Jaime Mendoza Nava, el creador
Un tributo –y reseña de vida, a la vez- del destacado compositor boliviano, en el décimo aniversario de su partida.
Pablo Mendieta Paz
Hace diez años, el 31 de mayo de 2005, dejó de existir en el
Centro Permanente Kaiser, en Woodland Hills, Los Ángeles quien sin lugar a
dudas ha sido -y permanece en ese sitial- el compositor boliviano de mayor
renombre en el contexto internacional de la música, consagrado desde su partida
por organizaciones y personalidades del exterior que apreciaron y exaltaron el
arte de Jaime Mendoza Nava, nacido en La Paz el 31 de diciembre de 1925.
Fue considerado un niño prodigio, pues sin estudios
musicales, y con una inclinación innata al arte, a los 11 años formó una
orquesta de menores que ejecutaba composiciones suyas dotadas de una técnica
intuitiva y rica sonoridad que marcaban ya una inminente aptitud para la
música.
Se cuenta que él mismo repetía que tales creaciones
tempranas, infundidas de percepciones intimistas e instantáneas que afloraban
naturalmente, presagiaron con certeza el rumbo que tomaría su vida.
Emprendió sus estudios musicales con Humberto Viscarra Monje
quien, entre otros connotados maestros que favorecieron su formación, habría de
iniciarlo con una marcada tendencia estética de acento nacionalista, quizás
cercana a una relación de afinidad o semejanza con el estilo de Eduardo Caba,
aunque ciertamente su enseñanza estaba dotada de una expresión aún más depurada
en textura melódica y nitidez armónica que Mendoza Nava exteriorizó en sus
trabajos preliminares y posteriores.
Luego de proseguir sus estudios en conservatorios de
Sudamérica, en particular de Argentina, perfeccionó su formación en piano,
dirección coral y composición en la afamada Escuela Juilliard de Nueva York
como discípulo de un insigne maestro de la talla de Robert Shaw quien, a su vez,
fue alumno del gran artista Julius Herford, eminente preceptor de memorables
artistas como Margaret Hillis, Roger Wagner y Elaine Brown.
De más está decir que en esa prestigiosa institución el
maestro Jaime Mendoza Nava amplificó
considerablemente su desarrollo artístico.
Se incorporó luego al Conservatorio Real de Madrid donde,
según aseguran ciertos estudiosos, culminó en un año el estudio de composición
musical cuyo sistema y distribución de asignaturas se prolongaba a cinco.
Aunque no existe certidumbre acerca de esta inusual
simplificación de sus estudios, lo evidente es que el artista, favorecido por
su dotes de precocidad manifestadas en su infancia (que valga la repetición del
concepto), cursó en menor tiempo del establecido la materia de composición
implantada en el plan académico de estudios; lapso en el que obtuvo, como
memoria de grado, el primer premio en composición con la obertura dramática Don Álvaro.
Este elevado galardón lo motivaría a componer La gran desnudez, obra basada en un hondo
poema del filósofo y escritor español Eugenio D´ors -impulsor del movimiento
denominado Novecentismo-, cuya abundancia en recursos musicales, nada
rimbombantes ni arropada en estilizaciones inútiles y erróneamente efectistas,
persuadió con entusiasmo al público español que descubrió a un boliviano, Jaime
Mendoza Nava, sencillo pero talentoso, cuya creación fue determinante para
estudiar con el maestro español Conrado del Campo, célebre compositor,
violinista, pero sobre todo prominente educador de encumbrados artistas como el
director de orquesta Ataúlfo Argenta, o el compositor Cristóbal Halffter, para
mencionar solo a dos.
En sus estudios europeos, se unieron a Conrado del Campo el
pianista y director de orquesta franco-suizo Alfred Cortot, extraordinario
concertista que divulgó conocimientos mayores a Mendoza Nava.
Luego de esa provechosa experiencia siguió cursos de
composición en París con Nadia Boulanger, la afamada maestra que inculcó en él
los grandes secretos de la creación musical, como así lo hizo, entre muchos
otros, con renombrados compositores como Walter Piston o Aaaron Copland.
A su regreso a Bolivia, Jaime Mendoza Nava se declaró firme
adepto al grupo europeo de “Los seis”, constituido por Arthur Honegger, Darius
Milhaud, Francis Poulenc, Georges Auric, Louis Durey y Erik Satie.
La creación de su poema sinfónico Antawara, de sonoridad progresista, lo llevaría a plantear -en
acuerdo con los otros artistas- la
constitución en Bolivia de un grupo similar a “Los seis”, integrado por Antonio
Ibáñez, Néstor Olmos, Gustavo Navarre, Jaime Gallardo y Hugo Araníbar. No
obstante, enfoques contrarios o diversos de cada cual, abortaron una idea que,
rigurosamente encaminada, podría haber consumado una imperecedero movimiento
musical.
Ya al frente de la Orquesta Sinfónica Nacional, Mendoza
Nava, en estrecha colaboración con su primer director, el maestro alemán Erich
Eisner, tuvo la virtud de conferir al elenco un estilo remozado y posibilitar
la interpretación de las primeras audiciones en La Paz de obras escritas por
eminentes creadores como Aaron Copland, Paul Hindemith, Darius Milhaud o Igor
Stravinsky; amén de incluir en los programas obras suyas caracterizadas por
acabada simetría y sencillez que remataban en singular elegancia, como son el Preludio sinfónico, la Suite andina para trío de viento, Estampas y estampillas para conjunto de
chelos, la Sonata para corno y piano y
el Preludio y fuga.
Posteriormente, respondiendo al llamado irrefrenable de dar
a conocer su vena creativa en el extranjero, emigró a Los Ángeles en 1953.
Contratado por la industria de Walt Disney, compuso música para series de televisión
de la década de los 50, destacando los inolvidables temas de The Mickey Mouse
Club y El Zorro.
Ante la excepcional calidad de su obra, en 1961 fue invitado
a asumir la dirección musical de la United Productions of America. Más tarde,
constituiría su propia compañía donde compuso la música de más de 200 películas
de ciencia ficción, del género de terror y de aventuras; aunque, sin duda, su
mayor logro, y de vigencia eterna, fue la puesta en música del histórico
documental de una hora de la primera misión tripulada a la Luna por el Apolo
11.
La trascendental obra de Jaime Mendoza Nava, el creador por
excelencia, encuentra espacios superlativos en nuestro país; un encumbrado
talento en la apropiación del telurismo que se expone ricamente en el
tratamiento de células rítmicas, en la pureza de líneas melódicas, en la unidad
temática y en la inigualable plasticidad armónica.
Como compositor de música para el cine y la televisión
destaca la exposición de sutiles efectos rítmicos y rico colorido armónico, los
cuales, dependiendo del carácter de las cintas -fueran éstas de humor o de
seriedad sonora- hallan permanente cobijo bajo un manto de ingenio, encanto y
delicada expresión; cualidades, en fin, que lo conceptúan como eminente creador
en su propia tierra -tal cual se ha definido- como asimismo en escenarios del
exterior.
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