[Todo y peste I]
Primera parte (primer fragmento inconcluso) de una serie de entregas de esta columna mensual sobre el mismo tema.
Rodolfo Ortiz
En torno a la conocida idea de Max Weber sobre el
“desencanto del mundo”, quisiera referirme a una atmósfera, aquella en la que
Poe percibió que nacía una sociedad nueva y amenazante regida por lo que llamó
“la utilidad directa”. También quisiera recordar que al interior de tal
atmósfera la desolación de sus habitantes vio nacer el “materialismo” de Marx
y, si me permiten el neologismo de Lacan, el “moterialismo” de Freud.[1]
Entre Marxismo y Psicoanálisis existen desbordes
saludables que posibilitan nuevas lecturas de los nombres que tratan de definir
nuestra época. “Modernidad”, “Postmodernidad”, “Capitalismo”, “Democracia”,
“Populismo”, et al., podrían
encontrarse entre los de mayor circulación actual. A cada relevo de estas
palabras, a cada entrada de un nuevo discurso organizado, corresponden ciertos
efectos y variaciones sobre lo que llamamos subjetividad. Los alcances críticos
de este proceso es lo que el discurso marxista y psicoanalítico demuestran a
cada giro interpretativo o interpelativo en el campo social o individual. Pero
también, no cabe duda que el carácter reaccionario de ambos discursos con
respecto a los síntomas contemporáneos surge, en primer lugar, en el intento de
pensar sus objetos de estudio valiéndose de las categorías de su época, es
decir, haciendo pasar la singularidad de sus descubrimientos por el molino de
los lenguajes modernos que les fueron, de algún modo, antagónicos.
Marx tuvo que elaborar su crítica de la razón
capitalista recurriendo a las ideas de Hegel y Freud necesitó elucubrar sobre
el determinismo inconsciente a través de conceptos ligados a la biología, la
física e incluso la antropología de su época. Esta dinámica, sin embargo, es la
que Althusser rescata para conferir al Psicoanálisis y al Marxismo un rasgo
común que los articula; la de ser los verdaderos “hijos sin padre” de nuestra
época, lo que equivale a decir, la de encarnar un lugar sin filiación que
desordena las cosas en la cultura y civilización de nuestro tiempo.
Y dentro de esta atmósfera “reaccionaria” es que
quisiera articular un significante que Freud lanzó casi anecdóticamente a la
sociedad norteamericana a principios del siglo XX, un significante cuyas
vicisitudes supuso dos movimientos determinantes para pensar el lugar del
discurso psicoanalítico contemporáneo con relación a los destinos del
capitalismo tardío pronosticado desde Marx. Cómo la “peste” freudiana fue
neutralizada en Norteamérica y cómo en ese mismo movimiento fue instalado el
germen de lo que en la actualidad lo amenaza desde adentro. Hacia estos
destinos, en última instancia, me dirijo en los acápites que siguen.
El nombre de la
peste
En 1955, después de una conferencia en la Sociedad
Neuropsiquiátrica de Viena, Lacan afirma tener de la boca de Carl Gustav Jung
la siguiente anécdota. En 1909 Freud llegaba por primera vez a los Estados
Unidos a dar una conferencia en la Clark University de Worcester, no bien había
arribado Freud murmura al oído de su amigo y discípulo Jung: “No saben que les
traemos la peste”.
