Samuel Barber en adagio
Luego de un amplio contexto, el autor ofrece un breve perfil del músico que renovó definitivamente el panorama musical de las décadas intermedias del siglo XX.
Pablo Mendieta Paz
Dado que su espíritu y concepción creativos son muy dispares
con los de Claude Debussy, sin duda que el estadounidense Charles Ives
(1874-1954), autor de obras de gran complejidad como Central Park in the Dark, In the Night, Cuarteto de cuerda nº 2, Concord
Sonata o Three Places in New England,
se manifiesta como uno de los máximos compositores impresionistas de aquella
nación.
Representativa su obra general de una esencia reformadora,
que por ello mismo difiere de la del compositor francés, su legado se halla
patentizado en George Gershwin, artista de intensa musicalidad que, imbuido de
aquel arte innovador, da forma a producciones de brillante sentido del ritmo
como la Rapsodia en blue, el poema
sinfónico Un americano en París o la
ópera Porgy and Bess.
Asimismo, otros músicos de aquella época captaron, en mayor
o menor medida, el estilo impuesto por Ives, y fueron a la búsqueda de las
mejores tentativas para perfeccionar el modelo dibujado por dicho creador.
Surgió así, nítidamente, la figura de un Aaron Copland
(1900-1990) que encontró en el jazz sinfónico una penetrante forma de expresión
que, tras diversos experimentos, idearía composiciones de estilo mayor. Más
adelante encontraría dignos sucesores en Leonard Bernstein y Günter Schuller,
este último iniciador del movimiento Third Stream Music orientado a conciliar
el jazz con la música de concierto. Es probable, según los especialistas en el
symphonic jazz, que The visitation
(1966) sea su mayor composición. Inspirada en la obra de Kafka, alcanzó, como
podrá suponerse, amplio reconocimiento mundial.
Más adelante, los revolucionarios sonidos de Arnold
Schoenberg ejercieron marcada influencia en una importante legión de
compositores, sobre todo en el neoyorquino Elliot Carter, cuyo Cuarteto (1951) se erige como una de las
más fascinantes composiciones de la música estadounidense y que, de algún modo,
bajo su influjo, caló hondamente en Edgar Varèse, músico francés que bebió de
toda esa fuente para situarse en la corriente “abstraccionista” y experimental:
Desiertos (1954), El hombre y la máquina (1958); y
desembocar finalmente en la música concreta creada por Pierre Schaeffer.
Perfilándose entre todos ellos asoma John Cage (1912-1992),
cuya figura del avant garde
(vanguardismo) de la posguerra, lo elevan como el pionero de la música
aleatoria.
En Latinoamérica, entretanto, las tendencias renovadoras
encontraron eco en la música de compositores mexicanos como Silvestre Revueltas
con su admirable Sensemayá (1938), o
en la producción de Carlos Chávez, creador de obras de dimensión universal como
Sinfonía India (1935) o Canto a la tierra (1946).
Simultáneamente, Alberto Ginastera en Argentina se dejaba
seducir con la gigantesca música de Stravinsky y Béla Bartók. Inspirado en la
música dodecafónica, alcanzó mayor rigor formal en sus últimas composiciones,
una de ellas de renombre internacional: Bomarzo,
ópera basada en la novela homónima de Manuel Mujica Láinez, y estrenada en
Nueva York en 1967.
Las mismas corrientes vanguardistas se esparcieron en Brasil
con la aparición de Héctor Villalobos, prolífico compositor de formidable
riqueza tímbrica. En Bolivia está Jaime Mendoza Nava quién deslumbrado por
Stravinsky, Milhaud, Hindemith y el propio Copland, organizó un grupo musical
progresista, similar al célebre grupo universal de Los Seis, y con artistas de
la talla de Antonio Ibáñez, Néstor Olmos, Jaime Gallardo, Hugo Araníbar y
Gustavo Navarre, confluyeron todos en un movimiento, aunque breve, de vital
sentido innovador.
A todo esto, un compositor estadounidense nacido en 1910 en
West Chester, Pensilvania, Estados Unidos, llamado Samuel Barber, ajeno en gran
medida a los modernos aires musicales que se diseminaban por el mundo entero,
eligió desde sus primeras obras una senda melódica y neorromántica
absolutamente independiente.
Por lo mismo, todas sus composiciones ganaron inmediata fama
internacional, y son en la actualidad ejecutadas con frecuencia por una
variedad de razones: son gratas de escuchar, poseen cualidades de fantasía, son
inteligibles, están perfectamente escritas en tecnicismo melódico y armónico
(ello es posible corroborar al oírlas), y porque poseen un marcado estilo
singularizado por exuberante buen gusto, además de su brevedad (alguien expresó
que cuando Barber ha dicho lo que quiere decir, tiene el talento de terminar).
Su Sinfonía en un movimiento
fue la primera obra estadounidense que figuró en el Festival de Salzburgo en
1937, en tanto que su Adagio para cuerdas
(Adagio for strings) (1937-1938) y su Ensayo
para orquesta (1937) “fueron las primeras que Arturo Toscanini incluyó en
su repertorio”.
Aunque la producción de Samuel Barber es vasta y abarca una
diversidad de géneros, llama la atención su música coral y vocal como The Prayers of Kierkegaard (Las plegarias de
Kierkegaard), obra basada en los escritos del filósofo existencialista danés
Søren Kierkegaard; The Lovers (Los
amantes), basada en un poema de Pablo Neruda; Twelfth Night (Duodécima noche), entre otras.
No cabe duda, no obstante, que el Adagio para cuerdas es la composición que mayor celebridad ha
cobrado en los escenarios mundiales a raíz de que Oliver Stone incluye
fragmentos en los momentos cruciales de su película Platoon (Pelotón), ambientada en la guerra de Vietnam.
Samuel Barber, un músico exquisito en la concepción de
formas musicales. Un artista fuera de serie que sin duda alguna cautivará aún a
muchas generaciones.
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