El capitalismo artístico
El hombre contemporáneo no sabe diferenciar entre arte y provocación, broma y genialidad tras lo que el mercado le ofrece.
Ricard Bellveser
Uno de los razonamientos que sostienen la
tesis de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy sobre la “estetización (sic) del
mundo” y el “capitalismo artístico” es que hoy el arte ha abandonado sus escondites
de privilegio y se ha mimetizado con las exigencias del mercado y sus procesos
productivos, de manera que se considera al arte como un elemento imprescindible
en el diseño en todos sus campos, la publicidad, la moda, la decoración, el cine,
el espectáculo, el comercio, la industria, la peluquería… como estímulo de los
mecanismos de venta, ya que el comercio basa su apoyo en razones estéticas de
seducción, afecto, sensibilidad y en el manejo de las emociones.
El arte, durante siglos, ha estado al servicio
de la religión y la transmisión de mensajes trascendentes sino metafísicos a sus
fieles, después estuvo al servicio de los príncipes que a su vez fueron sus
mecenas, más tarde se puso a las órdenes de la acción política y ahora lo está a
merced de los mercados.
El capitalismo, de este modo, habría sacado al
arte de los museos y lo habría puesto en la calle como instrumento de lo
cotidiano, al alcance de todos pero también como un peligroso adversario.
Lipovetsky (París, 1944) es uno de los más
importantes filósofos de la modernidad, de lo efímero, del vacío contemporáneo,
del consumismo, de la pérdida de la conciencia histórica, que ha combinado reflexiones
sobre la “era del vacío” o la “sociedad de la decepción” con textos muy
ambiciosos como La felicidad paradójica.
Es profesor de la Universidad de Grenoble,
como lo es Jean Serroy, historiador, filólogo y un experto en el estudio de la
globalización de las culturas, quien ha publicado varios libros en
colaboración con Lipovetsky, algunos tan
claves como Pantalla global, sobre la
incidencia del cine en la construcción de las referencias contemporáneas, y
ahora este profundo ensayo sobre las estetización (sic) y el capitalismo,
volumen que publicó primero en francés en la prestigiosa editorial Gallimard en
una edición de más de 400 páginas, como un ejemplo del pensamiento
hipermoderno, y que, traducido al español, acaba de editar Anagrama. (1)
Pero regresemos al tema: la interacción del
arte y el comercio no es nada nuevo. Para estos autores, el capitalismo
artístico ya comenzó a mediados del siglo XIX con la puesta en servicio de los
grandes almacenes en los que comprar se convirtió en un espectáculo.
Comprar dejó de limitarse a ser un hecho práctico
con el que cumplir con una necesidad material para, a partir de ese momento, cuando
se convierte, decíamos, en un espectáculo, ir de compras, hacer shopping, es una teatralización en la
que el comercio se focaliza en nuestras emociones y con ayuda de la publicidad
juega con ellas, hasta presentarnos la figuración de cómo mejorará nuestra vida
con el consumo e incluso nuestra estética o nuestras relaciones sociales y de
pareja. El arte al servicio de la publicidad ha determinado un estándar de
felicidad.
El arte, señalan los autores, cumple fines
comerciales y no lo esconde, de Andy Warhol (I’m a business artist, yo soy un artista de los negocios) a Damián
Hirst, “la economía ya no se rige por el oportunismo de la oferta o la demanda,
sino por la dinámica de la moda”.
Pero no hay que alarmarse, pues siempre ha
habido intereses detrás del arte, aunque es entre los modernos, los que ganaron
la batalla de la cantidad por la de la calidad, cuando se excluye la comercialidad
del arte al considerar el “arte comercial” como un arte despreciable.
Pero fracasaron sus dos grandes proyectos de
modernidad que fueron, primero, el del arte por el arte de Schiller, quien
quería ir por esa vía hacia “lo absoluto”, hasta tal extremo que los románticos
alemanes, pusieron el arte por encima de la sociedad y al poeta por encima del
sacerdote, lo que se filtró en las vanguardias que optaron por poner el arte al
servicio del hombre nuevo y de las necesidades de las personas, y segundo, el arte
revolucionario hecho para el pueblo, esto es, un arte que debía ser útil.
Ninguno de los dos proyectos fueron lo suficientemente satisfactorios.
Ahora lo que se está creando es una estética
del consumo, todo debe ser gozoso, inspirado, atractivo y para ello el
capitalismo artístico mezcla arte e industria, comercio, diversión, ocio, moda,
comunicación. El comercio pasa a ser espectáculo, el diseño arte, el turismo
una aventura cultural y las redes sociales lo digieren todo, con el dilema de
que el hombre contemporáneo ya no sabe diferenciar qué hay de arte o de
provocación, de broma o de genialidad tras lo que se le ofrece.
Los modernos, decía, desacreditaron el arte
comercial, y lo presentaron como ejemplo de lo que no se debía hacer, pero hoy
ese rechazo se ha pulverizado y en los museos más serios se hacen pases de
modelos, se exhiben colecciones de productos de marca, nadie duda de que
modistos, peluqueros o diseñadores lo que hacen es arte y ayudan a construir la
gran estética del consumo, de modo que el consumo se inserta en nuestras
emociones y hasta en nuestras pasiones.
El capitalismo ofrece un rostro que nada tiene
que ver con la imagen áspera, monetarista, impersonal, encubridora de las
injusticias sociales, justificadora de las diferencias económicas, productora
de infinitas toneladas de basura y fealdad, sino que nos permite consumir
belleza permanentemente, aunque no haya logrado hacer un mundo más hermoso, y
nos hace vivir en lo que Lipovetsky calificó en un ensayo anteriormente citado como
la “felicidad paradójica”. Un ensayo, clarificador, amable de leer, complejo y
novísimo.
(1) Pilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estatización del mundo. Vivir en la época
del capitalismo artístico. Editorial Anagrama. Barcelona, 2015.
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