sábado, 13 de junio de 2015

El chicuelo dice

La memoria de la H

Una lectura del reciente Premio Nacional de Novela, enriquecida con un paralelo a una novela venezolana de inicios del siglo pasado.



Martín Zelaya Sánchez

Hace unos años atrás cayó en mis manos un libro extraordinario: Memorias de Mamá Blanca, de Teresa de la Parra. Éste relata la vida de la Venezuela criolla de principios del siglo XX a través de las escenas cotidianas de una familia de ricachones.
Quizá la autora no tuvo otra intención que contar una historia o a lo mejor entre sus objetivos estaba la maliciosa pretensión de fotografiar a esa sociedad conservadora, reprimida y atrasada. Tan atrasada, tan reprimida y tan conservadora que creía estar a la par de lo que acontecía en París y que además tenía un gran pendiente con el tema de la figura paterna.
Dice en alguna parte: “El pobre Papá, sin merecerlo ni sospecharlo, asumía a nuestros ojos el papel ingratísimo de Dios. Nunca nos reprendía, sin embargo, por instinto religioso, rendíamos a su autoridad suprema el tributo de un terror misterioso impregnado de misticismo”.
¿Qué es El sonido de la H, la más reciente ganadora del Premio Nacional de Novela? ¿Qué hay en este libro de Magela Baudoin que lo hace tan incómodo? ¿Será la enorme necesidad de una adolescente llamada Mar por encontrar lo que desea en la vida? ¿O se tratará de un fabuloso esfuerzo por derrumbar los aspectos de la vida que le parecen horrendos? ¿O es la ambición de Rafael por querer ser Rafaela?
En estos tiempos donde la corrección política es una ficha de oro para acomodarse donde uno pueda y donde parece que todo fue inventado hace apenas una hora atrás, El sonido de la H viene a construirnos un recuerdo, una memoria.
Sí, así como lo hiciera en su momento Memorias de Mamá Blanca. En este caso, la novela de Baudoin nos da la posibilidad de ver a esa parte de la sociedad boliviana que parece libre de pecado.
Cuando la leía me preguntaba si el verdadero fondo de El sonido de la H es la sombra del padre militante de izquierda, otro Dios todopoderoso e intocable, ese que está en la cima del mundo, y que por ser de izquierda arruina la vida de la familia sin inmutarse siquiera.
¿Alguna vez les preguntamos a las hijas e hijos de los perseguidos políticos si querían ser perseguidos? ¿Les preguntamos qué opinaban del asunto? Ya sé que eso suena, en el momento político que vive (¿o padece?) Bolivia, a una blasfemia.
Aunque les digo una cosa por experiencia y angustia propia: ser blasfemo no está nada mal, no estar de acuerdo con todo, como lo hace Mar al revelar sus verdaderos sentimientos de solidaridad obligatoria: “Mis padres tenían vergüenza de tener. Culpa. Cuando yo era pequeña y me compraban un helado, a veces se lo daba a algún niño pobre que andaba por el parque. Lo hacía no de buena, sino porque sabía que ellos me querrían más”.
Esos padres y madres jamás se preguntaron si esa niña estaba haciendo lo que deseaba o si era feliz. Así como los personajes-personas de Memorias de Mamá Blanca creían ser parisinos cuando eran tan solo unos simples venezolanos encerrados en una hacienda, los personajes de El sonido de la H (el padre y la madre, sobre todo), creen estar haciendo la revolución y no saben hacer la revolución en sus hijas. Les hablan de igualdad, de emancipación y, sin embargo, permanecen inconmovibles ante la tragedia de la lavandera de la casa.
¿De izquierda y con una lavandera en casa? Esa es la magnífica memoria que construye esta novela: la memoria olvidada o que se desea olvidar de forma deliberada. La izquierda que no cuestiona a su propia familia.
Para no aburrirlos más con estas mis chácharas blasfemas, terminaré con una anécdota: en alguna oportunidad, luego de ver después de mucho tiempo la película Chuquiago, ese gran retrato a pincel de la ciudad de La Paz, me preguntaba por qué todo el mundo repudiaba la actitud de Johnny (algún día, lo juro, me vestiré como él), uno de los personajes que niega sus raíces, que reniega de ellas y desea ser otro.
¿Qué tal si el tal Johnny se hubiese llamado Samuelín y hubiera sido hijo de un próspero exdueño de una cementera? ¿Y qué tal si este Samuelín hubiera renegado de sus raíces? ¿Y las hubiera apuntado y condenado? Ahí, es casi seguro, el aplauso hubiera sido generalizado.
Eso porque siempre pensamos que el pobre (en este caso Johnny) debe ser fiel a sus raíces y el rico (el “carismático” Samuelín) tiene todo el derecho de renegar de sus orígenes. ¿Acaso Mar no tiene el mismo derecho de poner en entredicho lo que hicieron sus padres con ella y con su generación?

Memorias de Mamá Blanca se publicó en 1933 y El sonido de la H en 2015. Si la calculadora no me falla, hay 82 años que las separan. 82 años es toda una vida. Ambas novelas están ahí como dos objetos incómodos para esos entornos sociales que les tocó vivir  (y memorizar y escribir) y que parecen ser tan disímiles, pero que en el fondo son tan aterradoramente parecidos.

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