El romanticismo y sus derivas
Un ensayo de transición –parte de la serie conocida por quienes siguen al autor- entre romanticismo como tal, romanticismo literario, y romanticismo musical.
Juan
Cristóbal Mac Lean E.
En
la anterior entrega estábamos dando por terminada nuestra incursión en el
romanticismo literario y decíamos que habríamos de concluir echando una mirada
al romanticismo musical. Pero, pensándolo bien, aún quedan algunos importantes
aspectos que mencionar sobre el romanticismo y habría algo de injusto en que
los pasemos por alto, de manera que el tema de la música queda para la
siguiente.
Entre
las primeras cosas que hay que tomar muy en cuenta es que la existencia de la
literatura misma, como tal, es un invento del romanticismo, del romanticismo en
cuanto empresa teórica.
Esto
es muy importante: si bien se toma el romanticismo como irrupción del
irracionalismo, como apartamiento de todas las barreras, vocación por el
desorden, exaltación del sueño,
realización de la poesía, debemos recordar que se trata de un movimiento
que nació al lado de la filosofía y los filósofos.
Es
imposible pensarlo sin Kant, Fichte, Schelling. Y aunque sea en última
instancia reacio al idealismo alemán, harina de otro costal según Heidegger, no
es menos cierto que se impulsó al lado de este, puerta a puerta, y que incluso
los románticos se sienten, también, unos nuevos filósofos, llegando a ocupar
ese centro en que el filósofo y el poeta serían indistinguibles.
Sin
embargo lo verdaderamente sorprendente, dice Blanchot, no es “la exaltación del
delirio, sino todo lo contrario, la pasión de pensar y la exigencia, casi
abstracta, planteada por la poesía, de reflejarse y cumplirse por su reflexión”. Después de todo, los
hermanos Schlegel venían de la filología, ya una rigurosa disciplina entonces. Y
dentro del romanticismo como empresa teórica, también levantó vuelo, aunque de
forma distinta a como la conocemos hoy, nada menos que la crítica literaria.
Recordemos, nada más el título del joven Walter Benjamin: El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán.
A
la hora de la verdad, hasta las carreras de literatura de todo el mundo, por
ejemplo la de La Paz -la única en toda Bolivia, conste- muy bien podrían
reconocer a August Wilhelm Schlegel como a uno de sus santos patrones. Sus Lecciones sobre la literatura y el arte
impartidas en la universidad de Berlín entre 1801 y 1802, en efecto, fueron las
primeras en dictarse en una universidad. Dada su importancia para lo que
hablamos ahora, permítasenos esta larga cita de Nancy/Lacoue:
“Pero
queda por comprender aún la razón por la cual el romanticismo iba a ser el
primer movimiento literario en exigir, para al mismo tiempo perderse y
realizarse en ese movimiento, pasar a la Universidad -su paso a la
universalidad- inaugurando de este modo toda la historia moderna de la
literatura en la Universidad (o de la Universidad en la literatura) que como
cada quien sabe, aun cuando sea para negarlo, está lejos de haber llegado a su
término”.
Y
esta es otra más de las tantas paradojas que acosan el romanticismo: deja o
provoca que el arte, la literatura, queden fijados en la universidad, donde se
impondrá la fuerza de la academia y el orden en las salas, cuando, al mismo
tiempo, se trata del movimiento sin alto y sin conclusión del estremecimiento
abierto que entonces agitaba el espíritu, de una palabra inacabada e infinita,
de un proyecto, en fin, que apelaba a la vida toda y exigía la entrega completa
a la poesía, dejando que este término rebalse en sí mismo.
Pero
esa no es, con todo, su paradoja más notable. El libro Romanticismo de Safranski, es muy bueno en este sentido: se divide
en dos partes: el romanticismo, la
primera, y lo romántico la segunda.
El
romanticismo, en su mejor sentido, se refiere al de Jena o temprano, mientras
lo romántico abarca hoy todos los colores de una paleta que invadió el mundo.
En el libro de Safranski se siguen todas las derivaciones y románticos
impulsos, a veces contra, a veces a guisa de reactualizaciones, que se dieron
desde entonces, pasando por Hegel, Nietzsche, Wagner… Nadie queda a un lado. Ni
Rilke ni Stefan George, ni Thomas Mann… ni el nazismo.
En
el caso de éste último, se trata de un fenómeno extraordinario y al que tampoco
somos ajenos: el del romanticismo político. Cuando Paul Tillich, el gran
teólogo, descubría orígenes románticos en el nacionalsocialismo, definía aquel
“como una actitud del espíritu que, en lugar de entregarse a la aventura de la
autodeterminación, intenta encontrar refugio en los ‘poderes originarios’ del
suelo, del linaje y de la sociedad transmitida, con sus costumbres y
estatutos”. Tal como ocurre en muchos indigenismos latinoamericanos.
Y
así el nazismo abrevó en conceptos o ideas que primero el romanticismo había
avizorado: pueblo, cultura popular, folklore… O puede ser también romántico, en política, tomar las armas,
anular la legalidad. Sin embargo, los daños que pueda haber causado en política
el ímpetu romántico, no son los mayores.
Y,
otra vez: al mismo tiempo, del romanticismo proviene lo mejor del legado
“humanista” de Occidente pero también provienen las tendencias y oleajes más
detestables. Está Wagner, sí, pero en parte por culpa de Wagner, también está
lo peor del bolero y está Julio Iglesias y, en general, toda esa música
horrenda llamada “romántico latinoamericano” que con todo y dicho sea de paso,
no es tan acústicamente repulsiva como la tecnocumbia o música chicha, chicha
cumbia, etc.
Se
trata, como en tantos otros casos, del paso del romanticismo a lo romántico,
que es el paso del sentimiento al sentimentalismo, de la poesía a lo poético,
de los rigores de la libertad a las autocomplacencias del yo mismo, de la
belleza al kitch… La ambivalencia que se juega es enorme y plagada de
contradicciones: se podrá encontrar un lado
romántico en un oso de peluche regalado o en las esculturas de Jeff Koons,
pero, al mismo tiempo, el impulso del proto romanticismo de Jena también estará
presente en lo mejor del arte contemporáneo.
Y
ahora, ya que nos hemos referido a la (mala) música, y seguiremos hablando de
música, consideremos este un buen momento para sacar a relucir una preciosa
cita de Kant que debiera imprimirse por millones y divulgarse en todas las
ciudades y pueblos del mundo: “Hay en la música una falta de urbanidad, y es
que, sobre todo según la naturaleza de sus instrumentos, extiende su influencia
más allá de lo que se desea (sobre la vecindad) y de ese modo se impone, y por
tanto perjudica a la libertad de los que están fuera de la reunión musical, cosa
que no hacen las artes que hablan a los ojos, puesto que basta apartar la
vista, si no se quiere recibir sus impresiones”.
Y
eso fue dicho ¡antes de que existieran parlantes, luz eléctrica…! En una nota a
pie de página, agrega: “Los que se han recomendado en las devociones de casa al
cantar cánticos espirituales, no han considerado que imponían una gran
incomodidad con esa ruidosa devoción,
obligando a la vecindad…”.
¡Nada
menos que Kant dijo eso! Quien no lo crea, que busque en la Crítica
del juicio. Ed. El Ateneo, Bs. Aires 1951, pag. 334.
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