El derecho a la pereza
Recuperación de una revolucionaria y epicúrea teoría: mientras menos trabajo y más ocio, más tiempo para el arte y el disfrute de los placeres espirituales.
Virginia
Ayllón
Leyendo
por primera vez El derecho a la pereza
de Paul Lafargue (1880), la imagen que se me dibujó fue la de un joven -con
rasgos caribeños a pesar de su afrancesado rostro-, atisbando una conversación
entre Marx y Engels, y negando con la cabeza cada una de las aseveraciones de
los padres del marxismo.
Negaba
Lafargue la entronización del trabajo en la teoría marxista, la que a la par de
criticar la alienación del trabajo por el capital, lo exaltaba como fuente de
liberación.
Este
joven de origen cubano, escribió este interesante ensayo luego de una azarosa
vida política que lo llevo desde al anarquismo hasta el más recalcitrante
marxismo, organizando avanzadas marxistas en plena Guerra Civil española, “contra
la influencia anarquista”.
El
ensayo está dividido en cuatro capítulos y un apéndice. El primero, denominado
“Un dogma desastroso”, explora los orígenes de la glorificación del trabajo,
denunciando el olvido de la iglesia católica de los preceptos bíblicos del
“sexto día de descanso” y otros.
El
segundo y tercer capítulo, titulados “Bendiciones del trabajo” y “Lo que sigue
al exceso de producción”, respectivamente, abundan en ejemplos de la desgracia
del encomio del trabajo en la vida y la ideología de los trabajadores, quienes,
según el autor, han “aprendido” de la burguesía el amor por el trabajo mediante
el amor por el dinero.
Y,
en el último capítulo “A nuevo aire, nueva canción”, expone la necesidad de
recuperar el ocio para la humanidad, de sobreponer los “derechos a la pereza,
mil y mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos derechos del hombre”.
Con
un estilo asentado en la polémica y la ironía, este texto es un ensayo con
todas las de la ley; proficuo en notas de pie, cita a filósofos, escritores y
pensadores de la época, revelando, a la vez, un buen lector. La selección de
sus fuentes descubre sus preferencias y no es raro, claro, que tome las obras
de Cervantes, Quevedo y Rabelais como venero de sus ideas.
“Seamos
perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos” es el
epígrafe que eligió Lafargue para su primer capítulo, verso del poeta y pintor
alemán Gotthold Ephraim Lessing.
Tres
horas de trabajo son suficientes, asegura el autor, yerno de Marx, y se
despliega en ejemplos de sociedades pasadas -desde Grecia hasta cierta sociedad
indígena de Brasil- que habrían florecido por su rechazo a poner al trabajo
como centro de organización de la sociedad y, por el contrario, asentar en su
médula el ocio y la creación artística.
Hannah
Arendt, en su imponente La condición
humana (1958), parece dar la razón a Lafargue al indicar que el único género
de objetos que se libra del valor de uso es el objeto de arte: “las obras de
arte son las más intensamente mundanas de todas las cosas tangibles; su
carácter duradero queda casi inalterado por los corrosivos efectos de los
procesos naturales, puesto que no están sujetas al uso por las creaturas
vivientes”.
Pero
son otros alemanes los que relativizan, hasta el extremo, la noción de ocio
como derecho. Me refiero a los filósofos de la Escuela de Frankfurt,
especialmente al texto Dialéctica de la
Ilustración (1947) de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, en el que, a
través del análisis de la cultura de masas, evidencian que el mito del “tiempo
libre” forma parte del catálogo del capital y del Estado por supeditar a la
población. Para ello, dicen los autores, se crean la “industrias culturales” o
válvulas de escape del malestar,
concepto que aúna los de cultura de masas, tiempo libre y consumismo.
En
esa misma línea, Herbert Marcuse, en su Eros
o la civilización (1955), considera que la sensualidad y el goce modernos,
funcionan como un muro contra todo tipo de protestas. Los deportes y las
diversiones populares, serían, para el ícono de las protestas estudiantiles de
los años 60 del siglo XX, entre otros, rompeolas de la dignidad humana.
Así
puestas las cosas, el texto de Lafargue, más que un programa, se ha convertido
en base de una utopía, de la así llamada Sociedad del Ocio, o de quienes, como
yo, soñamos en que el tiempo libre sea algo más que un espacio para olvidarse
del trabajo, que siempre amenaza con retornar… y pronto.
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