El analfabeto y las mediaciones sociales
¿Qué somos las personas sino un interfaz, una parte más del proceso, en este mundo saturado de metalenguajes y cada vez más despersonalizadas formas de interacción y comunicación?
Edwin Guzmán Ortiz
Condición asumida en la
sociedad actual constituye la capacidad de enfrentar y familiarizarse con la
mayor cantidad posible de lenguajes: la escritura, la imagen, el lenguaje
digital más su variopinta panoplia.
En suma, la incorporación
de tecnologías que hacen posible la captación de contenidos transmisibles y que
por su propia naturaleza van provocando, además de culturas de recepción y
competencia propias, una evidente modificación en la identidad significante del
hombre actual.
La lucha contra la denominada
“ignorancia” se manifiesta a través de cruzadas intensivas de alfabetización
focalizadas en esos nódulos distanciados a la reificación simbólica, en esas
comarcas desdeñosas de los códigos al uso, en esa minoría ciudadana que siente
atravesar con indiferencia el paso pretoriano de una civilización que ha
instaurado un orden simbólico omnívoro, una nueva manera de habérselas con el
mundo y su densa trama de significados.
Mas, el analfabetismo, y
particularmente el analfabeto constituyen una realidad capaz de recordarnos
ciertas capacidades perdidas que la pulsión de modernización tecnológica ha
terminado minusvalorando. Ese analfabeto, objeto de tantas cruzadas y a quién
el asistencialismo cae cual hada madrina, para salvarlo de ese “pathos” que le
impide apearse al carro de la civilización.
Por supuesto que el
analfabeto es una especie en extinción, una condición que va siendo superada y
que ha padecido una marginalidad indeseable. Tampoco el analfabeto es una
realidad químicamente pura, sobre todo en tiempos ubicuidad mediática.
Pero no por ello es
lícito enterrarlo con todos los estigmas imaginables. El -o ella- se mueve en
una realidad que poco ha llamado la atención de la mayoría. Otra mirada puede
revelarnos que es depositario de algunas cualidades que vale la pena recordar.
El analfabeto está
obligado a aguzar sus poderes perceptivos para sobrevivir en un mundo cruzado
transversalmente por la inflación simbólica. En una sociedad que ha delegado el
almacenamiento de la información a las diferentes tecnologías de registro y
almacenamiento de datos, la memoria humana se constituye en artilugio de tiro
corto. Se confía en la agenda, la compu, el celular, en suma: escritura,
imágenes y chips son los recursos que aglutinan la información fundamental, constituyendo
este tiempo la memoria civilizatoria.
Hoy se memoriza más que
los datos, los medios que los acogen y así se confía su permanencia y uso a las
diferentes tecnologías de almacenaje. A partir de ello, nace el culto al depósito:
libros, CD, laptops…terminan evidenciando nuestra identidad protética, esa
dependencia aguda de las extensiones artificiales de nuestra memoria.
En cambio, la percepción
del mundo en el analfabeto es directa, accede y construye su conocimiento al
margen de formas artificiales de registro. La vista, el oído mantienen un comercio
espontáneo -y esforzado- con personas y sucesos. Su percepción discurre por un
mundo vivo, su legibilidad es otra y en ella caben los sentidos con peso
gravitante, se ve lo que se ve, se huele lo que se huele, y a menudo se tocan
las cosas y los seres para mejor conocerlos. También para conocerlos y
trascenderlos.
No son el libro, ni la
pantalla -esos grandes mediadores históricos y doctrinales- quienes prioritariamente
le proporcionan los contenidos y contornos de la realidad, no mira ni comprende
el mundo a través de la ventana gutembergiana, ni privilegia sólo la percepción
visual-abstracta, en su caso, más bien todos los sentidos se confluyen para
asir esa complejidad perceptiva que nos rodea, para recuperar el mundo en su
multidimensional certidumbre.
Su memoria, a escala
humana, alberga lo necesario y posible. Dotada de una sinergia propia construye
el mundo con los medios que le proporciona su propia tensión corporal. Esta, se
ve compelida a priorizar lo más importante y a desarrollar una trama que la une
inextricablemente a la existencia inmediata, sin dejar de conectarla a esa
memoria larga que, a su vez, la torna parte de una colectividad y una cultura.
Su verdad, tangencial a
la escena tecnológica, discurre sobre todo por el circuito de la oralidad,
donde se funde y comulga con otras voces semejantes. Ahí se instauran espacios
de confianza y sincronía. Esos imperceptibles circuitos subyacentes que han
forjado otra conciencia de país e identidad, de otra palabra que permanece
vigente y prefigura otra visión de mundo.
Y aunque la escritura
bíblica, memoriales y programas de alfabetización exhude el orden oficial, una
memoria sigilosa aún camina entre polvorientas comarcas e inaccesibles poblados
a los que el Estado, la Iglesia ni el furor de los medios todavía no terminan
de llegar.
En la otra orilla, la
tecnología -campante y rampante - viene provocando en la mayor parte de la
humanidad una merma del poder de los sentidos. Estos, ya no poseen la sutileza
y la fuerza que tuvieron cuando, hasta la edad moderna, constituían el órganos clave
de nuestra sobrevivencia, de ahí es que confrontemos una evidente baja de
nuestra capacidad sensorial, una paulatina atrofia de los poderes perceptivos
de nuestro cuerpo.
Junto a la ubicua
proliferación de las mediaciones sociales capitaneada por los massmedia y la
realidad virtual, penetra una lógica industrial de simulación y suplimiento. Saborizantes,
conservantes invaden la industria alimenticia, el chat y el WhatsApp desplazan
la calidez del diálogo, la vida pública es colonizada por los medios
electrónicos comerciales, la realidad suplantada por la simulación de
imaginarios importados, el cotidiano invadido por mentirosas verdades de
laboratorio, el amor mediatizado por profilácticos electrónicamente testeados
y, nosotros, fatalmente reducidos a la condición de interfaz intermitente de
una red espectral y anónima.
Tampoco las observaciones
de la ciencia constituyen la más absoluta garantía de certidumbre y verdad, el
“fantasma epistemológico” no sólo ha merecido la crítica de sesudos expertos
como Bateson en cuanto campo de alta especulación, sino, en tiempos de
incertidumbre, de teorías del caos y paradigmas cuánticos se torna aún más
crí(p)tico.
Los modos de conocimiento
y aprehensión de lo real, aun con máquinas y artefactos, no sé si son más
felices que lo que vive quién no dispone de tecnologías y lenguajes tan
sofisticados para explicar el mundo.
En medio de esa
proverbial barahúnda, continúa el analfabeto, como objeto de salvación a cargo
de salvadores, a su modo, también analfabetos, respecto al lenguaje de esa realidad
monda y lironda, cuya transparencia nos asusta.
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