Aventuras del pequeño niño blasfemo
Un relato inédito del escritor paceño Wilmer Urrelo
Wilmer Urrelo
[Primera comunión]
Las cosas, por aquellos años, eran así: un
buen día nos dijeron ya llegó la hora de hacer su primera comunión, chiquillos.
Entonces asistimos a las clases preparatorias a cargo de un cura (sospechabas,
pequeño niño blasfemo) con inclinaciones algo alternativas que prefieres resumir
en la siguiente frase: “mamá, tengo que contarte algo terrible que pasó en mi
infancia”.
Amor. Dios. Pecados. Todo eso para recibir,
una tarde, la absolución temporal.
Tú no creías, pequeño niño blasfemo, en
nada de eso. Cierto, yo creía en algo mucho más superior: en la tele nueva que mi
papá había comprado y que (comenzaban los años 80) ¡era a colores! Y creías en
algo mucho superior todavía, en Superman,
la película, en la primera parte que iban a pasar por el canal estatal y completamente
gratis.
Entonces el pequeño niño blasfemo tenía un
gran problema: o Dios o Superman. O Dios y sus barbas y su ira contra la
humanidad o Superman y el detallazo ése de poder utilizar los calzoncillos
sobre el pantalón.
Obvio: Superman.
Al pequeño niño blasfemo le daba, además,
mucha flojera escuchar a los curas (agrega a eso que tenía miedo a quedarme a
solas con el cura rarito, tenía miedo, en suma, a que la siguiente frase se hiciera
realidad cuando tuviera 40 años: “mamá, tengo que contarte algo terrible que
pasó en mi infancia”). Y el pequeño niño blasfemo hacía cálculos. Ponte que si recibía
a Dios a las tres de la tarde y la película en cuestión comenzaba a las cinco, seguro
alcanzaba a verla. Así que te aplicaste como nunca en las clases, no vaya a ser
que algo se arruinara por mi ignorancia católica.
Ah, ¿ese era Jesús? Ah, ¿lo clavaron a una
cruz? Ah, ¿se murió y luego revivió como si nada? Ah, el cura me mira con unos
ojos...
Sabías unir las manos, pequeño niño
blasfemo, bajar los párpados con devoción, rezar sin equivocarme, abrir la boca
para recibir la hostia. Eso sí: no había que morder la galletita porque, según
el cura y los años 80, eso era como comerse a Dios.
Sin embargo, por si acaso el pequeño niño
blasfemo abría los ojos cuando hacían la mímica de recibir la hostia. ¡Hostias!
No vaya a ser que el cura se ponga sentimental, digo, cariñoso, y luego, muchos
años después: “mamá, tengo que contarte algo terrible que pasó en mi infancia”.
Y cuando pensabas en que la hostia se
derretiría en tu pequeña y cálida boca, la cual ya decía groserías
inimaginables, pensabas: qué débil es Dios que se desintegra frente a un niño así
de pequeño. Mientras que Superman era casi indestructible. Así que esperabas el
día, el grandísimo (día).
Aquí estás, mírate en estas fotos: tu mamá
obligándote a usar un terno, ah, cierto, y la corbata y tu cara de odio a esas
vestimentas… por eso nunca más en mi vida me puse una ropa similar, antes
muerto. Así que llegó el día. Hubo una misa, luego cada quien a comentar sus
pecados.
Recuerdas: fue en un curso, quizá en uno de
los de secundaria donde dijiste la verdad, donde mostraste tu verdadero rostro,
pequeño niño blasfemo. Las horas no avanzaban, nada, como siempre las cosas en
este país habían comenzado un siglo tarde y con eso tenías apenas una hora y
cacho para hacer la primera comunión, salir del curso, recibir las
felicitaciones del caso (un día antes me regalaron una navaja a resorte, arma que
llevaba a todas partes en el bolsillo trasero mi pantalón) y también posar para
las fotografías (mírate en ésta: muestras al anónimo fotógrafo el dedo del
medio sin que nadie se diera cuenta, ¡ay, pequeño niño blasfemo!).
Si las cosas continuaban de esa forma, no podrías
ver Superman y cuando te tocó entrar
al curso de secundaria dijiste he pecado. Entonces contaste una sarta de verdades,
robos, alucinaciones, insultos a tus padres y hermanos, la vez que invocaste al
Diablo mediante el Libro de San Cipriano.
El cura que te tocó en suerte reflexionó
algo espantado y dijo cinco padres nuestros y tres ave marías. Y ojalá no
acabes ahí abajo, hijo. Eso significaba media hora más de retraso y casi otros 30
minutos para llegar a tu casa, imposible, eso iba en contra de mi plan para
poder ver la mentada película.
