Con Viscarra en Antofagasta
Una crónica chileno-boliviana o, más precisamente, de escritores bolivianos, de literatura boliviana en Chile.
Manuel Vargas
Un jovencito sonriente, con rastas y muy suelto de cuerpo, a la pregunta de cuál es la onda en
su escritura poética, responde así: “Me interesan Malcom Lowry, (nombra a un
inglés y a un francés más, ya no sé si entró aquí Bukowsky), y también Jaime
Saenz y Víctor Hugo Viscarra, no por su escritura -aclara- sino por la vida y
la muerte que tuvo que cargar”.
¿Qué mezclita es esta? Estamos en un encuentro de
escritores y editores en la ciudad de Antofagasta, en el penúltimo mes de 2015.
Quien esto escribe estuvo con Luis Carlos Sanabria, de la editorial 3600 de La
Paz. Aquí no hay apellidos famosos ni premiados, todos muchachos y muchachas, y
yo soy el único de cierta edad, siempre fuera de lugar, como últimamente me
pasa.
El sonriente jovencito se autonombra Helvert Barrabás
y viene de Talca. “Me llamo Barrabás / soy acreedor de mil asesinatos / he
recorrido las ergástulas de Palestina y Jerusalén…”, dice en su libro primerizo
Sinfónica caótica, editado obviamente
a mano y cosido a duras penas.
Como él, muchos, especialmente de Chile, han tenido
que venir a La Paz y haber paseado por “los libros usados de la Pérez” para
conseguir las ediciones piratas más truchas de las que ellos hacen en sus
respectivas ciudades. (En Bolivia los hacen los comerciantes, allá los propios
autores). Barrabás me dedica su libro así: “Existen quienes se encuentran
borrachos tras cantinas o bajo el frío paceño ocultos tras una fogata. A
nosotros nos reúne Víctor Hugo Viscarra”.
Para pena de muchas gentes del gremio en Bolivia,
fue este autonombrado “thanta escritor” paceño el que tuvo que convertirse en
mito. Ante la noticia, cómo habría reaccionado este borracho común y silvestre,
me pregunté sintiendo la brisa marina de las seis de la tarde, en la plaza
Colón donde se desarrollaba el evento.
Ya te jodieron, che, te endilgaron una carga más, y no
me queda otra que escribirte una oda, si no una joda, pues desde el día después
de tu muerte estabas ya en peligro de ser canonizado, y ahora eres un ejemplo
de vida, o de sacrificio, para estos poetas que no pueden seguirte más que en
sus actitudes de rebeldes tardíos, o de redentores con causas universales en un
mundo donde no hay espacio para ellos. Tal vez queda la noche, el margen, el
trago a las orillas del mar a las tres de la mañana, esperando que no aparezcan
los carabineros de Chile y mínimamente te saquen la impagable multa respectiva.
Mientras yo estaba ofreciendo mi literatura cuerda,
viene Barrabás y me obsequia una edición pirata del sur de Chile, Los relatos de Víctor Hugo, con el
prefacio de Vicky Ayllón incluido. “…y aquí en Víctor Hugo Viscarra se ha
encontrado el espíritu que no acaba en una muerte, y atraviesa lugares y épocas
al azar… Por considerarle un renegado de la sociedad que le empujó a la calle, quien
tuvo la valentía de vivir al margen de la conveniencia, del trabajar para
olvidar, morir sin vivir con miedo a la muerte aún… lanzado a la cura de la
embriaguez para comprobar la verdad del despojo del no poseer…”. (Palabras del
prólogo añadido a esta edición).
Y por ahí andamos y ya no hay nada que hacer. Ya por
la noche, en el boliche la Leonera, junto con Janine de Cochabamba, tuve que
contarles algunas novedades. Cómo el actor Jorge Ortiz representó totalmente
desnudo el cuento del susodicho, Anoche,
en un putero, en la acogedora sala del Instituto Goethe de La Paz, dejando
fríos y patitiesos a muchos espectadores. Cómo antes de publicar sus libros en
editorial Correveidile, nos tomamos cuatro cervezas, todo normal, pero con la
novedad de que él fue quien las pagó y yo le presté el libro Allá lejos de J. K. Huysmans para que
leyera una escena de misa negra.
Claro que nunca más supe de ese libro. Y en otra
ocasión le presté Memorias de un
alcoholista, de Jack London, que tampoco me lo devolvió, pero sí, un año
después, una fotocopia encuadernada del mismo, que aún conservo. Vaya uno a
saber qué fue lo que hizo, pero se nota que no se agarraba los libros por
interés, sino que se le iban de las manos, y cuando podía, los devolvía. Y
finalmente cómo, para asegurarse el día a día sin muchos sobresaltos, se
relacionaba con altas autoridades de la Iglesia, la Policía, algunos hospitales,
y de intelectuales de izquierda o directores de ONG.
Y siguiendo la misma onda, les conté que yo tuve el
gusto de farrear, allá por los años 90, en
Santiago, con Las Yeguas del Apocalipsis en su propio refugio, pero cuando
Pedro Lemebel no sonaba ni tronaba y la verdad, ni siquiera supe cuál de
ellos/ellas era, tal era nuestro estado general.
Aparte de Gary Daher, ya no me acuerdo qué otro
boliviano estaba ahí. Entonces fue que les contamos que en Bolivia había
también un grupo de escritores, Los Jinetes del Apocalipsis, y se relamieron
pensando en un posible encuentro apocalíptico.
En fin, ¿qué pueden hacer o decir en su defensa los
muertos, que son cada vez más y tan poco o mal conocidos en vida? Lo que está
claro, es que ellos no tienen la culpa de que se los quiera o se los desprecie
en el recuerdo. Nos quedan solo la memoria y la imaginación. Así es la vida.
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