jueves, 12 de junio de 2014

El chicuelo dice

Aventuras del pequeño niño blasfemo

Un relato inédito del escritor paceño Wilmer Urrelo


Wilmer Urrelo

[Primera comunión]
Las cosas, por aquellos años, eran así: un buen día nos dijeron ya llegó la hora de hacer su primera comunión, chiquillos. Entonces asistimos a las clases preparatorias a cargo de un cura (sospechabas, pequeño niño blasfemo) con inclinaciones algo alternativas que prefieres resumir en la siguiente frase: “mamá, tengo que contarte algo terrible que pasó en mi infancia”.
Amor. Dios. Pecados. Todo eso para recibir, una tarde, la absolución temporal.
Tú no creías, pequeño niño blasfemo, en nada de eso. Cierto, yo creía en algo mucho más superior: en la tele nueva que mi papá había comprado y que (comenzaban los años 80) ¡era a colores! Y creías en algo mucho superior todavía, en Superman, la película, en la primera parte que iban a pasar por el canal estatal y completamente gratis.
Entonces el pequeño niño blasfemo tenía un gran problema: o Dios o Superman. O Dios y sus barbas y su ira contra la humanidad o Superman y el detallazo ése de poder utilizar los calzoncillos sobre el pantalón.
Obvio: Superman.
Al pequeño niño blasfemo le daba, además, mucha flojera escuchar a los curas (agrega a eso que tenía miedo a quedarme a solas con el cura rarito, tenía miedo, en suma, a que la siguiente frase se hiciera realidad cuando tuviera 40 años: “mamá, tengo que contarte algo terrible que pasó en mi infancia”). Y el pequeño niño blasfemo hacía cálculos. Ponte que si recibía a Dios a las tres de la tarde y la película en cuestión comenzaba a las cinco, seguro alcanzaba a verla. Así que te aplicaste como nunca en las clases, no vaya a ser que algo se arruinara por mi ignorancia católica.
Ah, ¿ese era Jesús? Ah, ¿lo clavaron a una cruz? Ah, ¿se murió y luego revivió como si nada? Ah, el cura me mira con unos ojos...
Sabías unir las manos, pequeño niño blasfemo, bajar los párpados con devoción, rezar sin equivocarme, abrir la boca para recibir la hostia. Eso sí: no había que morder la galletita porque, según el cura y los años 80, eso era como comerse a Dios.
Sin embargo, por si acaso el pequeño niño blasfemo abría los ojos cuando hacían la mímica de recibir la hostia. ¡Hostias! No vaya a ser que el cura se ponga sentimental, digo, cariñoso, y luego, muchos años después: “mamá, tengo que contarte algo terrible que pasó en mi infancia”.
Y cuando pensabas en que la hostia se derretiría en tu pequeña y cálida boca, la cual ya decía groserías inimaginables, pensabas: qué débil es Dios que se desintegra frente a un niño así de pequeño. Mientras que Superman era casi indestructible. Así que esperabas el día, el grandísimo (día).
Aquí estás, mírate en estas fotos: tu mamá obligándote a usar un terno, ah, cierto, y la corbata y tu cara de odio a esas vestimentas… por eso nunca más en mi vida me puse una ropa similar, antes muerto. Así que llegó el día. Hubo una misa, luego cada quien a comentar sus pecados.
Recuerdas: fue en un curso, quizá en uno de los de secundaria donde dijiste la verdad, donde mostraste tu verdadero rostro, pequeño niño blasfemo. Las horas no avanzaban, nada, como siempre las cosas en este país habían comenzado un siglo tarde y con eso tenías apenas una hora y cacho para hacer la primera comunión, salir del curso, recibir las felicitaciones del caso (un día antes me regalaron una navaja a resorte, arma que llevaba a todas partes en el bolsillo trasero mi pantalón) y también posar para las fotografías (mírate en ésta: muestras al anónimo fotógrafo el dedo del medio sin que nadie se diera cuenta, ¡ay, pequeño niño blasfemo!).
Si las cosas continuaban de esa forma, no podrías ver Superman y cuando te tocó entrar al curso de secundaria dijiste he pecado. Entonces contaste una sarta de verdades, robos, alucinaciones, insultos a tus padres y hermanos, la vez que invocaste al Diablo mediante el Libro de San Cipriano.
El cura que te tocó en suerte reflexionó algo espantado y dijo cinco padres nuestros y tres ave marías. Y ojalá no acabes ahí abajo, hijo. Eso significaba media hora más de retraso y casi otros 30 minutos para llegar a tu casa, imposible, eso iba en contra de mi plan para poder ver la mentada película.
