lunes, 21 de diciembre de 2015

Parhelio

[Todo y peste I]


Primera parte (primer fragmento inconcluso) de una serie de entregas de esta columna mensual sobre el mismo tema.



Rodolfo Ortiz 

En torno a la conocida idea de Max Weber sobre el “desencanto del mundo”, quisiera referirme a una atmósfera, aquella en la que Poe percibió que nacía una sociedad nueva y amenazante regida por lo que llamó “la utilidad directa”. También quisiera recordar que al interior de tal atmósfera la desolación de sus habitantes vio nacer el “materialismo” de Marx y, si me permiten el neologismo de Lacan, el “moterialismo” de Freud.[1]
Entre Marxismo y Psicoanálisis existen desbordes saludables que posibilitan nuevas lecturas de los nombres que tratan de definir nuestra época. “Modernidad”, “Postmodernidad”, “Capitalismo”, “Democracia”, “Populismo”, et al., podrían encontrarse entre los de mayor circulación actual. A cada relevo de estas palabras, a cada entrada de un nuevo discurso organizado, corresponden ciertos efectos y variaciones sobre lo que llamamos subjetividad. Los alcances críticos de este proceso es lo que el discurso marxista y psicoanalítico demuestran a cada giro interpretativo o interpelativo en el campo social o individual. Pero también, no cabe duda que el carácter reaccionario de ambos discursos con respecto a los síntomas contemporáneos surge, en primer lugar, en el intento de pensar sus objetos de estudio valiéndose de las categorías de su época, es decir, haciendo pasar la singularidad de sus descubrimientos por el molino de los lenguajes modernos que les fueron, de algún modo, antagónicos.
Marx tuvo que elaborar su crítica de la razón capitalista recurriendo a las ideas de Hegel y Freud necesitó elucubrar sobre el determinismo inconsciente a través de conceptos ligados a la biología, la física e incluso la antropología de su época. Esta dinámica, sin embargo, es la que Althusser rescata para conferir al Psicoanálisis y al Marxismo un rasgo común que los articula; la de ser los verdaderos “hijos sin padre” de nuestra época, lo que equivale a decir, la de encarnar un lugar sin filiación que desordena las cosas en la cultura y civilización de nuestro tiempo.
Y dentro de esta atmósfera “reaccionaria” es que quisiera articular un significante que Freud lanzó casi anecdóticamente a la sociedad norteamericana a principios del siglo XX, un significante cuyas vicisitudes supuso dos movimientos determinantes para pensar el lugar del discurso psicoanalítico contemporáneo con relación a los destinos del capitalismo tardío pronosticado desde Marx. Cómo la “peste” freudiana fue neutralizada en Norteamérica y cómo en ese mismo movimiento fue instalado el germen de lo que en la actualidad lo amenaza desde adentro. Hacia estos destinos, en última instancia, me dirijo en los acápites que siguen.

El nombre de la peste
En 1955, después de una conferencia en la Sociedad Neuropsiquiátrica de Viena, Lacan afirma tener de la boca de Carl Gustav Jung la siguiente anécdota. En 1909 Freud llegaba por primera vez a los Estados Unidos a dar una conferencia en la Clark University de Worcester, no bien había arribado Freud murmura al oído de su amigo y discípulo Jung: “No saben que les traemos la peste”.
Durante muchos años Jung había reservado únicamente a Lacan esta importante información, lo cual no deja de ser históricamente significativo, pero a su vez Lacan la interpreta subrayando que Freud se había equivocado, pues creyó que su descubrimiento sería una revolución para América, cuando fue en realidad este continente quien lo devoró retirándole su espíritu de subversión. Elisabeth Roudinesco, al respecto, realizó un amplio y detallado estudio de este proceso de la América freudiana de la primera mitad del siglo XX, en la cual el Psicoanálisis se volvió inocuo, sin valor revolucionario, donde confluyen, nos dice, “la adhesión a un ideal religioso y un pragmatismo adaptativo”. De manera sintética, el psicoanálisis freudiano en Norteamérica privilegió el yo en detrimento del inconsciente y buscó en la teoría de Freud un medio de adaptación de los individuos a la sociedad pensada siempre como un todo y donde el objetivo era oponer a la decadencia de la vieja Europa una ética de la libertad voluntaria fundada en la noción de profilaxis social. De aquí que las corrientes del postfreudismo fueron atravesadas por una religión de la felicidad e integración inclusiva, pero totalitaria, cada vez más alejada de la concepción del malestar en la cultura propuesta por Freud en 1930 o de la visión de Lacan de un freudismo asimilado a una “peste” subversiva.
Sin duda el nombre de la “peste” que nos llega desde Lacan, a través del murmullo de Freud y el susurro de Jung, representa el sesgo de un anticapitalismo lacaniano que se sostiene en el emblemático “retorno a Freud” y que por debajo de su clara oposición a la American way of life privilegia la posibilidad de reavivar el espíritu amenazador de la “peste” al interior del discurso capitalista. Creo importante destacar que a partir de los modos de este anticapitalismo lacaniano que arranca cuestionando la noción de totalidad, surge la idea de una relación, quizás de un matrimonio no del todo feliz, entre Psicoanálisis y Marxismo.

Todos en peste
Fue Lacan el primero en sostener que la palabra todo marcaba un problema fundamental. Materializado por los griegos en la polis, por los latinos en la República o en el Imperio, por los Cristianos en la comunidad de creyentes de Cristo, por los modernos en el mercado mundial y la universalidad de la forma-mercancía, la palabra “todo”, multiforme y recurrente, traza lo que J.A. Miller llama “una línea del universo”. Y es en esta convicción multifacial y diacrónica del “todo” en la que la palabra “peste” provocó repetidas veces también un trastorno. El todo de la armada griega al comienzo de La Iliada, el todo de la Atenas de Pericles al comienzo de la guerra del Peloponeso, el todo de Florencia en Boccacio, el todo de la colonización bajo la idea distorsionada del cruce entre el “humano” y el “salvaje”, el todo del totalitarismo nazi frente al nombre “judío” o el todo de la globalización actual vista desde los procesos migratorios, todos en peste que anuncian el origen de un terror que atravesó y sigue atravesando a la sensibilidad de occidente.
Es en la puesta en peligro de ese “todo” donde advierto la relevancia de esa voz que circula como “peste” o como cualquier otro sinónimo desplegado en enjambre. Una palabra que suscita lo que ya se podría enunciar como la presencia del no-todo en el corazón mismo del todo.
Y este es el alcance que me gustaría dar al murmullo de Freud de 1909. En el fondo él sabía que no traía la peste a América, pues no dudó en proclamar que los americanos habían transformado el Psicoanálisis “en una mucama para todo servicio de la psiquiatría”, pero no se equivocaba al intuir que el fantasma poderoso del estado americano, después de haber asimilado la cultura europea a su gusto impondría al mundo la imagen de una doctrina momificada y de totalitarismo encubierto.



[1] Más que una apuesta de corte experimental –la palabra (le mot)– del neologismo, Lacan busca la formulación de un neo-logos teórico y político, pues su proliferación de “significantes nuevos” operó como una respuesta a las sanciones de cualquier manifestación totalitaria. A su vez, el neo-logos lacaniano opera como una estrategia ligada al movimiento de constitución de su enseñanza, aspecto que históricamente arranca en 1953 a partir de la ruptura con las escuelas post-freudianas. Lacan pronuncia el término moterialisme en la “Conferencia de Ginebra sobre el síntoma”, el 4 de octubre de 1975.

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