lunes, 21 de diciembre de 2015

Lector al sol

Mapa


Las posibilidades e imposibilidades de mapear: representar cabalmente algo en espacio, tiempo y otras dimensiones.



Sebastián Antezana

Pocas disciplinas tan interesantes como la cartografía, ese impulso gráfico que, en su versión más tradicional, pretende entender a un tiempo el territorio y el espacio.
Los documentos en que se desarrolla el lenguaje cartográfico son los mapas, artefactos ante todo representativos que tienen la misión –idealizada- de reproducir las distintas dimensiones y características de lo real.
Desde las viejas e incompletas cartas de navegación que dividían el mundo en solo tres continentes, hasta las más modernas proyecciones, también incompletas, que pretenden ordenar y categorizar nuestra galaxia, el impulso cartográfico -ese intento de darle forma y dimensiones mensurables a lo desconocido- ha sido siempre herramienta del progreso técnico y científico. Pero no por eso a momentos deja de ser altamente arbitrario.
Como se sabe, varias de las certezas sobre las que levantamos el edificio de la normalidad no son más que convenciones. Así, en cartografía el norte geográfico es un norte nominal, el este no pertenece a un costado y el oeste a otro, Alaska no está arriba de Colombia ni Portugal a la derecha de México. Como en el espacio exterior, en la Tierra no hay arriba ni abajo, derecha ni izquierda.
Más aún, pese a que se pretende bastante fiel a su modelo, la famosa Proyección de Mercator -concebida en el siglo XVI para elaborar mapas de la superficie del planeta y muy en boga hasta hoy- no conserva las relaciones entre áreas en cuanto a latitud, por lo que en las cartas modernas los territorios y países cercanos a los polos aparecen representados mucho más grandes de lo que verdaderamente son.
Los mapas siempre han tenido una importante marca ficcional. De la misma forma en que los viejos modelos geocéntricos consideraban a la Tierra el centro del universo, las cartas europeas de la Edad Media tenían en su centro a Jerusalén, núcleo de la fe y mitad del mundo. Además, en el lugar que hoy ocupa el Polo Norte estaba el paraíso y detrás de Europa, en el espacio que hoy ocupa América, podía verse representada una región desconocida plagada de monstruos mitológicos.
Pero hay más. Los nexos entre cartografía y ficción no se agotan en la Edad Media ni en las convenciones contemporáneas. Existen lugares determinados en el mapa del planeta que por razones políticas y económicas están omitidos en los mapas -áreas militares, emplazamientos de refugiados, la Gran Mancha de Basura del Pacífico, y otros, como (no) puede verse en los ultra modernos y fantasiosos Google Maps y Apple Maps- y hay también lugares que sin existir en mapas son parte constitutiva de nuestra cultura: la Atlántida, El Dorado, etc.
Además, hay lugares específicos en el mapa de la Tierra que existen como homenaje a lugares específicos en el mapa de, por ejemplo, la literatura. Así, el nombre California, con que fueron bautizados por conquistadores españoles los que ahora son dos estados mexicanos -Baja California y Baja California Sur- y uno de los más grandes e importantes estados de Estados Unidos, es una referencia directa a una isla mítica descrita en una popular novela de caballería del siglo XVI, Las sergas de Esplandián, escrita por Garci Rodríguez de Montalvo.
(En la novela, California es una isla fabulosa situada “a diestra mano de las Indias… muy cerca de un costado del Paraíso Terrenal”, habitada exclusivamente por hermosas amazonas negras que utilizan herramientas y armas de oro puro en sus tareas cotidianas).
Por otro lado, si los analizamos críticamente, vemos que los afanes del mapa por representar a cabalidad el territorio caen irremediablemente en saco roto. No hay carta ni modelo capaz de representar con absoluta fidelidad una geografía determinada, ya sea de la Tierra, de alguno de sus continentes o países, o de alguna de sus ciudades o barrios. Un mapa geográfico verdaderamente representativo sería una reproducción exacta del territorio, por lo que ocuparía su mismo espacio y se sobrepondría a él como una suerte de manto que mientras lo reproduce lo afirma.
Pero más allá de la medición geográfica, el mapa, ese artefacto que no dice toda la verdad o que es también instrumento de ficción, se refiere en primer lugar a quien ostenta el poder de confeccionarlo. A lo largo de la historia, el espacio -susceptible de ser presa de diversos mecanismos de control- ha sido cartografiado sistemáticamente obedeciendo necesidades políticas, económicas o militares, por lo que cualquier carta, por específica o imaginaria que sea, pone de manifiesto las relaciones de poder que intervienen en su composición -¿qué se considera, por ejemplo Occidente? Desde Bolivia, nosotros nos sentimos parte de ese lado de la civilización pero desde otro lugar del mundo, digamos Estados Unidos, Bolivia e incluso Latinoamérica no son, ni remotamente, parte de Occidente-.
Al ser objeto de un poder, el mapa es también, e inmediatamente, objeto de una resistencia, que en nuestros días generalmente pasa por las coordenadas de una cartografía artística contrarrepresentativa. Así, hoy es común ver el surgimiento de exposiciones artístico-cartográficas que subvierten las funciones tradicionales del mapa, de atlas alternativos que se concentran en curiosidades y rarezas, de mapamundis destinados a consagrar geografías puramente imaginadas como forma de negar la realidad y mostrar lo arbitrario de nuestras convenciones, etc.
Por otra parte, en la actualidad, y pese a la aparente disolución del espacio producto de la parcial hegemonía de internet, la noción de mapa se ha ensanchado mediante la aparición de modelos digitales -Google Maps, etc.- que exhiben a veces una afición detallista asombrosa, al punto de poder mostrarnos imágenes de la misma calle y la misma casa en que estamos observándolos -pero sin ser capaces aún de mostrarnos a nosotros mismos en plena observación-. Pese a ello, igual que las viejas teorías geocéntricas que consideraban a la Tierra el centro del universo, o como las cartas de la Edad Media que ubicaban a Jerusalén en la mitad del mundo, la cartografía digital ofrece una visión todavía marcadamente egocéntrica, que nos pone directamente al centro de nuestros propios mapas.
Como hace veinte o veintidós siglos atrás, seguimos obsesionados con la representación del espacio y con tratar de diferenciar lo conocido de lo desconocido y lo vigente de lo pasado. Pero nuestra obsesión por el espacio es siempre una obsesión por el espacio que ocupamos, por el territorio que podemos dominar mediante un discurso gráfico que es marca de una ambición política o económica, desde el polo del control o el polo de la resistencia.

En esa línea, quizás podríamos imaginar algún momento un tipo de mapa que, sin dejar de aproximarse al territorio, sirva como herramienta que desnude nuestros prejuicios políticos y culturales y nuestras ambiciones de control, y que nos conduzca a ceder así el sitial protagónico que ocupamos en las representaciones del mundo.     

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