El arte
del regreso (o el cuento
según Magela Baudoin)
Ponencia que la escritora boliviano venezolana -recientemente ganadora del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez- leyó durante las II Jornadas de Literatura Boliviana, en la pasada Feria del Libro de La Paz. El texto fue publicado en el libro Haciendo mundo que editorial 3600 publicó con los trabajos de aquel encuentro.
Magela
Baudoin
Voy a comenzar refiriendo una anécdota que Ricardo
Piglia ha relatado muchas veces, no sin la defensa de reírse de sí mismo
previamente. En ella relata que la primera vez que estuvo con Jorge Luis
Borges, le dijo: “Borges, hay un cuento suyo que no está bien terminado”.
Se refería nada menos que a La forma de la espada, que como todo el mundo sabe es un cuento
extraordinario. Caramba, le dijo Borges. Piglia tenía 18 años y por aquellos
días se encontraba leyendo a Hemingway, enajenado, y en el rigor de un
discípulo aplicado andaba en aquello de la elipsis, de que el cuento hay que
terminarlo antes, de que el lector es quien debe completarlo, etc., etc., etc.
Imaginemos pues la intimidad de una charla (Borges
era famoso por ser un gran conversador y eso, por supuesto, lleva implícito el
don de escuchar), en que un muchacho termina dándole consejos de estilo al gran
coloso de las letras argentinas. “Me dijo algo lindísimo -recuerda Piglia
avergonzado-, me dijo: ‘ah, usted también escribe cuentos’”.
Pues bien, eso que a primera vista parece una broma
finísima, en el doble fondo de un pliegue, entraña una moraleja. Borges
reconocía en Piglia a un igual, pero no por ser alguien que “también escribía
cuentos”, sino por ser alguien que también “leía” de otro modo; un tipo
particular de lector, que se proponía entender de qué estaba hecha aquella
materia de palabras.
Todo escritor es primero un lector y escribe para el
tipo de lector que es o que se prefigura, aunque sea de manera inconsciente. Me
parece una definición vital a la hora de pensar en el proceso creativo y en la
hermenéutica del cuento.
Si me lo preguntan a mí, diré que preferiría un
lector lento, de esos que no se apuran, entre otras cosas porque leen con
muchas interrupciones: subrayando, doblando páginas, haciendo anotaciones en
múltiples libretas. No uno rápido ni memorioso, sino uno que aprecie más la
relectura y que tenga una gran conciencia de su ingenuidad. Es decir, que lea
más allá del placer, mirando en sesgo, porque ya habrá descubierto que los
misterios de un buen cuento están cifrados, no como enigmas recónditos, sino
usualmente como detalles a primera vista insignificantes; dispuestos casi al
olvido sobre una esquinera.
Dicho esto, quiero proponer dos ideas de partida a
la hora de teorizar el cuento: una, la importancia del lector; y dos, la
centralidad de eso que Nabokov llamaba los “divinos detalles”.
Se me ocurren tres cuentistas superiores para
graficarlo: Gógol, Salinger y Dinesen. En los tres habita el “detalle”, que
definiré como un hallazgo o como aquel pormenor valiosísimo de la mirada, que
muestra mucho más de lo que aparentemente está contenido en ella.
Pensemos por un momento en ese cuento impresionante
que es El capote y en la validez
poética de un objeto inanimado, que primero es anhelado, después perdido y
finalmente buscado hasta la muerte por Akakiy Akakievich, el protagonista. Como
se recordará, a medida que avanza y se demuele el personaje, ese vulgar objeto,
ese vulgar “abrigo”, es cargado cuidadosamente de sentido por Gógol, que
termina por convertirlo en la causa de una verdadera conmoción en el lector.
Reparemos, ahora, en otra pieza de culto, bastante
conocida: Un día perfecto para el pez
plátano, de J. D. Salinger. Este cuento, como muchos, funciona como una
bola de nieve, que se carga en cada vuelta, a partir de una sencilla pregunta:
¿se suicidará o no Seymour Glass? Pregunta que Salinger responde con ambigüedad
todo el tiempo, dando pistas y luego borrándolas del paisaje; logrando así, muy
astuto, un final sorpresivo pero no imprevisible, que es de una contundencia
dramática perfecta.
Y escuchemos, por último, el registro oral y
cadencioso de los hipnóticos narradores de Isak Dinensen, esa criatura extraña
de la literatura del siglo XX, que ha sublimado el arte de “esconder”, lo cual
en su caso podría ser un sinónimo de la palabra “tramar”.
Tres escritores y tres claves que agradezco siempre
como lectora: primero, la jerarquización o singularidad de una mirada que, en
una sinécdoque inequívoca, sabe elegir un rasgo mínimo para sintetizar en él
una atmósfera, un personaje, una sociedad, un tiempo. Segundo, el vaivén como
procedimiento dramático, como motor de los personajes, que sirve especialmente
para sembrar en el lector una duda y en el relato una bomba de tiempo. Y
tercero, la manera de contar despacio y sin interrupción, honrando el silencio:
el “decir sin decir”, a veces tan difícil de lograr.
