Las sombras errantes
Continuando con sus reflexiones sobre poesía y filosofía, el autor se ocupa ahora de la extraña animadversión de Platón por la errancia de los vates, Homero incluido.
Juan Cristóbal Mac Lean E.
¿Cómo así se le da a Platón por vilipendiar y anatemizar nada menos que
a Homero? De pronto Homero es un bueno para nada, no es más que un charlatán.
No tiene idea real de ninguna de las acciones que narra, ni jamás ejerció
ninguna actividad significativa en la ciudad o sus leyes, tampoco dejó escuela
en nada ni educó a nadie. No fue más que un inestable, errante aeda.
En el Libro X de La República[1],
en efecto, se lo tacha entre otras cosas de ser un creador de fantasmas, un
hacedor de simulacros. Nada de lo que dice es verdadero y, entregado a la
mímesis, se dedica a la imitación de las apariencias, descuida lo real o, peor
aún, la forma o idea verdadera.
Que una cama, por ejemplo, existirá bajo tres modalidades: la forma
ideal, la copia-objeto, y su imitación, el fantasma o simulacro. Ya la cama que
hace el carpintero es apenas una sombra de la forma o idea de cama, de la
esencia verdadera y única de cama.
Y cuando el pintor copia o imita, desde su propio y contingente punto
de vista, esa cama del carpintero, que ya es una copia ella misma, la suya se
aleja tanto más de la verdadera cama y por tanto de la verdad misma. En la cama
del pintor, en efecto, “la pintura sombreada, la prestidigitación y otras
muchas invenciones por el estilo son aplicadas y ponen por obra todos los
recursos de la magia”. De tal manera, el pintor, y para lo que vale el caso ya,
el poeta “no hace lo real, sino algo que se le parece, pero no es real”. Y como
“el imitador no sabe nada que valga la pena acerca de las cosas que imita, la
imitación no es cosa seria, sino una niñería”.
Y así va lanzando, tajantes y despiadados, sus dardos el filósofo. A la
poesía la “escucharemos convencidos de que tal poesía no debe ser tomada en
serio, por no ser ella misma cosa seria ni atenida a la verdad; antes bien, el
que la escuche ha de guardarse temiendo por su propia república interior”.
Es que la imitación, así descrita, no vale, por cierto, solamente para
cosas u objetos, pues también se da falseando hasta dioses y héroes. Es
inadmisible la sarta de embustes que el propio Homero, y los poetas trágicos,
divulgan sobre el comportamiento de míticos héroes y personajes divinos,
corrompiendo así el alma, agitando las pasiones.
En el Libro III-I de La República,
se da un momento, verdaderamente divertido, en que Sócrates y sus amigos cogen
las tijeras y se ponen a recortar frases y expresiones de Homero, en líneas que
podríamos considerar como el primer manual conocido de censura (¡Platón censor
de Homero!).
Es que, ¡faltaba más! “no hay que hacer caso a Homero ni a ningún otro
poeta cuando cometen tan necios errores con respecto a los dioses como decir,
por ejemplo, que…” La adusta enumeración y denunciación de simulacros que han
de tacharse no da tregua: “que ningún poeta nos hable de que
los dioses, que toman tan varias figuras,
las ciudades recorren a veces en forma de errantes
peregrinos”
¡Mezclar a los dioses con los otros errantes peregrinos, los aedas! Eso
es algo vil. Luego, entre los fragmentos o versos contra los que arremete la
censura, encontramos, sola, esta frase que debe borrarse: “...conservar la
razón, rodeado de sombras errantes”.
Paradójicamente, ¿acaso no suena esa frase al programa mismo del
filósofo que es, justamente, el de conservar la razón filosófica, el logos,
frente al mundo de apariencias y simulacros, de errantes sombras de la poesía?
Por otra parte, tenemos hasta aquí a tres errantes: los dioses, los
aedas y las sombras, haciendo la salvedad, claro, de que la presencia de los
primeros en ese mismo grupo es fuertemente censurada por Platón, para quien la
errancia será impropia del ciudadano-y de la filosofía.