Así que el pequeño niño blasfemo decidió no
rezar. Total, qué más da. Hiciste como que cumplías la sentencia del cura y
sólo repetiste en tu mente: salir de acá, esperar el micro, subir, transitar
las calles paceñas, llegar a la esquina, bajar, correr a casa, entrar, encender
la tele y tirarse en la cama para ver la película.
Eso. Un plan. ¿Un plan? Un plan que fue desmoronándose
cuando saliste del curso porque ahí estaba… ¿Dios? No. ¿Superman? Nones. ¿Tu linda
familia? Menos. Entonces quién, pequeño niño blasfemo, dímelo: el cura, el cura
de las clases. ¡Ups! Tú, ven acá, te dijo. Y lo seguiste con un miedo enorme mientras
veías tu reloj de pulsera: cinco minutos menos, caracho, cómo perjudica la
religión. La cosa es que llegamos a su oficina. Qué es. O mejor dicho, dígame
hermano, para qué soy bueno. Y ahí el curita se rayó jodido, que los pecados,
¿te tocas?, ¿qué haces con tus amigos a solas?, ¿ven revistas?
El pequeño niño blasfemo, como se habrán
dado cuenta a estas alturas, era un sabido, qué le iban a venir a él con esas
cosas del amor fraternal, con eso de “dejad que los niños vengan a mí”, ¡ja! Lo
dejaste hablar, que Sotanas del Diablo se desahogara, que el cura mostrara su
plancito y entonces calló y te miró (a lo mejor pensando: este capullo ya es
mío).
El pequeño niño blasfemo buscó con calma la
navaja a resorte en el bolsillo del pantalón, la sacaste con parsimonia y
dijiste: o me deja salir o juro por Diosito que se las separo, y el cura
comprendió antes de que terminara la frase y abrió unos ojazos así de grandes y
el pequeño niño blasfemo rió y dijo no se lo diré a nadie, alégrese de que no
tengo tiempo para estas cosas, degenerado. A cuántos habrá jodido, carajo.
[“Mamá, tengo que contarte algo terrible
que pasó en mi infancia”].
Acá hay otra foto: tú recibiendo abrazos y felicitaciones
y, si miras con detenimiento, atrás, muy atrás, está el cura observándote: me
tenía ganas, eso sí.
Saliste del colegio, aliviado, uf, salvé el
honor. Y cuando estabas en la esquina tu mamá con voz cantarina: vamos a comer
algo, ¿les parece? ¿Qué? Y ahí estás, mírate en esta otra foto, pequeño niño
blasfemo: tú con una cara de velorio tragando una fría hamburguesa, ¡huácala! Y
cuando terminaron de comer y llegaste a casa, obvio, chau película, chau
Superman.
Pobre niño blasfemo, se fregó todo: perdió
Superman y perdió Dios y el curita que te tenía ganas…, bueno, ahí gané yo,
para qué, salvé el que se imaginan, al pequeñín me refiero. Eso hasta que
alguien te llamó. Salvador, más conocido como Chisito, un compañero de curso.
Oyes, ¿viste que cancelaron la película? Y el pequeño niño blasfemo ¿qué? Y Chisito:
que cortaron la película porque se agarraron a ladrillazos en el Congreso y
pusieron eso en la tele, pero la reponen la próxima semana. Mi papá llamó al
canal para preguntar. Y ahí el pequeño niño blasfemo saltó de alegría e incluso
practicó un par de pasos de baile a lo Menudo y tus padres creyendo: es la
presencia de Dios, que ahora habita en su tierno corazón.
¡Ah, los milagros! Qué feliz fuiste ese
día, pequeño niño blasfemo y qué triste eres ahora, cuánto cambian las cosas,
cómo nos derrumba la vida.
Y al día siguiente, en tu curso, antes de
que llegaras, todos hablaban de su primera comunión, de la película suspendida
gracias a los ladrillazos en el Congreso, de las cosas que les habían regalado
por pertenecer al equipo de los buenos.
Y eso a mí no me importaba, me dices ahora,
lo importante era que podía ver la película la próxima semana y que me había
salvado de la frase “mamá, tengo que contarte algo terrible que pasó en mi
infancia”, y encima tenía una navajita a resorte que guardo hasta ahora con
cariño: espanta curas degenerados, te lo juro. Te creo, te creo pequeño niño
blasfemo.
¿Y qué hiciste un día posterior a tu
primera comunión? Nada, las cosas habituales. Llegar al colegio, abrir la
puerta de mi curso, mirar a mis compañeros, acercarme y decirles lo de siempre.
¿Lo de siempre?
Y el pequeño niño blasfemo diciendo: Ya
llegó por quien lloraban, cabrones.
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