Durante muchos años Jung había reservado únicamente a
Lacan esta importante información, lo cual no deja de ser históricamente
significativo, pero a su vez Lacan la interpreta subrayando que Freud se había
equivocado, pues creyó que su descubrimiento sería una revolución para América,
cuando fue en realidad este continente quien lo devoró retirándole su espíritu
de subversión. Elisabeth Roudinesco, al respecto, realizó un amplio y detallado
estudio de este proceso de la América freudiana de la primera mitad del siglo
XX, en la cual el Psicoanálisis se volvió inocuo, sin valor revolucionario,
donde confluyen, nos dice, “la adhesión a un ideal religioso y un pragmatismo
adaptativo”. De manera sintética, el psicoanálisis freudiano en Norteamérica
privilegió el yo en detrimento del inconsciente y buscó en la teoría de Freud
un medio de adaptación de los individuos a la sociedad pensada siempre como un todo y donde el objetivo era oponer a la
decadencia de la vieja Europa una ética de la libertad voluntaria fundada en la
noción de profilaxis social. De aquí que las corrientes del postfreudismo
fueron atravesadas por una religión de la felicidad e integración inclusiva,
pero totalitaria, cada vez más alejada de la concepción del malestar en la
cultura propuesta por Freud en 1930 o de la visión de Lacan de un freudismo
asimilado a una “peste” subversiva.
Sin duda el nombre de la “peste” que nos llega desde
Lacan, a través del murmullo de Freud y el susurro de Jung, representa el sesgo
de un anticapitalismo lacaniano que se sostiene en el emblemático “retorno a
Freud” y que por debajo de su clara oposición a la American way of life privilegia la posibilidad de reavivar el
espíritu amenazador de la “peste” al interior del discurso capitalista. Creo
importante destacar que a partir de los modos de este anticapitalismo lacaniano
que arranca cuestionando la noción de totalidad, surge la idea de una relación,
quizás de un matrimonio no del todo feliz, entre Psicoanálisis y Marxismo.
Todos en peste
Fue Lacan el primero en sostener que la palabra todo marcaba un problema fundamental.
Materializado por los griegos en la polis,
por los latinos en la República o en el Imperio, por los Cristianos en la
comunidad de creyentes de Cristo, por los modernos en el mercado mundial y la
universalidad de la forma-mercancía, la palabra “todo”, multiforme y
recurrente, traza lo que J.A. Miller llama “una línea del universo”. Y es en
esta convicción multifacial y diacrónica del “todo” en la que la palabra “peste”
provocó repetidas veces también un trastorno. El todo de la armada griega al
comienzo de La Iliada, el todo de la
Atenas de Pericles al comienzo de la guerra del Peloponeso, el todo de
Florencia en Boccacio, el todo de la colonización bajo la idea distorsionada
del cruce entre el “humano” y el “salvaje”, el todo del totalitarismo nazi
frente al nombre “judío” o el todo de la globalización actual vista desde los
procesos migratorios, todos en peste que anuncian el origen de un
terror que atravesó y sigue atravesando a la sensibilidad de occidente.
Es en la puesta en peligro de ese “todo” donde
advierto la relevancia de esa voz que circula como “peste” o como cualquier
otro sinónimo desplegado en enjambre. Una palabra que suscita lo que ya se
podría enunciar como la presencia del no-todo
en el corazón mismo del todo.
Y este es el alcance que me gustaría dar al murmullo
de Freud de 1909. En el fondo él sabía que no traía la peste a América, pues no
dudó en proclamar que los americanos habían transformado el Psicoanálisis “en
una mucama para todo servicio de la psiquiatría”, pero no se equivocaba al
intuir que el fantasma poderoso del estado americano, después de haber
asimilado la cultura europea a su gusto impondría al mundo la imagen de una
doctrina momificada y de totalitarismo encubierto.
[1] Más que
una apuesta de corte experimental –la palabra (le mot)– del neologismo, Lacan busca la formulación de un neo-logos teórico y político, pues su
proliferación de “significantes nuevos” operó como una respuesta a las
sanciones de cualquier manifestación totalitaria. A su vez, el neo-logos lacaniano opera como una
estrategia ligada al movimiento de constitución de su enseñanza, aspecto que
históricamente arranca en 1953 a partir de la ruptura con las escuelas
post-freudianas. Lacan pronuncia el término moterialisme
en la “Conferencia de Ginebra sobre el síntoma”, el 4 de octubre de 1975.
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