sábado, 27 de junio de 2015

Patio interior

El romanticismo y sus derivas


Un ensayo de transición –parte de la serie conocida por quienes siguen al autor- entre romanticismo como tal, romanticismo literario, y romanticismo musical.



Juan Cristóbal Mac Lean E. 

En la anterior entrega estábamos dando por terminada nuestra incursión en el romanticismo literario y decíamos que habríamos de concluir echando una mirada al romanticismo musical. Pero, pensándolo bien, aún quedan algunos importantes aspectos que mencionar sobre el romanticismo y habría algo de injusto en que los pasemos por alto, de manera que el tema de la música queda para la siguiente.
Entre las primeras cosas que hay que tomar muy en cuenta es que la existencia de la literatura misma, como tal, es un invento del romanticismo, del romanticismo en cuanto empresa teórica.
Esto es muy importante: si bien se toma el romanticismo como irrupción del irracionalismo, como apartamiento de todas las barreras, vocación por el desorden, exaltación del sueño, realización de la poesía, debemos recordar que se trata de un movimiento que nació al lado de la filosofía y los filósofos.
Es imposible pensarlo sin Kant, Fichte, Schelling. Y aunque sea en última instancia reacio al idealismo alemán, harina de otro costal según Heidegger, no es menos cierto que se impulsó al lado de este, puerta a puerta, y que incluso los románticos se sienten, también, unos nuevos filósofos, llegando a ocupar ese centro en que el filósofo y el poeta serían indistinguibles.
Sin embargo lo verdaderamente sorprendente, dice Blanchot, no es “la exaltación del delirio, sino todo lo contrario, la pasión de pensar y la exigencia, casi abstracta, planteada por la poesía, de reflejarse y cumplirse por su reflexión”. Después de todo, los hermanos Schlegel venían de la filología, ya una rigurosa disciplina entonces. Y dentro del romanticismo como empresa teórica, también levantó vuelo, aunque de forma distinta a como la conocemos hoy, nada menos que la crítica literaria. Recordemos, nada más el título del joven Walter Benjamin: El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán.
A la hora de la verdad, hasta las carreras de literatura de todo el mundo, por ejemplo la de La Paz -la única en toda Bolivia, conste- muy bien podrían reconocer a August Wilhelm Schlegel como a uno de sus santos patrones. Sus Lecciones sobre la literatura y el arte impartidas en la universidad de Berlín entre 1801 y 1802, en efecto, fueron las primeras en dictarse en una universidad. Dada su importancia para lo que hablamos ahora, permítasenos esta larga cita de Nancy/Lacoue:
“Pero queda por comprender aún la razón por la cual el romanticismo iba a ser el primer movimiento literario en exigir, para al mismo tiempo perderse y realizarse en ese movimiento, pasar a la Universidad -su paso a la universalidad- inaugurando de este modo toda la historia moderna de la literatura en la Universidad (o de la Universidad en la literatura) que como cada quien sabe, aun cuando sea para negarlo, está lejos de haber llegado a su término”.
Y esta es otra más de las tantas paradojas que acosan el romanticismo: deja o provoca que el arte, la literatura, queden fijados en la universidad, donde se impondrá la fuerza de la academia y el orden en las salas, cuando, al mismo tiempo, se trata del movimiento sin alto y sin conclusión del estremecimiento abierto que entonces agitaba el espíritu, de una palabra inacabada e infinita, de un proyecto, en fin, que apelaba a la vida toda y exigía la entrega completa a la poesía, dejando que este término rebalse en sí mismo.
Pero esa no es, con todo, su paradoja más notable. El libro Romanticismo de Safranski, es muy bueno en este sentido: se divide en dos partes: el romanticismo, la primera, y lo romántico la segunda.
El romanticismo, en su mejor sentido, se refiere al de Jena o temprano, mientras lo romántico abarca hoy todos los colores de una paleta que invadió el mundo. En el libro de Safranski se siguen todas las derivaciones y románticos impulsos, a veces contra, a veces a guisa de reactualizaciones, que se dieron desde entonces, pasando por Hegel, Nietzsche, Wagner… Nadie queda a un lado. Ni Rilke ni Stefan George, ni Thomas Mann… ni el nazismo.
En el caso de éste último, se trata de un fenómeno extraordinario y al que tampoco somos ajenos: el del romanticismo político. Cuando Paul Tillich, el gran teólogo, descubría orígenes románticos en el nacionalsocialismo, definía aquel “como una actitud del espíritu que, en lugar de entregarse a la aventura de la autodeterminación, intenta encontrar refugio en los ‘poderes originarios’ del suelo, del linaje y de la sociedad transmitida, con sus costumbres y estatutos”. Tal como ocurre en muchos indigenismos latinoamericanos.
Y así el nazismo abrevó en conceptos o ideas que primero el romanticismo había avizorado: pueblo, cultura popular, folklore… O puede ser también romántico, en política, tomar las armas, anular la legalidad. Sin embargo, los daños que pueda haber causado en política el ímpetu romántico, no son los mayores.
Y, otra vez: al mismo tiempo, del romanticismo proviene lo mejor del legado “humanista” de Occidente pero también provienen las tendencias y oleajes más detestables. Está Wagner, sí, pero en parte por culpa de Wagner, también está lo peor del bolero y está Julio Iglesias y, en general, toda esa música horrenda llamada “romántico latinoamericano” que con todo y dicho sea de paso, no es tan acústicamente repulsiva como la tecnocumbia o música chicha, chicha cumbia, etc.
Se trata, como en tantos otros casos, del paso del romanticismo a lo romántico, que es el paso del sentimiento al sentimentalismo, de la poesía a lo poético, de los rigores de la libertad a las autocomplacencias del yo mismo, de la belleza al kitch… La ambivalencia que se juega es enorme y plagada de contradicciones: se podrá encontrar un lado romántico en un oso de peluche regalado o en las esculturas de Jeff Koons, pero, al mismo tiempo, el impulso del proto romanticismo de Jena también estará presente en lo mejor del arte contemporáneo.
Y ahora, ya que nos hemos referido a la (mala) música, y seguiremos hablando de música, consideremos este un buen momento para sacar a relucir una preciosa cita de Kant que debiera imprimirse por millones y divulgarse en todas las ciudades y pueblos del mundo: “Hay en la música una falta de urbanidad, y es que, sobre todo según la naturaleza de sus instrumentos, extiende su influencia más allá de lo que se desea (sobre la vecindad) y de ese modo se impone, y por tanto perjudica a la libertad de los que están fuera de la reunión musical, cosa que no hacen las artes que hablan a los ojos, puesto que basta apartar la vista, si no se quiere recibir sus impresiones”.
Y eso fue dicho ¡antes de que existieran parlantes, luz eléctrica…! En una nota a pie de página, agrega: “Los que se han recomendado en las devociones de casa al cantar cánticos espirituales, no han considerado que imponían una gran incomodidad con esa ruidosa devoción, obligando a la vecindad…”.
¡Nada menos que Kant dijo eso! Quien no lo crea, que busque en la  Crítica del juicio. Ed. El Ateneo, Bs. Aires 1951, pag. 334.



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