Asma: respirando palabras
Texto leído durante la presentación del libro de cuentos de Aldo Medinaceli en la reciente Feria Internacional del Libro de Santa Cruz.
Darwin Pinto
Hay gente que escribe para no pegarse un tiro. Hay
gente que escribe para no golpear a otra gente o porque le da placer o porque
le da la gana y puede. O porque no quiere, pero tiene que hacerlo, para no
pegarse un tiro, para no pegarle a otra gente. Para vivir.
Hay también gente que escribe, porque a través de
las palabras uno termina de construirse. Uno dice para ser, de adentro hacia
afuera. Y por escrito, porque de otra forma sería imposible.
No sabemos cuál es el caso del autor, aunque en la
obra él lanza centros que si se cabecean con precisión, se puede ensayar alguna
respuesta. Uno es lo que escribe, así el autor se halle disperso en algunas
ignotas esquinas de su propia obra, está ahí, sin excusas, desnudo, con el
corazón en un vaso de agua a la vista de todos. Eso dicen que es: el Arte.
Y si la literatura es una bella arte que solo la
pueden ejecutar con éxito los mimados por las musas, o los empujados por ese
tipo de inteligencia que permite crear y recrear atmósferas emocionales a
través de ese privilegio único dado por Dios al hombre y a la mujer: la Palabra,
entonces Asma es un muy buen ejemplo
de ello.
Asma es un libro poblado por historias y personajes que
si uno se lo piensa bien, es posible que nos los hayamos topado alguna vez por
las calles. En el bus, en el trabajo, en el cine, en el ascensor. O incluso -en
muchos casos- nos hayan habitado, dirigido y, casi casi, nos hayan consumido en
algún momento de nuestras vidas.
O quizás no. Aún así ellos están, ellos son. Aunque
no los veas, aunque no lo creas. Una
clave importante para descifrar este libro es hacer el seguimiento minucioso de
lo que se dice y de lo que no se dice.
Aquí no hay palabras al azar. Por lo tanto se
recomienda hacerle un seguimiento detallado a la construcción permanente y
sucesiva de sus personajes, la mayoría rotos, inacabados, adoloridos, dañados,
extraviados, incompletos que buscan complementarse con otros a través del sexo,
del delito, el alcohol, la locura, los silencios, las soledades. O en ese
triste y anónimo acto de compartir al entrañable y mítico monstruo que llamamos
ciudad. Las ciudades que llevamos dentro, las de los recuerdos, las que solo
existen ahí, adentro, en las fotos: Adentro.
Y también las ciudades de afuera, las enormes y
grises, las que se nutren de nosotros al dejarnos caminarlas, habitarlas,
gastarnos las vidas sobre su pavimento y sus semáforos. Las que viven de
nosotros, sus parásitos, sus criaturas.
En el libro el autor hace gala de exactas
descripciones del cuerpo, el alma y el mundo, manejando además los conceptos de
la desintegración, de la metamorfosis y de la reconstrucción o resurrección,
otra vez, de lo que se ve y de lo que no se ve, moviéndose en el plano de
lo real y en el de lo fantástico, o en el de lo no tan fantástico, como puede ser
el ámbito de lo sobrenatural-cotidiano, que uno halla por ejemplo en el cuento La Pelea antes del fin. Cito un fragmento:
“Un instinto desmedido le hacía notar que se
encontraba en otra dimensión. Veía cosas que antes no veía. Movimientos.
Rostros. Luces. Había estado acostumbrado a observar siempre a las mismas
personas caminando hacia sus casas, a los mismos automóviles tocando sus
bocinas, a los mismos autobuses repletos y destartalados. La realidad que ahora
percibía combinaba un plano mal enfocado con la luminosidad que alcanzan los
sensores infrarrojos. Veía siluetas traslúcidas, sombras veloces, seres
extravagantes que volaban por el aire.
Agazapado en el onceavo piso de un edificio en
construcción, se detuvo a observar aquel espectáculo delirante. Además de la
realidad cotidiana asistía a otro espectáculo simultáneo velado para los demás.
Al lado de los conductores veía sombras vigilantes. Cada persona tenía a su
alrededor figuras que le perseguían.
Incontables siluetas volaban por el aire. La ciudad
era una explosión de energía. Los cables, las calles y los letreros estaban
infundidos de hálitos fantasmagóricos.
Trevor sentía el aura de los metales, la estela que
dejaban los pensamientos y los agujeros negros de las emociones depresivas.
Descendió hasta el tercer piso velozmente, sin dejar de observar el río
cromático que sucedía allá abajo. Se pasó algunas horas en un estado
iniciático, hipnotizado por la novedad del nuevo universo que nacía ante sus
ojos.
Después de un momento sumergido en aquella
nueva dimensión se acercó a un autobús repleto de pasajeros. Varias figuras
parecían alistarse para un encuentro con sus tripulantes. Trevor vio cómo
aquella fila de figuras opacas ingresaba en el cuerpo del conductor…”.
Precisión, obsesión por el detalle, a través de una
mirada intimista -frase cliché en estos casos, pero aquí muy real-, en una permanente
relación cíclica entre creador y creación, es lo que se nota en estos cuentos
narrados con prosa clara y certera.
Se agradece. Aquí hay un gran narrador creando
mundos con la Palabra. Mundos con seres, seres que quizá también lo traicionen
un día, seducidos por otras voces… no lo sabemos.
El autor cuenta desde adentro para adentro historias
en las que el fuego de la palabra hace saltar chispas hacia quien lee, para que
ambos, historia y lector, se quemen juntos en ese fueguito lleno de cosquillas
y de revelaciones, que nos enciende por dentro un relato bien contado. Aquí la ficción se hace carne. Se hace sudor,
se hace noche. Se hace abrazo.
Mientras se avanza en las páginas de Asma se puede sentir la pulsación
interior del creador, que mediante la narrativa va reconstruyendo una realidad
a través de los ladrillos de las palabras, de las emociones, de las
sensaciones. En este libro, cuando uno lee: es cierto que falta el aire,
pero no atormenta ni importa, las palabras aquí son más que el aire. Son
todo.
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