Así que el pequeño niño blasfemo decidió no rezar. Total, qué más da. Hiciste como que cumplías la sentencia del cura y sólo repetiste en tu mente: salir de acá, esperar el micro, subir, transitar las calles paceñas, llegar a la esquina, bajar, correr a casa, entrar, encender la tele y tirarse en la cama para ver la película.
Eso. Un plan. ¿Un plan? Un plan que fue desmoronándose cuando saliste del curso porque ahí estaba… ¿Dios? No. ¿Superman? Nones. ¿Tu linda familia? Menos. Entonces quién, pequeño niño blasfemo, dímelo: el cura, el cura de las clases. ¡Ups! Tú, ven acá, te dijo. Y lo seguiste con un miedo enorme mientras veías tu reloj de pulsera: cinco minutos menos, caracho, cómo perjudica la religión. La cosa es que llegamos a su oficina. Qué es. O mejor dicho, dígame hermano, para qué soy bueno. Y ahí el curita se rayó jodido, que los pecados, ¿te tocas?, ¿qué haces con tus amigos a solas?, ¿ven revistas?
El pequeño niño blasfemo, como se habrán dado cuenta a estas alturas, era un sabido, qué le iban a venir a él con esas cosas del amor fraternal, con eso de “dejad que los niños vengan a mí”, ¡ja! Lo dejaste hablar, que Sotanas del Diablo se desahogara, que el cura mostrara su plancito y entonces calló y te miró (a lo mejor pensando: este capullo ya es mío).
El pequeño niño blasfemo buscó con calma la navaja a resorte en el bolsillo del pantalón, la sacaste con parsimonia y dijiste: o me deja salir o juro por Diosito que se las separo, y el cura comprendió antes de que terminara la frase y abrió unos ojazos así de grandes y el pequeño niño blasfemo rió y dijo no se lo diré a nadie, alégrese de que no tengo tiempo para estas cosas, degenerado. A cuántos habrá jodido, carajo.
[“Mamá, tengo que contarte algo terrible que pasó en mi infancia”].
Acá hay otra foto: tú recibiendo abrazos y felicitaciones y, si miras con detenimiento, atrás, muy atrás, está el cura observándote: me tenía ganas, eso sí.
Saliste del colegio, aliviado, uf, salvé el honor. Y cuando estabas en la esquina tu mamá con voz cantarina: vamos a comer algo, ¿les parece? ¿Qué? Y ahí estás, mírate en esta otra foto, pequeño niño blasfemo: tú con una cara de velorio tragando una fría hamburguesa, ¡huácala! Y cuando terminaron de comer y llegaste a casa, obvio, chau película, chau Superman.
Pobre niño blasfemo, se fregó todo: perdió Superman y perdió Dios y el curita que te tenía ganas…, bueno, ahí gané yo, para qué, salvé el que se imaginan, al pequeñín me refiero. Eso hasta que alguien te llamó. Salvador, más conocido como Chisito, un compañero de curso. Oyes, ¿viste que cancelaron la película? Y el pequeño niño blasfemo ¿qué? Y Chisito: que cortaron la película porque se agarraron a ladrillazos en el Congreso y pusieron eso en la tele, pero la reponen la próxima semana. Mi papá llamó al canal para preguntar. Y ahí el pequeño niño blasfemo saltó de alegría e incluso practicó un par de pasos de baile a lo Menudo y tus padres creyendo: es la presencia de Dios, que ahora habita en su tierno corazón.
¡Ah, los milagros! Qué feliz fuiste ese día, pequeño niño blasfemo y qué triste eres ahora, cuánto cambian las cosas, cómo nos derrumba la vida.
Y al día siguiente, en tu curso, antes de que llegaras, todos hablaban de su primera comunión, de la película suspendida gracias a los ladrillazos en el Congreso, de las cosas que les habían regalado por pertenecer al equipo de los buenos.
Y eso a mí no me importaba, me dices ahora, lo importante era que podía ver la película la próxima semana y que me había salvado de la frase “mamá, tengo que contarte algo terrible que pasó en mi infancia”, y encima tenía una navajita a resorte que guardo hasta ahora con cariño: espanta curas degenerados, te lo juro. Te creo, te creo pequeño niño blasfemo.
¿Y qué hiciste un día posterior a tu primera comunión? Nada, las cosas habituales. Llegar al colegio, abrir la puerta de mi curso, mirar a mis compañeros, acercarme y decirles lo de siempre.
¿Lo de siempre?

Y el pequeño niño blasfemo diciendo: Ya llegó por quien lloraban, cabrones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario