luna.

No olvides, no, esa guitarra vieja
amiga fiel de un día
ni ese árbol que en el fondo del huerto
te tendía sus brazos.
No olvides no, la luna antigua
medallón secreto
ni el patio
familiar, con sus ramajes
perfumados.

Y la angustia existencial de encontrarnos solos, mientras el tiempo nos devora inevitable, no en el sentido de envejecer del cuerpo, sino en los sentimientos, envejecer en eso que es la pasión, envejecer y morir lo ingenuo. ¿Cómo entonces podemos comprender que envejece lo que llamamos corazón?

Estamos solos, tan solos tan solos
que el corazón como ciervo indefenso
huye tratando de escapar a las garras
de la fiera implacable del tiempo.

Porque en el amor, nos dice, no hay entrega mutua, como podemos oír en el poema El bienamado:

Sí, uno es el que contempla y el otro el contemplado
uno es el que ama y el otro el bienamado.

Por eso se refugia en el sueño. Un sueño no solamente referido a aquel viaje que todos los días los hombres realizan cuando el cuerpo duerme, sino ese sueño de la imaginación que vuela con alas majestuosas a donde su voluntad lo lleve:

Los dos somos yo misma, Vía Láctea.
Mi cuerpo, manso, me lleva en las noches a tus reinos
tanteando en la oscuridad, por entre las dalias dormidas.
Entonces te encuentro allá arriba y en tus blancos caminos
me pierdo.

Y cuando se acerca al mundo del afuera, ese mundo está hecho de dolor. Como cuando hirieron al narrador y poeta René Bascopé, heridas que finalmente lo llevaron a la muerte. Pero el encuentro, observe el lector, siempre ocurre en el espacio del sueño, que es el espacio de Matilde.

No sé de qué lugar del sueño te ha venido mi nombre
no sé de qué lugar del recuerdo,
oxidado y perdido
en medio de tanta sangre vaciada y recogida
de tanta herida abierta y suturada
de tanta aguja hipotérmica clavada.

Mientras que el amor que viene también del afuera, si llega, llega tarde.

Has llegado tarde,
muy tarde; la leña
se encendió hace tiempo:
las brasas ya casi
están consumidas.

Porque finalmente todo ese espacio ha quedado en el pasado, y no son más que muñecos, objetos sin vida, que viven solamente para la memoria:

Ah, los muñecos
tienen extraña vida
aun despanzurrados
con la lana derramándoseles por una herida,
aun olvidados
al fondo de un cajón, ellos palpitan.

Pero los grandes versos que Matilde Casazola deja escapar se pueden concentrar en este libro que nos presenta en un dístico tremendo. En uno que, además, dice de la manera en que esta poeta ingresa y permanece en el mundo, que no es otra que la manera de lo sagrado.

            Al entrar en tu templo
            era yo entera una oración.

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