domingo, 7 de junio de 2015

El último mestizo

Muchos deben pensar que yo me he muerto


Un Vargas, Manuel,  recuerda a otro Vargas, Rubén. Una vida de amistad, bajo un horizonte común.



Manuel Vargas

Y no me animo a contradecir a nadie, pues es bien sabido que todos los que vivimos nos dedicamos a morir poco a poco (que no es lo mismo que estar moribundo toda una vida, como decía Víctor Hugo de Voltaire). En los demás y en nosotros mismos.
En realidad, el título de este artículo está referido a la muerte de… de un tal Rubén Vargas. Quien no es mi hermano, ni mi pariente lejano. (Esta última frase la he repetido muchas veces, ay, pero es que ambos nos hemos dedicado a lidiar con las letras y las palabras, y ni modo, nos hemos cruzado en el camino muchas veces). Por todo lo cual, nos han venido confundiendo quienes nos conocen a medias, o quienes son simplemente un poco distraídos, o sea todo el mundo.
Habiendo hecho esta aclaración, que más parece una decidida confusión para quienes hasta ahora lo tenían claro, voy a relatar algunos de esos encuentros, no tan esporádicos. No había año que no nos encontráramos con un grupo de cuates en unas famosas reuniones llamadas “cierre de gestión”, donde debíamos tomar cerveza muy concienzudamente, como una manera de tomar fuerzas y alegrarnos para afrontar el año venidero.
Ahí participaban poetas, críticos y algunos otros fanáticos, y junto con Iván, los Vargas éramos tres. Pero este sábado pasado, en una asamblea extraordinaria, de recordatorio al susodicho, notamos sentidamente que ya éramos solamente dos. A pesar de que en La Paz, y en otras partes del mundo hay muchísimos Vargas, nos dimos cuenta en esta última ocasión, que estamos mermando de una manera considerable. 
También se fue institucionalizando una reunión de principios de año, en mi casa. No por un tardío “inicio de gestión” sino por mi cumpleaños. Antes mi casa era en la propia ciudad y municipio paceño, y no había drama. Pero desde hace tres años comencé la retirada a un lugar menos frío. De modo que un primer encuentro fue un poco más dificultoso, pero estuvimos todos y Rubén se emocionó con la vista de mi nueva morada.
El año pasado, por eso mismo, comencé a hacer la convocatoria vía teléfono tradicional, y al primero que llamé fue a Rubén. Pero a los dos días se me complicaron las cosas y en mi familia decidimos suspender la reunión. Como hasta ese día sólo había convocado a Rubén, lo tuve que llamar y decirle que no, que no habría tal encuentro y se suspendería hasta el año siguiente, Dios mediante. Y él me dijo algo más o menos así: “Ah, caramba, qué pena, y yo ya tenía listo mi caballo. Será para la próxima”.
Y llegó este año. Esta vez sí que no fallaremos, dije. Llamé a mis amigos, y entre ellos a Rubén. “Esta vez sí”, le dije, “esta vez nos reunimos, ya he hablado con los demás”. “Listo, Manuel, pues nos vemos este 6 de marzo”. Y yo contento con todos los preparativos. Cuando un día antes del día fijado recibo la llamada de Rubén: “Oye, no voy a poder ir, me vas a tener que disculpar. Estaba con muchas ganas, pero estoy con ciertas dolencias y el médico me ha dicho que mejor tenga un poco de cuidado. Así que ni modo, será para la próxima”. Y ya no hubo tal próxima.
El año 1975 publiqué mi primer libro, llamado Cuentos del Achachila (que no es un libro sino un folleto, y no son cuentos sino una fábula). Haciendo cuentas, entonces yo tenía 22 años, y todavía no me arrepiento de dicha publicación.
Entonces ya lo conocía al Rubén, que andaba parriba y pabajo acompañado del ya conocido escritor René Poppe, el de  los cuentos mineros. Trabajaban en una pequeña revista, Khoya, y el que manejaba la cosa era René, y el que le seguía los pasos Rubén. ¿Cuántos años tenía entonces Rubén? 16 años. Y me fijo en mis archivos, y veo que el año 1976 salió, en Khoya, el primer comentario de mi primer libro, firmado por… Rubén Vargas.
Estoy casi seguro de que fue también la primera reseña que publicó. Era que en una de esas subidas y bajadas por El Prado de La Paz, cuando nos encontrábamos con René y Rubén, aquél le dijo a éste que debía escribir un comentario a Cuentos del Achachila, por esto y por esto y por esto.
Ya por los años 80, Rubén trabajaba en el periódico Presencia. Yo no, pero colaboraba ahí con mis columnas. Y entonces se acrecentaron las confusiones. Cada uno, por así decirlo, cosechaba los elogios del otro. Y llegamos al colmo cuando recibimos una carta; el aviso le llegó a Rubén Vargas, pero era para Manuel Vargas, o al revés, ya no me acuerdo. Y tuvimos que ir los dos a hacer la aclaración, o a completar la confusión, a las oficinas del Correo Central. Y la carta llegó a manos del destinatario.
Una vez, ya iniciado el nuevo siglo, ambos, siendo parte de un grupo mayor, fuimos homenajeados por el Gobierno Municipal de La Paz, él por su trabajo como periodista cultural, y yo por la revista Correveidile. Nos sentamos juntos en el gallinero del Teatro Municipal, a la espera de que nos llamen para ir a recibir nuestro reconocimiento (una estatuilla y un pergamino).
No, ahí no nos confundieron, pero seguramente muchos en el público se enteraron, o se desayunaron, de que esos Vargas no eran uno sino dos. Una vez recibido nuestro reconocimiento, luego de las fotografías y de la comparecencia ante el público, emocionados y otra vez en nuestro puesto anónimo de las gradas de arriba, con la seriedad que lo caracterizaba, Rubén me dijo: “Bien, desde ahora he resuelto dedicarme a ganar premios”.
El día de su muerte, temprano en la mañana, comentamos con un amigo dedicado a las letras, la noticia. Luego él se despidió diciendo: “Bueno, tengo que ir a trabajar, chau Rubén”. Y yo tartamudeando, le dije, “Pero, yo, yo estoy todavía vivo”.

Esa tarde tenía que ir al velorio, a saludar a la viuda, mi amiga María Luisa. Y dije no, qué barbaridad, no voy a poder contarle de esta última confusión, sería mucho humor negro. Y voy al velorio, y después de un rato veo a María Luisa y me acerco a darle el pésame. Y después del abrazo ella misma toma la iniciativa y me dice con la tranquilidad de siempre: “Gracias, Manuel, ahora ya no te van a confundir más con el Rubén”. Y le dije, “bueno, sí, espero que la de esta mañana sea la última confusión”, y tuve nomás que contarle. Salud, Rubén. 

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