Un culto y algo romántico Adonais
Crónica y crítica. Lo que implica ir al teatro en La Paz hoy en día; algo de lo que denota y connota la obra de Percy Jiménez sobre Tamayo.
René
Ricardo Flores Llanos
Domingo
por la noche. Dudo entre ir a ver la “representación dramática” Tamayo: apolíticas consideraciones sobre el
nacionalismo vol. III (40 bolivianos) o quedarme en casa, leer a medias un
libro y escuchar, a medias, algo de música (desconozco el costo de esto).
A
veces no entiendo por qué no asisto con mayor frecuencia al teatro, siendo que
me resulta por demás interesante. Todavía recuerdo con nostalgia una
presentación de hace más de 15 años. También era un domingo, pero por la
mañana. Mis abuelos habían salido a “escuchar misa” y a mí me llevaron a ver algo
para niños.
De
aquella presentación tan trivial y lejana recuerdo incluso todavía algunos
estribillos insignificantes, fragmentos de la música y alguna que otra difusa
marioneta; por el contrario, de un libro teórico que leí hace un año no puedo y
no quiero recordar prácticamente nada; la memoria actúa de forma extraña y me
parece que no se adapta completamente a las formas de conocimiento modernas, y
en especial a las supuestamente académicas.
Al
final decido ir a ver la obra, me encuentro con una amiga y llegamos al lugar.
Se trata de un espacio improvisado y relativamente pequeño. Compramos las
entradas mientras todos practicamos un poco de “el otro teatro”: algún que otro
saludo, charlas cortas y convencionales. Nuestra vida inevitablemente social. Quizá
por eso, aunque me gusta el teatro, no voy mucho al “teatro”.
Comenzamos
a entrar por un angosto corredor hacia el espacio teatral propiamente dicho.
-
Ustedes son los
chicos de la carrera de literatura
-
Sí. -No sé por qué
mis sís siempre tiemblan
-
Por aquí por favor -la
mano nos señala un lugar especial
-
Asientos
de primera fila. En realidad, unos banquitos diminutos colocados
adicionalmente. Al principio me siento feliz por el trato especial, pero luego
de unos minutos llega la anagnórisis de mis glúteos: los banquitos eran
bastante incómodos. La memoria es
extraña. Recuerdo que la gente entra y se acomoda, el espacio es pequeño, el
sentarse hombro con hombro es casi inevitable.
Tamayo se inicia. Primero,
un espectro (¿Derridiano?), un rostro deformado que exhala una nota musical
grave, monótona que se baña en una luz verde pálida, el resto oscuridad.
Buen
comienzo, me digo, luego una laguna mental que me impide recordar, después tres
actores, todos hombres, vestidos con trajes del tiempo quizá de Tamayo
comienzan a lanzar monólogos con un tema en concordancia: el asesinato de un
grupo de personas y las medidas a tomar ante tales eventos (Otra laguna).
Luego
un actor trae papeles (documentos) para revisarlos. Los estribillos se repiten,
y otro actor (el del principio) oculto tras módulos trasparentes y reflejantes
enuncia en voz alta fragmentos de poesía.
Recuerdo
que la música era de carácter fragmentario, manipulada, sintética y sin un tema
claro. Recuerdo que alguien mencionó a Bach pero yo no lo reconocí, tal vez
estaba “deconstruido” (pobre Bach).
En
un momento uno de los actores cae (caerá dos veces más), los otros le ayudan a
levantarse. En otro momento tres actores persiguen, entre los paneles traslucidos
y reflectantes, al cuarto cuyo curioso nombre desconozco (luego lo descubriré,
Adonais el espectro).
Luego
se van repitiendo ciertos elementos y recursos: cita de filósofos, autores
varios y fragmentos poéticos de Tamayo, además del símbolo de la cruz, lo
translucido, los elementos reflejantes de luz, y esos papeles en los que se
escribe y dibuja.
Ya
para el final Adonais cantará y saldrá a la luz, se sentará en una especie de
trono, se convertirá casi en una escultura de Scopas, un famoso escultor griego,
y será cubierto poco a poco por hojas de papel mientras sigue recitando
fragmentos de su poesía (¿una elegía a Tamayo y a los asesinados?).
El
fin, los aplausos. Bien no más, me digo, recojo un trocito de papel que había
escapado de los límites del escenario de representación, y regreso a casa.
Probablemente
no hubiera vuelto a pensar en aquella noche, pero varios días después por
razones algo evidentes tuve que esforzar mis recuerdos, mientras elaboraba el
análisis de aquella mi experiencia teatral. Haciendo esto, mi primera inquietud
fue la de encontrar a Franz Tamayo ya que, según la información oficial
plasmada en los folletitos que se proporcionaron aquella noche, la
autodenominada “obra” se titulaba Tamayo.
No tardo en descubrir que Tamayo estaba escondido tras una grandilocuencia, es
decir, el tal Adonais, mezcla doble de Dios y Adonis.
Percy Bysshe Shelley, escritor
y poeta inglés, acuñ{o el cultísimo neologismo Adonais a la hora de titular la
elegía en honor de su amigo John Keats.
Esta información algo detectivesca (¿criticable?) cambió completamente mi
percepción memorística de “Tamayo la obra”.
Tengo que admitir que mi experiencia in situ
con “Tamayo la obra” fue más de confusión que de extrañamiento -extrañamiento vendría a ser, para mí, siguiendo a Harold
Bloom, una forma de originalidad que no puede ser asimilada o nos asimila de
tal manera que deja de sernos extraña−, pero entonces
pensé que tal vez era eso lo que se buscaba generar.
Tras descubrir que Franz Tamayo aparece en forma de
Adonais nos damos cuenta que la “obra”, ya de entrada, buscó “endiosar” a este
personaje histórico; se nos ocurre que la presentación fue una especie de
elegía. En esta vertiente, los otros tres personajes, Reinaga, Gumucio y
Medina, buscaron a este poeta semidiós siempre esquivo hasta que, ya en el
desenlace, lo convierten en un monumento, una escultura cubierta de hojas de
papel escritas con la historia nacional, hojas que irónicamente cubren y
enmudecen la voz y cuerpo poético del gran Tamayo (¡qué romántica escena!) ¿Es
este el Tamayo en la historia? ¿Es una “obra” con moraleja romántica? quizás
estoy exagerando.
En
mi opinión hay fenómenos artísticos que “te llegan directamente al corazón”
(perdón por las metáforas muertas) mientras que hay otros que necesitan de la
intermediación de una razón más fría; “Tamayo la obra” entraría, para mí, en la
segunda categoría.
Sin
embargo, creo que razón y pasión son como las dos caras del dios Jano y que la
historia no es una simple dialéctica o una necesaria anacronía; tampoco
existirían, para mí, verdades ocultas tras toneladas de documentos y papeles
históricos. No sé si “Tamayo la obra” nos ayude a tener mayor conciencia de
nuestra historia o nos incite a conocer e investigar más. Espero, en verdad,
que así sea.
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