domingo, 13 de diciembre de 2015

El chicuelo dice

Un hospital (de nuevo y en todo caso)

Esta vez, la crónica del chicuelo es desde-sobre-para una triste cama de hospital.



Wilmer Urrelo 

Acá se los presento: el hospital, en todo caso. Un hospital. ¿Es el hospital acaso una construcción como cualquiera? Es de cemento, es de piedras y de ladrillos. Es, de igual manera, cal, tuberías y cables eléctricos. El hospital es, en todo caso, como cualquier edificio que uno puede ver desde la calle (solo desde ahí). El hospital, en todo caso, es un espacio delimitado por demasiados muros, un techo e innumerables divisiones. Eso sí, un hospital, cualquier hospital, es una construcción donde conviven todos los mundos a la vez.
Pues ahí estás, cinco años después. Cinco años después como paciente. Como un paciente susceptible a ser operado en un hospital que aún no sabemos qué significa en el fondo. Ahí estoy (estás) frente a los doctores y practicantes. Se encuentra en una cama más bien estrecha, con una ventana que da a un pasillo, pasillo en el cual subsiste un ascensor que tiene vida propia, que pervive y sobrevive según sus reglas. El ascensor que hace ruidos propios. Eso fue hace cinco años, y mírate de nuevo: llegabas al mismo hospital doblado por el dolor, me muero, ahora sí me muero. Y le decías a tu hermano: No dejes mi muerte sin venganza. Pero no.
Vives cinco años más y estás acá, resignado de nuevo y en todo caso en una cama estrecha, no sabiendo cómo sacar las cuentas: ¿qué cantidad de gente habrá pasado por acá?, ¿qué calidad de gente habrá pasado por este mismo colchón? Preguntas. Preguntas que me hago también como cuando ocupo la habitación de un hotel: es ahí, en ese espacio construido quizá con los mismos materiales de este hospital, donde imagino las vidas frustradas de sus pacientes o el llanto de tristeza porque se encuentran solos o porque escapan del mundo envueltos por la misma soledad.
Una cama de hospital necesita ser comprendida. Acá, Chicuelo, hubo gente que llegó con optimismo, a lo mejor pensando estaré máximo dos días, digamos que seis pero exagerando: les estoy hablando de ese optimismo que te incuba el miedo a la muerte. Por acá habrá pasado también gente que sabía que se iba a morir, que esta iba a ser la última cama que ocuparía en las tres o cuatro o cinco décadas de mi existencia.
Y habrá pensado: y cuándo, cuál fue mi primera cama. Esta cama estrecha, creadora de tortícolis, esa pared marrón y la tele abandonada ahí arriba, espacio donde circula un programa infame (el control no existe) sobre personas bailando por el sueño de gente trágicamente desesperada. La primera gente intenta, vanamente, entretenerme. Y los participantes tan lejanos a este hospital, tan lejos de esta cama en la que no te queda más que esperar, Chicuelín. Y en este hospital también está la operación de mañana, ese escenario donde un enfermo (“o delicadito”), como dicen los médicos con ese extraño lenguaje tan propio de ellos: todo en diminutivo, todo en chiquitico, todo en pequeñito, como si con eso la enfermedad, el dolor, empezara a bajar las armas.
En la tele la gente baila. Hay tragedias inimaginables. Hay, también, una pornografía de la desgracia del otro. Pero la cama está ahí, esperándome: ven, jovencito, acá está tu ataúd.
Primera noche.
Al poco tiempo conozco a un albañil asustando: creo que tengo vesícula, me dice. Un sábado antes, gracias a la fiesta de la Ñatitas, le echó sus traguitos, unos alcoholes en mi casa y luego a comer una sopa: de ahí no más me ha empezado a doler. Pasan las horas. Se retuerce. Me asusto. Aunque también lo observo deslumbrado: un hombre como él, fuerte, acostumbrado a levantar su propio peso en las construcciones, ahora está a merced del dolor. Llamo a las enfermeras. El señor se está muriendo, hagan algo. Le inyectan un calmante y se duerme. A las pocas horas le hacen exámenes, pruebas, evaluaciones: no tiene nada. Una ecografía limpia y no pasa nada.
También puedo hablarles de los ruidos de este hospital. El ascensor tomando vida propia: tres pitidos significan que alguien sube, dos que alguien baja. A las tres de la madrugada un niño chilla. Es un llanto lejano, para qué mentir, aunque es desgarrador, violento, desesperado. Y me pregunto: en qué parte de este largo pabellón estará, como será, de qué parte de su cuerpo se habrá apoderado el dolor. Al día siguiente una enfermera chismosa me dice: era de Viacha, se ha roto toda su cabecita. Un niño sin cabeza. O con parte de ella.
Al fin me llaman para ser cortado. Cer-ce-na-do, habría que decir. Entran los doctores y uno de ellos me reconoce. ¿No sale usted en el periódico? Le digo que no sé, por suerte una interna interrumpe: paciente con posible siringomielia, y el doctor dice anestesia general, cuidado que lo freguemos más de lo que ya está.
La anestesia es la mejor droga del mundo, se los juro. Todos deberíamos dormir con un poco de anestesia. O vivir con un poco de anestesia. Se siente tan lindo al despertar, como que tu cuerpo se pone ligerito, ligerito. Es entonces, en ese momento, cuando la cama te juega la mala pasada: es dura, nada chistosa y menos amigable. Ni siquiera es una de esas camas con las que puedes negociar: una hora de este costado y luego dos horas más de este otro.
Soy una cama de hospital, idiota, una parte de este lugar donde no hay espacios para las negociaciones; un lugar donde gente, seres humanos con pelos y narices y ojos y dientes pasó sus últimos minutos de vida.
Me rindo.
La operación: cuatro cortes en el estómago, saber que hay un programa en la tele nacional donde se explotan las miserias humanas, comprender otra vez que con las camas de hospital no se puede negociar. El hospital y sus innumerables vidas, sus interminables pasillos y los extraños ruidos nocturnos: el niño sin cabeza o con media cabeza. Yo que tú, Chicuelo, me iba de ese lugar corriendo. Entonces me voy.
Afuera hace un sol terrible, pero apenas sientes el aire puro de la libertad antimedicamentosa empieza a llover. El mundo te quiere, se nota. Un montón de piedritas en el largo camino. Doy vuelta, voy a la pastelería que funciona en la puerta de entrada y compro pie de manzana para mi mamá.

Después de todo quiero ser un buen ser humano. Un buen ser humano lejos del hospital.

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