Mapa
Las posibilidades e imposibilidades de mapear: representar cabalmente algo en espacio, tiempo y otras dimensiones.
Sebastián
Antezana
Pocas
disciplinas tan interesantes como la cartografía, ese impulso gráfico que, en
su versión más tradicional, pretende entender a un tiempo el territorio y el
espacio.
Los
documentos en que se desarrolla el lenguaje cartográfico son los mapas,
artefactos ante todo representativos que tienen la misión –idealizada- de
reproducir las distintas dimensiones y características de lo real.
Desde
las viejas e incompletas cartas de navegación que dividían el mundo en solo
tres continentes, hasta las más modernas proyecciones, también incompletas, que
pretenden ordenar y categorizar nuestra galaxia, el impulso cartográfico -ese
intento de darle forma y dimensiones mensurables a lo desconocido- ha sido siempre
herramienta del progreso técnico y científico. Pero no por eso a momentos deja
de ser altamente arbitrario.
Como
se sabe, varias de las certezas sobre las que levantamos el edificio de la
normalidad no son más que convenciones. Así, en cartografía el norte geográfico
es un norte nominal, el este no pertenece a un costado y el oeste a otro, Alaska
no está arriba de Colombia ni Portugal a la derecha de México. Como en el
espacio exterior, en la Tierra no hay arriba ni abajo, derecha ni izquierda.
Más
aún, pese a que se pretende bastante fiel a su modelo, la famosa Proyección de
Mercator -concebida en el siglo XVI para elaborar mapas de la superficie del
planeta y muy en boga hasta hoy- no conserva las relaciones entre áreas en
cuanto a latitud, por lo que en las cartas modernas los territorios y países cercanos
a los polos aparecen representados mucho más grandes de lo que verdaderamente
son.
Los
mapas siempre han tenido una importante marca ficcional. De la misma forma en
que los viejos modelos geocéntricos consideraban a la Tierra el centro del
universo, las cartas europeas de la Edad Media tenían en su centro a Jerusalén,
núcleo de la fe y mitad del mundo. Además, en el lugar que hoy ocupa el Polo Norte
estaba el paraíso y detrás de Europa, en el espacio que hoy ocupa América,
podía verse representada una región desconocida plagada de monstruos
mitológicos.
Pero
hay más. Los nexos entre cartografía y ficción no se agotan en la Edad Media ni
en las convenciones contemporáneas. Existen lugares determinados en el mapa del
planeta que por razones políticas y económicas están omitidos en los mapas -áreas
militares, emplazamientos de refugiados, la Gran Mancha de Basura del Pacífico,
y otros, como (no) puede verse en los ultra modernos y fantasiosos Google Maps
y Apple Maps- y hay también lugares que sin existir en mapas son parte
constitutiva de nuestra cultura: la Atlántida, El Dorado, etc.
Además,
hay lugares específicos en el mapa de la Tierra que existen como homenaje a
lugares específicos en el mapa de, por ejemplo, la literatura. Así, el nombre
California, con que fueron bautizados por conquistadores españoles los que
ahora son dos estados mexicanos -Baja California y Baja California Sur- y uno
de los más grandes e importantes estados de Estados Unidos, es una referencia
directa a una isla mítica descrita en una popular novela de caballería del
siglo XVI, Las sergas de Esplandián,
escrita por Garci Rodríguez de Montalvo.
(En
la novela, California es una isla fabulosa situada “a diestra mano de las
Indias… muy cerca de un costado del Paraíso Terrenal”, habitada exclusivamente
por hermosas amazonas negras que utilizan herramientas y armas de oro puro en
sus tareas cotidianas).
Por
otro lado, si los analizamos críticamente, vemos que los afanes del mapa por
representar a cabalidad el territorio caen irremediablemente en saco roto. No
hay carta ni modelo capaz de representar con absoluta fidelidad una geografía
determinada, ya sea de la Tierra, de alguno de sus continentes o países, o de
alguna de sus ciudades o barrios. Un mapa geográfico verdaderamente
representativo sería una reproducción exacta del territorio, por lo que
ocuparía su mismo espacio y se sobrepondría a él como una suerte de manto que
mientras lo reproduce lo afirma.
Pero
más allá de la medición geográfica, el mapa, ese artefacto que no dice toda la
verdad o que es también instrumento de ficción, se refiere en primer lugar a
quien ostenta el poder de confeccionarlo. A lo largo de la historia, el espacio
-susceptible de ser presa de diversos mecanismos de control- ha sido
cartografiado sistemáticamente obedeciendo necesidades políticas, económicas o
militares, por lo que cualquier carta, por específica o imaginaria que sea,
pone de manifiesto las relaciones de poder que intervienen en su composición -¿qué
se considera, por ejemplo Occidente? Desde Bolivia, nosotros nos sentimos parte
de ese lado de la civilización pero desde otro lugar del mundo, digamos Estados
Unidos, Bolivia e incluso Latinoamérica no son, ni remotamente, parte de
Occidente-.
Al
ser objeto de un poder, el mapa es también, e inmediatamente, objeto de una
resistencia, que en nuestros días generalmente pasa por las coordenadas de una
cartografía artística contrarrepresentativa. Así, hoy es común ver el surgimiento
de exposiciones artístico-cartográficas que subvierten las funciones
tradicionales del mapa, de atlas alternativos que se concentran en curiosidades
y rarezas, de mapamundis destinados a consagrar geografías puramente imaginadas
como forma de negar la realidad y mostrar lo arbitrario de nuestras
convenciones, etc.
Por
otra parte, en la actualidad, y pese a la aparente disolución del espacio producto
de la parcial hegemonía de internet, la noción de mapa se ha ensanchado
mediante la aparición de modelos digitales -Google Maps, etc.- que exhiben a
veces una afición detallista asombrosa, al punto de poder mostrarnos imágenes
de la misma calle y la misma casa en que estamos observándolos -pero sin ser
capaces aún de mostrarnos a nosotros mismos en plena observación-. Pese a ello,
igual que las viejas teorías geocéntricas que consideraban a la Tierra el
centro del universo, o como las cartas de la Edad Media que ubicaban a
Jerusalén en la mitad del mundo, la cartografía digital ofrece una visión
todavía marcadamente egocéntrica, que nos pone directamente al centro de
nuestros propios mapas.
Como
hace veinte o veintidós siglos atrás, seguimos obsesionados con la representación
del espacio y con tratar de diferenciar lo conocido de lo desconocido y lo
vigente de lo pasado. Pero nuestra obsesión por el espacio es siempre una
obsesión por el espacio que ocupamos, por el territorio que podemos dominar
mediante un discurso gráfico que es marca de una ambición política o económica,
desde el polo del control o el polo de la resistencia.
En
esa línea, quizás podríamos imaginar algún momento un tipo de mapa que, sin
dejar de aproximarse al territorio, sirva como herramienta que desnude nuestros
prejuicios políticos y culturales y nuestras ambiciones de control, y que nos
conduzca a ceder así el sitial protagónico que ocupamos en las representaciones
del mundo.
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