jueves, 19 de junio de 2014

ALTIplaneando

El analfabeto y las mediaciones sociales


¿Qué somos las personas sino un interfaz, una parte más del proceso, en este mundo saturado de metalenguajes y cada vez más despersonalizadas formas de interacción y comunicación?



Edwin Guzmán Ortiz

Condición asumida en la sociedad actual constituye la capacidad de enfrentar y familiarizarse con la mayor cantidad posible de lenguajes: la escritura, la imagen, el lenguaje digital más su variopinta panoplia.
En suma, la incorporación de tecnologías que hacen posible la captación de contenidos transmisibles y que por su propia naturaleza van provocando, además de culturas de recepción y competencia propias, una evidente modificación en la identidad significante del hombre actual.
La lucha contra la denominada “ignorancia” se manifiesta a través de cruzadas intensivas de alfabetización focalizadas en esos nódulos distanciados a la reificación simbólica, en esas comarcas desdeñosas de los códigos al uso, en esa minoría ciudadana que siente atravesar con indiferencia el paso pretoriano de una civilización que ha instaurado un orden simbólico omnívoro, una nueva manera de habérselas con el mundo y su densa trama de significados.
Mas, el analfabetismo, y particularmente el analfabeto constituyen una realidad capaz de recordarnos ciertas capacidades perdidas que la pulsión de modernización tecnológica ha terminado minusvalorando. Ese analfabeto, objeto de tantas cruzadas y a quién el asistencialismo cae cual hada madrina, para salvarlo de ese “pathos” que le impide apearse al carro de la civilización. 
Por supuesto que el analfabeto es una especie en extinción, una condición que va siendo superada y que ha padecido una marginalidad indeseable. Tampoco el analfabeto es una realidad químicamente pura, sobre todo en tiempos ubicuidad mediática.
Pero no por ello es lícito enterrarlo con todos los estigmas imaginables. El -o ella- se mueve en una realidad que poco ha llamado la atención de la mayoría. Otra mirada puede revelarnos que es depositario de algunas cualidades que vale la pena recordar. 
El analfabeto está obligado a aguzar sus poderes perceptivos para sobrevivir en un mundo cruzado transversalmente por la inflación simbólica. En una sociedad que ha delegado el almacenamiento de la información a las diferentes tecnologías de registro y almacenamiento de datos, la memoria humana se constituye en artilugio de tiro corto. Se confía en la agenda, la compu, el celular, en suma: escritura, imágenes y chips son los recursos que aglutinan la información fundamental, constituyendo este tiempo la memoria civilizatoria.  
Hoy se memoriza más que los datos, los medios que los acogen y así se confía su permanencia y uso a las diferentes tecnologías de almacenaje. A partir de ello, nace el culto al depósito: libros, CD, laptops…terminan evidenciando nuestra identidad protética, esa dependencia aguda de las extensiones artificiales de nuestra memoria.  
En cambio, la percepción del mundo en el analfabeto es directa, accede y construye su conocimiento al margen de formas artificiales de registro. La vista, el oído mantienen un comercio espontáneo -y esforzado- con personas y sucesos. Su percepción discurre por un mundo vivo, su legibilidad es otra y en ella caben los sentidos con peso gravitante, se ve lo que se ve, se huele lo que se huele, y a menudo se tocan las cosas y los seres para mejor conocerlos. También para conocerlos y trascenderlos.
No son el libro, ni la pantalla -esos grandes mediadores históricos y doctrinales- quienes prioritariamente le proporcionan los contenidos y contornos de la realidad, no mira ni comprende el mundo a través de la ventana gutembergiana, ni privilegia sólo la percepción visual-abstracta, en su caso, más bien todos los sentidos se confluyen para asir esa complejidad perceptiva que nos rodea, para recuperar el mundo en su multidimensional certidumbre.
Su memoria, a escala humana, alberga lo necesario y posible. Dotada de una sinergia propia construye el mundo con los medios que le proporciona su propia tensión corporal. Esta, se ve compelida a priorizar lo más importante y a desarrollar una trama que la une inextricablemente a la existencia inmediata, sin dejar de conectarla a esa memoria larga que, a su vez, la torna parte de una colectividad y una cultura.
Su verdad, tangencial a la escena tecnológica, discurre sobre todo por el circuito de la oralidad, donde se funde y comulga con otras voces semejantes. Ahí se instauran espacios de confianza y sincronía. Esos imperceptibles circuitos subyacentes que han forjado otra conciencia de país e identidad, de otra palabra que permanece vigente y prefigura otra visión de mundo.
Y aunque la escritura bíblica, memoriales y programas de alfabetización exhude el orden oficial, una memoria sigilosa aún camina entre polvorientas comarcas e inaccesibles poblados a los que el Estado, la Iglesia ni el furor de los medios todavía no terminan de llegar.      
En la otra orilla, la tecnología -campante y rampante - viene provocando en la mayor parte de la humanidad una merma del poder de los sentidos. Estos, ya no poseen la sutileza y la fuerza que tuvieron cuando, hasta la edad moderna, constituían el órganos clave de nuestra sobrevivencia, de ahí es que confrontemos una evidente baja de nuestra capacidad sensorial, una paulatina atrofia de los poderes perceptivos de nuestro cuerpo.
Junto a la ubicua proliferación de las mediaciones sociales capitaneada por los massmedia y la realidad virtual, penetra una lógica industrial de simulación y suplimiento. Saborizantes, conservantes invaden la industria alimenticia, el chat y el WhatsApp desplazan la calidez del diálogo, la vida pública es colonizada por los medios electrónicos comerciales, la realidad suplantada por la simulación de imaginarios importados, el cotidiano invadido por mentirosas verdades de laboratorio, el amor mediatizado por profilácticos electrónicamente testeados y, nosotros, fatalmente reducidos a la condición de interfaz intermitente de una red espectral y anónima.  
Tampoco las observaciones de la ciencia constituyen la más absoluta garantía de certidumbre y verdad, el “fantasma epistemológico” no sólo ha merecido la crítica de sesudos expertos como Bateson en cuanto campo de alta especulación, sino, en tiempos de incertidumbre, de teorías del caos y paradigmas cuánticos se torna aún más crí(p)tico.
Los modos de conocimiento y aprehensión de lo real, aun con máquinas y artefactos, no sé si son más felices que lo que vive quién no dispone de tecnologías y lenguajes tan sofisticados para explicar el mundo.  
En medio de esa proverbial barahúnda, continúa el analfabeto, como objeto de salvación a cargo de salvadores, a su modo, también analfabetos, respecto al lenguaje de esa realidad monda y lironda, cuya transparencia nos asusta.


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