jueves, 19 de junio de 2014

Parhelio

Illimani real


Sobre la obsesión-recurrencia de Arturo Borda –pintor y escritor- con la emblemática montaña paceña.


Paleta en la que Arturo Borda pintó un Illimani. (Cortesía: Familia Alarcón)

Rodolfo Ortiz

En otro texto había sugerido que en el incipit de El Loco la nota acerca de cierta forma tipográfica “inalterable” resulta primordial para la comprensión de tres inscripciones que dan cuenta de la aestesis que sostiene su escritura. Voy a referirme en este texto a la tercera de estas inscripciones, y que tiene que ver, si vale la expresión, con una tipografía “cromática” del Illimani como rasgo “inherente al fondo mismo”.
Los historiadores del arte en Bolivia han reconocido la importancia de la obsesión estética de Arturo Borda por la “legendaria” montaña andina de La Paz. No voy a intervenir en su vasto recorrido, pero sí quisiera proponer una lectura, al cabo diferida, de aquel lugar común que ha visto y comprendido en este trabajo un esfuerzo por plasmar una “cosmovisión andina […] sintetizada en sus varios Illimanis” (Roa dixit).
Es innegable que la presencia de esta montaña en los cuadros de Borda es, además de innumerable, multifocal. Sus buscadores han catalogado más de una docena de cuadros de Illimanis y, sin exagerar, tal perspectivismo abarca Illimanis pintados desde Llojeta, desde las Ánimas, desde el Altiplano, desde el centro de La Paz, desde el amanecer, desde más allá del amanecer, desde la casa de su hermano en Sopocachi, desde más allá de la casa de su hermano en Sopocachi, todos y otros tantos, sin duda, aunados en la frase de Saenz de Vidas y muertes cuando escribió que “[E]ste hombre extraordinario vivió y murió pintando el Illimani”.
Me pregunto, sin embargo, si esta insistencia no trae consigo la idea de una operación de ocultación; la idea de que estos cuadros actúan menos en el campo de la representación que en el de una trompe-l’oeil. Borda hizo aparecer Illimanis en planos de toda índole, pero también bajo formas no del todo protagónicas o de “peso visual”, que son las que en todo caso me interesaría resaltar aquí. Personalmente me atraen más aquellos Illimanis “menores”, como toda su literatura, que aparecen en la lejanía de un “fondo inherente” y que suelen en muchos casos pasar incólumes y desatendidos por la vista del espectador.
Vemos, por ejemplo, fondos significativos de Illimanis en “Kantutas” (1928) -que sugiero no confundir con “El Illimani y la kantuta” (1943) donde una mano memorable le brinda-, o también en “La sombra del pintor” (s/f), en “El Demoledor” (1945), en “Crítica de los ismos y triunfo del arte clásico” (1948) o en el no menos importante “El pensador” (s/f), donde Borda alegoriza la aparición de la desaparición misteriosa del Loco. Quiero decir, cuando el pintor representa problemas estéticos articulados al proceso composicional de sus obras, la presencia del Illimani resurge desde una inherencia que opera como un límite real que soporta todas las fantasmagorías de su arte, que es a lo que me refiero al mencionar la idea de una operación de ocultación que engaña y acaso defrauda a los ojos.
Pero este recurso adquiere una dimensión crítica fundamental cuando el Illimani es transportado a la paleta misma del pintor, quiero decir, al soporte desde el cual el mundo para un artista del color y de la línea adquiere un sentido.
Esta paleta con Illimani es un obsequio del pintor a sus sobrinos Luis y Carmen Alarcón Borda tres años antes de morir. Un innegable testamento artístico que cifra el sentido de una búsqueda a través de una imagen que ocupa el centro del soporte, que es una paleta mediante la cual el pintor crea su mundo. Una paleta como cuadro es el reverso de la imagen de una escritura que escribe acerca de escribir. Y en este gesto, que soporta también la imagen del fracaso como fundamento de la búsqueda, se hace posible el momento milagroso del descubrimiento de una estética que pone en evidencia el procedimiento de cómo ha sido creada y de cómo se la piensa.
Los manchones rojos, ocres, azules, amarillos y su espesura en la orgía de color que parece provenir del contorno níveo de la paleta, rodean al Illimani a través de un fondo que pone en evidencia su artificio, la cara real e irreversible de su hechura que tres diminutos habitantes también la sostienen. Pero también la inaccesibilidad hacia lo visible que se representa en ese instante de vacío desde el cual el Illimani se inscribe como leyenda de ese fondo, llega a configurar un sentido único y repetible, quiero decir, “una forma inherente al fondo mismo” donde cada color ha trabajado ya en constelación. Al germinar la montaña en el corazón de su paleta, el pintor sabe que miramos lo que se supone debería ser el Illimani, pero que más allá de tal suposición, sabe también que del mundo no vemos más que manchas cromáticas fragmentarias trabajando en pos de tal sentido. En la escritura de El Loco el mecanismo replica este procedimiento. La materia en sí misma es nada, desierto indiferenciado, pero ese real es el presupuesto inherente para el nacimiento de un nombre, al cual adviene la cosa para llegar a la rareza de ser. Desde ese desierto quisiera leer estas palabras (sobre todo la última) que el narrador sofoca al presentársele de súbito la montaña, líneas después de contar que había repetido un millar de veces, sin motivo, sin querer, sin pensar, el fragmento “…as Luz De Luna, la víspera…”: “Una especie de modorra comienza a marearme. De pronto ¡qué cosa más rara! Veo el Illimani…”. (31)
¿Qué rareza de ser habrá en los ojos de esa parejita en tres que contempla la montaña tricumbre? ¿Qué sucedería si debajo de esta paleta pondríamos, siguiendo a Magritte, la frase “Esto no es un Illimani”? ¿O si lo duplicásemos colocando la paleta debajo del Illimani real? Sucedería justamente aquello que ya sucede al poner el Illimani al centro y al fondo de una paleta: una evidencia que nos suspende, una rareza que se nombra, una montaña abigarrada de leyendas.


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