El fuego y los papeles viejos
En una pausa en su recorrido por las revistas literarias bolivianas, el autor reflexiona sobre las amenazas históricas contra las bibliotecas y archivos.
Omar Rocha
Velasco
Una imagen se
repite insistentemente en la literatura boliviana: el fuego alimentado por
papeles. Imagen de la fatalidad, la tragedia y la incompletitud, pero al mismo
tiempo de la pasión, el impulso y el resurgimiento. “Pulsión de vida y demonio
ajeno”, como dice Luis H. Antezana en el texto que escribió como introducción a
La lengua de Adán de Emeterio Villamil de Rada.
Cualquiera
que va al Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia en la ciudad de Sucre y
tiene el privilegio de visitar la sala en la que están acogidos los libros de
Gabriel René Moreno, puede observar los lomos quemados de los libros de este
gran bibliófilo y archivista boliviano (aunque a él le gustaba calificarse como
“modesto papelista”); en efecto, el 28 de diciembre de 1881 su biblioteca se
quemó en Chile, pereciendo, de esta manera, libros, folletos,
revistas, manuscritos y todo tipo de papeles que adquirió tenaz y pacientemente.
Con el
material que se salvó del incendio Moreno escribió Estudios de literatura boliviana, el libro de historia y crítica literaria
más importante del siglo XIX, y que incluye a escritores como Bustamante,
Tovar, Galindo, Mujía y Ramallo.
Moreno fue
director de la Biblioteca del Instituto Nacional de Santiago de Chile durante 40
años. Se encargó de la publicación de las obras completas de Andrés Bello y
reunió la colección “Biblioteca Boliviana”, que más tarde adquirió el gobierno
de Bolivia.
Otro caso
emblemático relacionado con el fuego es el de las obras de Emeterio Villamil de
Rada, “hiperpolíglota”, que planteó la tesis de que la lengua en la que Dios y
Adán se comunicaron fue el aymara y que el paraíso terrenal estaba situado en
Sorata.
De él se
conoce solamente La lengua de Adán,
que según las palabras del autor eran solamente apuntes iniciales, la
argumentación y sustentación de sus teorías se quemaron en el incendio del
Palacio de Gobierno el 20 de marzo de 1875 (desde entonces llamado “Palacio Quemado”).
Recupero otras palabras de Luis H. Antezana en el mismo estudio introductorio
citado más arriba:
“En los
depósitos, sótanos y oficinas del edificio no solo se acumulaban fardos de
papeles y archivos ‘oficiales’ sino también innumerables solicitudes y manuscritos
privados, enviados ‘desde siempre’ -se podría decir- a ese centro del poder
político en Bolivia. Por lo que se sabe, tales manuscritos colmaban varios
anaqueles y no solo incluían meras cartas personales de los ciudadanos a las
autoridades de turno sino obras de autores que las enviaban, solicitando,
rogando, esperando que el gobierno las publique. Entre otros, por ejemplo, ahí
esperaba algún tipo de atención burocrática el grueso de la obra de Emeterio
Villamil de Rada”.
En El Loco
(1966) de Arturo Borda asistimos a una constante quema de cuartillas, es un
acto que se repite a lo largo de todo el texto. Lo que queda (El Loco) son las páginas que las llamas no han podido
alcanzar, eso es lo que declara el investigador Saúl A. Katari:
“También se
ha encontrado entre un montón de cenizas de una fogata hecha en el centro de la
habitación, un gran número de cuartillas escritas a lápiz y llenas de
enmendaduras, por lo cual se ve que se trata de ensayos literarios, o cosa así,
y que las publicamos en un orden meramente conjetural, ya que las cuartillas en
desorden no se hallan numeradas”.
Se trata,
de una especie de procedimiento creativo basado en la destrucción/demolición y
que deriva siempre en la posibilidad de resurgimiento.
Cuando el
fuego no ha llegado existen otros peligros como el señalado por Carlos
Medinaceli cuando se peleaba con vendedoras de varios productos:
“El caso es que, en Potosí, cuando
se muere un hombre de esos raros que tienen la costumbre, mala, por supuesto,
pésima, de coleccionar libros, hasta organizar lo que allí llaman librería -que
en otras partes dicen ‘biblioteca’- lo corriente es que los deudos queden
pobres y, lo peor, con un clavo encima, la librería del papá o del esposo
difuntos. Y como también, es lo frecuente, tienen que cambiar de casa, no
sabiendo qué hacer con los tales libros, folletos y tanta ‘papelería’ del papá
o del esposo, los hijos o la viuda deciden vender los folletos y papeles por
arrobas, a las chancaqueras, ancuqueras, bizcochueleras, mantequeras y demás
gente que necesita ‘papeles que no sirven’ para envolver en ellos lo que sirve
para el regalo del paladar, como son los ancucos, y bienestar del estómago,
como es la manteca”.
No es casual entonces, que René
Moreno haya señalado las siguientes causas para la destrucción documental, como
nos cuenta Luis Oporto en su Historia de
la archivística boliviana: a) el ancucu, el dulce de maní, b) la
naturaleza, a través de sus agentes como la polilla y la humedad; c) las
actitudes culturales y políticas de la época…; d) el vandalismo, la asonada o
la revolución [es decir el fuego, añadiríamos].
El fuego es la imagen que reconoce los vacíos, las imposibilidades que
generan los archivos, las falencias del propio investigador y la destrucción /
germinación que implica toda quema emprendida por cualquier sursuncorda.
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