domingo, 13 de diciembre de 2015

Sombras nada más

Unas palabras para Marcela


Una evocación de Marcela Inch, investigadora y ex directora del ABNB.



Gabriel Chávez Casazola

No voy a hablar de Marcela, una enamorada de mis ya distantes 18 que leía a Benedetti, veía cine alternativo las tardes de lluvia y mandaba mensajes -como botellas al mar- en pajaritas de origami. Algunas tardes recuerdo las canciones que escuchábamos, pero no voy a hablar de ella.  Tal vez, otra vez, en un poema.
Me toca hablar de una amiga, Marcela de nombre, que acaba de morir. Y me doy cuenta que cada vez con más frecuencia me toca -me pide el corazón- escribir para alguien que ha muerto, y me pongo a pensar que la vida es eso: un llenarse la agenda de nombres que ya no corresponden a un cuerpo, solo a puñados de memorias que dan testimonio de que esos seres alguna vez estuvieron.
Antes eran las agendas físicas, supongo, y ahora los teléfonos los que de pronto te muestran unas letras en determinado orden y dices: pero si esa persona ya no vive, y piensas en borrarla, pero luego sientes que de alguna manera estarías contribuyendo a su olvido, quitándole entidad, desvaneciéndola.
Cuando somos muchachos, nuestras redes sociales están llenas de vivos, pero envejecer es ir viendo cargarse el Facebook de muertos. Como si se cargara un revólver de balas que un día han de llegarte. Y comienza a suceder más de prisa a partir de los 40.  Yo ya tengo varios de esos fantasmas que no me decido a borrar, a desdibujar, a desvanecer.
Marcela Inch fue (momento duro este pasar del  “es” al “fue”) una amiga a la que aprendí a apreciar y respetar durante el tiempo que me tocó tratarla con frecuencia y presenciar su labor.  Ejerció la dirección del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia en Sucre por varios años, no tengo en la cabeza cuántos exactamente y no pienso buscar en Google, creo que nueve o diez, en todo caso los suficientes para dejar marca. Y no tuvo fácil la tarea, por cierto, con la sombra enorme de Gunnar Mendoza planeando sobre la institución, como una cota demasiado alta.
Sin embargo, ella pudo lo que a otros les fue difícil: ejercer el cargo sin complicarse con esa memoria sino respetándola y dándole el lugar que le correspondía, y lo hizo en muchas cosas a la manera de Mendoza, con dignidad, rigor, carácter y minuciosa dedicación, tanto para lo grande -la construcción del edificio nuevo del Archivo y la digitalización de sus fondos- como para lo pequeño, que eran una y mil cosas cada día.
Marcela tenía ante todo un perfil técnico, es verdad, más que intelectual -digo esto sin olvidar su labor de investigación y producción historiográfica-; era muy eficiente -atributo decisivo a la hora de administrar una institución que había crecido mucho y cuya dirección no era una holgada canonjía como solía pensarse entonces-; además no jugaba de local y sabía -¿cómo decirlo?- estar sin estar, quedando así a salvo de los vericuetos de las pequeñas intrigas y rivalidades sucrenses, tan provincianas, tan decimonónicas, que habían complicado la vida y amargado los interregnos de sus poco duraderos predecesores, pese a la valía de algunos de ellos.
Por estos atributos, su designación, en su momento puesta en duda, fue un claro acierto que duró una década, como desacierto igual de claro fue separarla del puesto por razones ajenas a su desempeño.
Ahora eso ya no importa. Hace un año conversamos por última vez, cuando viajé a Cochabamba invitado a un homenaje a Antonio Terán Cabero y la visité en la apacible biblioteca -entonces a su cargo- del Palacio Portales, cual se llamaba otrora al Centro Patiño, ahora de nombre tan prosaico.

Nos sentamos en los jardines a ver pasar la mañana y contarnos la vida. No nos veíamos hacía tiempo. Pensaba algún momento venirse a vivir a Santa Cruz, me preguntó por colegios para su nieta o nieto. Uno nunca sabe que se está despidiendo de alguien. Tampoco lo supe entonces. Ahora su nombre despojado de vida está en la agenda de mi teléfono y me resisto a borrarlo.  Para que su memoria no se (me) desvanezca escribo estas líneas. Tal vez algún día escriba también el poema para la Marcela de mis 18, la que mandaba pajaritas de origami. 

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