La memoria de la H
Una lectura del reciente Premio Nacional de Novela, enriquecida con un paralelo a una novela venezolana de inicios del siglo pasado.
Martín
Zelaya Sánchez
Hace
unos años atrás cayó en mis manos un libro extraordinario: Memorias de Mamá Blanca, de Teresa de la Parra. Éste relata la vida
de la Venezuela criolla de principios del siglo XX a través de las escenas
cotidianas de una familia de ricachones.
Quizá
la autora no tuvo otra intención que contar una historia o a lo mejor entre sus
objetivos estaba la maliciosa pretensión de fotografiar a esa sociedad
conservadora, reprimida y atrasada. Tan atrasada, tan reprimida y tan
conservadora que creía estar a la par de lo que acontecía en París y que además
tenía un gran pendiente con el tema de la figura paterna.
Dice
en alguna parte: “El pobre Papá, sin merecerlo ni sospecharlo, asumía a
nuestros ojos el papel ingratísimo de Dios. Nunca nos reprendía, sin embargo,
por instinto religioso, rendíamos a su autoridad suprema el tributo de un
terror misterioso impregnado de misticismo”.
¿Qué
es El sonido de la H, la más reciente
ganadora del Premio Nacional de Novela? ¿Qué hay en este libro de Magela
Baudoin que lo hace tan incómodo? ¿Será la enorme necesidad de una adolescente
llamada Mar por encontrar lo que desea en la vida? ¿O se tratará de un fabuloso
esfuerzo por derrumbar los aspectos de la vida que le parecen horrendos? ¿O es
la ambición de Rafael por querer ser Rafaela?
En
estos tiempos donde la corrección política es una ficha de oro para acomodarse
donde uno pueda y donde parece que todo fue inventado hace apenas una hora
atrás, El sonido de la H viene a
construirnos un recuerdo, una memoria.
Sí,
así como lo hiciera en su momento Memorias
de Mamá Blanca. En este caso, la novela de Baudoin nos da la posibilidad de
ver a esa parte de la sociedad boliviana que parece libre de pecado.
Cuando
la leía me preguntaba si el verdadero fondo de El sonido de la H es la sombra del padre militante de izquierda,
otro Dios todopoderoso e intocable, ese que está en la cima del mundo, y que
por ser de izquierda arruina la vida de la familia sin inmutarse siquiera.
¿Alguna
vez les preguntamos a las hijas e hijos de los perseguidos políticos si querían
ser perseguidos? ¿Les preguntamos qué opinaban del asunto? Ya sé que eso suena,
en el momento político que vive (¿o padece?) Bolivia, a una blasfemia.
Aunque
les digo una cosa por experiencia y angustia propia: ser blasfemo no está nada
mal, no estar de acuerdo con todo, como lo hace Mar al revelar sus verdaderos
sentimientos de solidaridad obligatoria: “Mis padres tenían vergüenza de tener.
Culpa. Cuando yo era pequeña y me compraban un helado, a veces se lo daba a
algún niño pobre que andaba por el parque. Lo hacía no de buena, sino porque sabía
que ellos me querrían más”.
Esos
padres y madres jamás se preguntaron si esa niña estaba haciendo lo que deseaba
o si era feliz. Así como los personajes-personas de Memorias de Mamá Blanca creían ser parisinos cuando eran tan solo unos
simples venezolanos encerrados en una hacienda, los personajes de El sonido de la H (el padre y la madre,
sobre todo), creen estar haciendo la revolución y no saben hacer la revolución
en sus hijas. Les hablan de igualdad, de emancipación y, sin embargo,
permanecen inconmovibles ante la tragedia de la lavandera de la casa.
¿De
izquierda y con una lavandera en casa? Esa es la magnífica memoria que
construye esta novela: la memoria olvidada o que se desea olvidar de forma
deliberada. La izquierda que no cuestiona a su propia familia.
Para
no aburrirlos más con estas mis chácharas blasfemas, terminaré con una
anécdota: en alguna oportunidad, luego de ver después de mucho tiempo la película
Chuquiago, ese gran retrato a pincel
de la ciudad de La Paz, me preguntaba por qué todo el mundo repudiaba la
actitud de Johnny (algún día, lo juro, me vestiré como él), uno de los
personajes que niega sus raíces, que reniega de ellas y desea ser otro.
¿Qué
tal si el tal Johnny se hubiese llamado Samuelín y hubiera sido hijo de un
próspero exdueño de una cementera? ¿Y qué tal si este Samuelín hubiera renegado
de sus raíces? ¿Y las hubiera apuntado y condenado? Ahí, es casi seguro, el
aplauso hubiera sido generalizado.
Eso
porque siempre pensamos que el pobre (en este caso Johnny) debe ser fiel a sus
raíces y el rico (el “carismático” Samuelín) tiene todo el derecho de renegar
de sus orígenes. ¿Acaso Mar no tiene el mismo derecho de poner en entredicho lo
que hicieron sus padres con ella y con su generación?
Memorias de Mamá Blanca se publicó en 1933
y El sonido de la H en 2015. Si la
calculadora no me falla, hay 82 años que las separan. 82 años es toda una vida.
Ambas novelas están ahí como dos objetos incómodos para esos entornos sociales
que les tocó vivir (y memorizar y
escribir) y que parecen ser tan disímiles, pero que en el fondo son tan
aterradoramente parecidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario