Dos seductores y una moneda de oro
Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.
Aldo Medinaceli
En ese libro magistral, sin palabras de más, casi
matemático: Dublineses, James Joyce
parecía tener objetivos más modestos que en su Ulises, por supuesto. Los ensayos formales estaban siempre
supeditados al avance de la historia, al devenir de sus acciones y a la
creación de personajes con la contundencia de un cincel.
En sus más de doce relatos se puede sentir el aire de la
ciudad de Dublín de hace un siglo. Las estructuras narrativas eran tan sólidas
como las calles de toda urbe ordenada. Tal vez por eso a quienes vivimos en
ciudades latinoamericanas, más o menos caóticas, el libro nos parezca una suma
de fórmulas precisas, secuencias medidas y diálogos calculados.
Cada relato funciona como una caja vacía en donde pueden
habitar varias historias, cambiándoles el escenario, la edad de los
protagonistas o cualquiera de los elementos ficcionales, esa caja vacía será
siempre una fórmula efectiva. En Dublineses
es casi imposible encontrar juicios de valor, lo más cercano que recuerde a un
grado cero narrativo, titánico intento de objetividad absoluta.
Ahí tenemos por ejemplo en el cuento Un encuentro, un “punto ciego”, en donde uno de los personajes sale
del cuadro de la escena y hace algo de lo que el lector jamás se entera, y ahí
radica el clímax de ese relato, en lo que no se cuenta, en el óleo que gotea
fuera del marco.
O también podemos mencionar la imagen de la figura de cera
en Araby, que resume la historia en
una figura abstracta flotando sobre el agua. O recordar la conversación entre
los dos amigos en el cuento Una pequeña
nube, (¡Cómo el centro gravitacional del relato se concentra en
-precisamente- la nube de un cigarro encendido que pareciera concentrar todo lo
que no se animan a decir!), como si aquel humo fuera absorbiendo los eufemismos
para transformarlos en un sentido cabal y honesto.
Pero en la distancia, la escena que más brillo posee en mi
memoria es la secuencia final de Dos
galanes. Se trata de un relato de estructura más bien clásica, sin mayores
pretensiones de innovación formal, aunque sí con la dosis adecuada de
descripción, antesalas al diálogo, tejido de atmósfera y espacios vacíos en
cada descripción, para que el lector se forme un concepto por sí mismo, según
los gestos, movimientos y palabras de cada uno de los personajes.
Este cuento está armado en un contrapunto entre dos jóvenes
amigos, que dialogan acerca de una nueva conquista, en este caso, la empleada
en una casa de un barrio rico de Dublín.
El diálogo solamente se ve interrumpido para recrear el
atardecer en la ciudad y describir las escenas cotidianas de las calles como
frescos minimales. Después Lenehan -uno de los amigos- espera el resultado de
la cita con la chica de Corley. Los protagonistas viven atraídos por el viejo
arte de la seducción y se confían, entre chiste y chiste, sus estrategias y
aprendizajes en la siempre ardua tarea de conquistar mujeres.
La escena final es otro “punto vacío” en el que mediante un
solo elemento se insinúa todo un abanico de sentidos. Pero antes los dos
protagonistas caminan por calles y más calles, libres y con todo el tiempo del
mundo. Esta vez el encargado de cumplir con la misión es Corley mientras Lenehan
espera en algún rincón de la ciudad.
“La mayoría de la gente consideraba a Lenehan una
sanguijuela, aunque a pesar de esta situación, su elocuencia y mañas habían
impedido a sus amigos dejarlo al margen”, dice el narrador para describir a uno
de los galanes.
Por su parte, Corley es siempre descrito como el más fuerte
de los dos, rubicundo y quizás algo torpe, siempre ajeno a las ironías y
sutilezas de su amigo. Ninguno es de clase social muy alta por lo que sus
afanes de faldas siempre reemplazan a las actividades de ocio que podrían tener
en otra situación. Han pasado hambre y frecuentan los bares y sitios de comida
populares que parecen conocer muy bien.
Esta diferencia de clases sociales entre Corley y la aún más
atribulada económicamente empleada pobre que seduce, además de la contundente
escena final, hizo que el cuento Dos
galanes fuera observado por la censura durante su época y no fuera incluido
en la primera versión de Dublineses.
El cuento termina de la siguiente manera.
“Habían llegado a la esquina de Ely Place. Sin dignarse
darle una respuesta, Corley torció a la izquierda tomando una calle lateral.
Tenía el rostro transido de una calma impasible. Lenehan le seguía detrás
respirando profundamente. Se sentía engañado y una nota de amenaza se le escapó
en su voz:
-¿No me puedes contestar? -dijo- ¿Lo has conseguido?
Corley se detuvo bajo la primera farola con la mirada fija
hacia adelante. Luego con un gesto solemne extendió la mano hacia la luz y,
sonriendo, la abrió lentamente bajo la
mirada de su discípulo. Una pequeña moneda de oro brillaba en la palma”.
Con esta escena final, se infiere que Corley ha logrado la
moneda de oro de su nueva conquista, una cantidad de dinero muy alta para
cualquiera de los personajes, deduciendo que la empleada tuvo que ahorrar o
sacrificar varios de sus salarios para complacer a Corley.
En términos narrativos, aquella simple moneda, vale lo que
su brillo. Escondida en la mano del personaje, viajando quién sabe por qué
lugares hasta encontrar su nuevo dueño. No se conoce su destino. Tal vez una
buena juerga con cerveza, comida y diversiones. Tal vez simplemente el símbolo
de una nueva tierra conquistada por parte del maestro que enseña a su
discípulo. Las antiguas lógicas del Dublín colonizado. Trofeo de juventud o
hasta signo de una sutil crueldad. Diminuto artilugio que le da sentido a las
páginas anteriores.
La escena final de Dos
galanes es una muestra más de la facilidad que poseía el escritor irlandés
para jugar con los elementos de sus historias, dándole un cierre perfecto a la
tensión acumulada, previa al encuentro de los dos amigos, cómplices, quienes se
quedan en silencio ante el brillo del oro conseguido, mediante las artes más
rebuscadas, cerrando un cuento con elegancia y belleza, sin mayores ruidos,
únicamente mediante un pequeño círculo dorado que deja absortos a seductores y
a lectores por igual.
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