Mucho más lo será de la divinidad “que no engaña a los demás en vigilia
ni en sueños con apariciones, palabras o envíos de signos”. ¿Pero no era eso,
justamente, lo que creíamos que hacían los dioses? Aparecer, señalar,
anunciarse, esconderse, mandar signos…
Sólo es que los poetas, confundidos por Eros, creen y predican eso,
opacando la simpleza y rectitud divinas…
Sin embargo, la insistencia con que a todo esto aparece la figura de la
errancia, inevitablemente nos hace pensar en otra errancia, la errancia de la
palabra misma, la errancia de la palabra poética y, no tengamos miedo de
decirlo, la errancia del logos, que sin el mito, sin la poesía, tampoco
encontrará puerto -por más que su cometido y su práctica sean el de hallarlo.
¿O se encontrarán entre sí y en algún punto esos errantes -las sombras[2]
incluidas?
Lo extraño del caso que examinamos, es que el mismo Platón, que tan
virulentamente echa a los poetas de su ciudad de palabras, más de una vez,
antes y después, incurrió en elogios, encubiertos o asombrados, por la
situación del poeta y su cercanía con los dioses: “los poetas dicen lo que
dicen no gracias a su propio saber, sino por estar poseídos por los dioses, y desde el momento en que toman el tono de la armonía y el
ritmo, entran en furor, y se ven arrastrados por un entusiasmo, igual a las
bacantes que crean miel y leche
de los ríos” (Ion 534ª)[3].
Ese estar poseído, ese rapto, esa manía,
ese estar tomado por el entusiasmo, es también lo que posteriormente llamaremos
delirio. Y del poeta, dice María Zambrano: “Quiere delirar, porque en el
delirio alcanza vida y lucidez. En el delirio nada suyo tiene ningún secreto.
Se consume ardiendo como la llama y dice y canta. Vive prendido a la palabra,
es su esclavo”.
Y por mucho que así fuera, que fuera la palabra su mayor amo y prenda
¿no es otra vez lo propio del poseído, del delirante, el “no saber lo que
dice”? ¿Cómo justamente quien tiene en la palabra su gran morada, quien
supuestamente más la conoce, en todos sus dobleces y silencios, consonancias y
metáforas, de quien se dice que la domina, cómo es que puede ser precisamente
éste el que hable sin-saber-lo que dice?
Ya nos habíamos preguntado al principio: ¿qué comprende el poeta y cómo
hemos de comprenderlo a él? Si sabe muy bien el filósofo lo que dice y no
parece el poeta saberlo del todo, ¿porqué, en un movimiento opuesto, a saber
desde el romanticismo alemán y del cual todos somos herederos, hasta ahora
mismo, se pensó ya también prácticamente lo opuesto?
Es famoso el dictum de
Holderlin en Hiperión: “el hombre es un rey cuando sueña y un mendigo cuando
piensa”. Esa es una de las sentencias que abre la puerta a una nueva
consideración de la poesía, que esta vez es la más sabia, más comprensiva, por
muy cifrado que pueda parecer en un primer momento su lenguaje. Su comprensión
salta por sobre el concepto, salta sobre la convención de lo comprensible y se
abre a otros modos de significancia que son de otra índole que la filosófica y
en la que todo el ser participa. ¿Es posible, en estas circunstancias, muy
otras, sostener la razón entre y con las sombras errantes? ¿Cómo así?...
[1] Aquí usamos la versión en línea de La
República traducida por Manuel Fernández-Galiano
[2] El primer tomo del Último reino de Pascal Quignard se
llama, precisamente, Las sombras errantes.
No hay en todo el libro, sin embargo, ninguna referencia explícita a estas sombras errantes, encontradas en
La República, aunque sin duda son las mismas. Hay un capítulo, llamado La sombra, en el cual podemos encontrar
estas frases: “Hay en leer una espera que no busca ser colmada. Leer es errar.
La lectura es la errancia.”(Les ombres
errantes, Grasset 2002)
[3]
Edición electrónica de www.philosophia.cl
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