sábado, 13 de junio de 2015

Reseña

Asma: respirando palabras


Texto leído durante la presentación del libro de cuentos de Aldo Medinaceli en la reciente Feria Internacional del Libro de Santa Cruz.



Darwin Pinto

Hay gente que escribe para no pegarse un tiro. Hay gente que escribe para no golpear a otra gente o porque le da placer o porque le da la gana y puede. O porque no quiere, pero tiene que hacerlo, para no pegarse un tiro, para no pegarle a otra gente. Para vivir.
Hay también gente que escribe, porque a través de las palabras uno termina de construirse. Uno dice para ser, de adentro hacia afuera. Y por escrito, porque de otra forma sería imposible. 
No sabemos cuál es el caso del autor, aunque en la obra él lanza centros que si se cabecean con precisión, se puede ensayar alguna respuesta. Uno es lo que escribe, así el autor se halle disperso en algunas ignotas esquinas de su propia obra, está ahí, sin excusas, desnudo, con el corazón en un vaso de agua a la vista de todos. Eso dicen que es: el Arte.
Y si la literatura es una bella arte que solo la pueden ejecutar con éxito los mimados por las musas, o los empujados por ese tipo de inteligencia que permite crear y recrear atmósferas emocionales a través de ese privilegio único dado por Dios al hombre y a la mujer: la Palabra, entonces Asma es un muy buen ejemplo de ello. 
Asma es un libro poblado por historias y personajes que si uno se lo piensa bien, es posible que nos los hayamos topado alguna vez por las calles. En el bus, en el trabajo, en el cine, en el ascensor. O incluso -en muchos casos- nos hayan habitado, dirigido y, casi casi, nos hayan consumido en algún momento de nuestras vidas. 
O quizás no. Aún así ellos están, ellos son. Aunque no los veas, aunque no lo creas. Una clave importante para descifrar este libro es hacer el seguimiento minucioso de lo que se dice y de lo que no se dice.
Aquí no hay palabras al azar. Por lo tanto se recomienda hacerle un seguimiento detallado a la construcción permanente y sucesiva de sus personajes, la mayoría rotos, inacabados, adoloridos, dañados, extraviados, incompletos que buscan complementarse con otros a través del sexo, del delito, el alcohol, la locura, los silencios, las soledades. O en ese triste y anónimo acto de compartir al entrañable y mítico monstruo que llamamos ciudad. Las ciudades que llevamos dentro, las de los recuerdos, las que solo existen ahí, adentro, en las fotos: Adentro.
Y también las ciudades de afuera, las enormes y grises, las que se nutren de nosotros al dejarnos caminarlas, habitarlas, gastarnos las vidas sobre su pavimento y sus semáforos. Las que viven de nosotros, sus parásitos, sus criaturas.
En el libro el autor hace gala de exactas descripciones del cuerpo, el alma y el mundo, manejando además los conceptos de la desintegración, de la metamorfosis y de la reconstrucción o resurrección, otra vez, de lo que se ve y de lo que no se ve, moviéndose en el plano de lo real y en el de lo fantástico, o en el de lo no tan fantástico, como puede ser el ámbito de lo sobrenatural-cotidiano, que uno halla por ejemplo en el cuento La Pelea antes del fin. Cito un fragmento:

“Un instinto desmedido le hacía notar que se encontraba en otra dimensión. Veía cosas que antes no veía. Movimientos. Rostros. Luces. Había estado acostumbrado a observar siempre a las mismas personas caminando hacia sus casas, a los mismos automóviles tocando sus bocinas, a los mismos autobuses repletos y destartalados. La realidad que ahora percibía combinaba un plano mal enfocado con la luminosidad que alcanzan los sensores infrarrojos. Veía siluetas traslúcidas, sombras veloces, seres extravagantes que volaban por el aire.
Agazapado en el onceavo piso de un edificio en construcción, se detuvo a observar aquel espectáculo delirante. Además de la realidad cotidiana asistía a otro espectáculo simultáneo velado para los demás. Al lado de los conductores veía sombras vigilantes. Cada persona tenía a su alrededor figuras que le perseguían.
Incontables siluetas volaban por el aire. La ciudad era una explosión de energía. Los cables, las calles y los letreros estaban infundidos de hálitos fantasmagóricos.
Trevor sentía el aura de los metales, la estela que dejaban los pensamientos y los agujeros negros de las emociones depresivas. Descendió hasta el tercer piso velozmente, sin dejar de observar el río cromático que sucedía allá abajo. Se pasó algunas horas en un estado iniciático, hipnotizado por la novedad del nuevo universo que nacía ante sus ojos.
Después de un momento sumergido en aquella  nueva dimensión se acercó a un autobús repleto de pasajeros. Varias figuras parecían alistarse para un encuentro con sus tripulantes. Trevor vio cómo aquella fila de figuras opacas ingresaba en el cuerpo del conductor…”.

Precisión, obsesión por el detalle, a través de una mirada intimista -frase cliché en estos casos, pero aquí muy real-, en una permanente relación cíclica entre creador y creación, es lo que se nota en estos cuentos narrados con prosa clara y certera.
Se agradece. Aquí hay un gran narrador creando mundos con la Palabra. Mundos con seres, seres que quizá también lo traicionen un día, seducidos por otras voces… no lo sabemos.
El autor cuenta desde adentro para adentro historias en las que el fuego de la palabra hace saltar chispas hacia quien lee, para que ambos, historia y lector, se quemen juntos en ese fueguito lleno de cosquillas y de revelaciones, que nos enciende por dentro un relato bien contado. Aquí la ficción se hace carne. Se hace sudor, se hace noche. Se hace abrazo.

Mientras se avanza en las páginas de Asma se puede sentir la pulsación interior del creador, que mediante la narrativa va reconstruyendo una realidad a través de los ladrillos de las palabras, de las emociones, de las sensaciones. En este libro, cuando uno lee: es cierto que falta el aire, pero no atormenta ni importa, las palabras aquí son más que el aire. Son todo. 

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