Me parece que el cuento es un artefacto literario
inmejorable en este sentido, especialmente porque su andamiaje está diseñado
para generar grandes cantidades de energía, en distancias cortas. Y que, por lo
tanto, está regido más por la precisión que por el instinto, que suele dominar
en la novela. Si lo miramos bien, estamos ante una unidad de potencia, que es a
la vez brevedad y condensación; ritmo y poesía; intersticio y clarividencia. Un
tipo de mezcla hiriente que envenena de humanidad la punta de una saeta muy
veloz.
Me doy cuenta de que hasta aquí mis reflexiones son
más bien conceptuales, cuando mi mayor aprendizaje como escritora, el que más
atesoro, es de una sencillez escolar: narrar es “mostrar”. Y tiene mucho más
que ver con el universo de lo concreto, de los cinco sentidos, de lo que se ve
y se toca, que con el mundo abstracto, propio de las palabras y de las ideas.
Eso que parece tan obvio, no lo es. Ningún cuento funciona
a partir de definiciones intelectuales, sino de imágenes. Que no nos engañe el
artificio. Aun cuando las imágenes provengan de procedimientos “manuales” como el
destello de una metáfora o la yuxtaposición de palabras ajenas o encontradas, tenemos
que poder “ver”. No se olvide que el pacto de lectura se da, precisamente, en
ese juego entre curiosidad e imaginación.
Pienso en un cuento tan eficiente como entrañable: Dochera, de Edmundo Paz Soldán, en donde
las palabras de un crucigrama componen un laberinto demencial, que no se come
al personaje, sino que lo ilumina, acompañando su metamorfosis hacia el dislocamiento
final. Otro ejemplo que me gusta especialmente es el bellísimo Cuento azul de Marguerite Yourcenar, que
es sobre todo música y poesía, pero en el que podemos “ver” unas doscientas
tonalidades de azul.
Borges tampoco se pierde en los juegos de su
aparente erudición ni en la fronda de las citas: la literatura, nos dice, es
mucho más que una estructura verbal, porque si fuera solo álgebra y artificio,
cualquiera podría producirla. Un libro “es -en este sentido- el diálogo que entabla con su lector y la entonación que
impone a su voz y las cambiantes y durables imágenes que deja en su memoria”.
Me gusta cómo lo dice Clarice Lispector: escribir es
usar las palabras como carnada, para pescar “algo” que está fuera de las
palabras. Y ese “algo” es lo que me interesa como cuentista y lo que busco en los cuentos y en las novelas, en las
películas y en las series de televisión, y en la ficción toda, en cualquiera de
sus formas: el destello de lo pequeño, capaz de mostrar de un solo rapto una
esencia.
Ladrón
de bicicletas, la película italiana de Vittorio de Sica es un
clásico, precisamente por eso; porque el lenguaje, de la imagen en este caso,
opera como condensador social. En una toma, una mujer y un hombre caminan,
apesadumbrados, porque no tienen dinero para sacar de la casa de empeños la
bicicleta que él necesita para comenzar su nuevo trabajo, pegando carteles.
Ambos se desplazan de espaldas a la cámara, pero es ella la que carga, en ambas
manos, dos pesados cubos de agua, mientras el marido avanza, a su lado, con las
manos libres.
Por ese tipo de hallazgos es que Mad Men, la popular serie de televisión,
que va sobre el incipiente mundo de la publicidad de los 50, me recuerda tanto
a los cuentos de John Cheever. En ella, la clase media adquiere una potencia radical,
que supera su medianía y aglomera en su centro bastante más que el sueño
americano hecho trizas.
Horst Rittel explicaba, en el ámbito de la
planificación social o de la sociología, que hay problemas sencillos, de fácil
y causal solución, como el ajedrez, por ejemplo; y problemas complejos, de muy
difícil definición y encaramiento, que él llamo “problemas endemoniados”. Entre
los segundos se encuentran problemas de veintiocho puntas o ninguna como el
sida, el tráfico de drogas, el cambio climático, y un largo etcétera de
embrollos reales e imaginarios, entre los que me gusta incluir los de la buena
literatura, que son aquellos que no se entienden totalmente; que no dejan de
ser enigma, a pesar de su simulada transparencia o de su pequeñez; y que jamás
podrán ser resueltos esquemáticamente.
Ahí está la increíble señorita Emilia de Faulkner,
que asesina al pretendiente y luego duerme con él, embalsamado, hasta el día en
que ella muere. La almohada cóncava, con los rastros del cabello gris de
Emilia, al lado del cadáver de su amado, es una imagen absolutamente sensorial
y cualquier explicación que se intente siempre será artificial e insuficiente,
no digo inútil (porque la crítica tiene una razón de ser) pero sí parcial.
También está el morro hinchado y tembloroso de Chocolate, ese cabo perpetrado por tantos, cuyos galones pesaban
como fardos en las espaldas de sus subalternos. Oscar Cerruto es tan ambiguo
como genial en este cuento, que trabaja sobre lo sugerido en los alaridos del
cuartel y en el silencio del texto.
Parece claro que para lograr esta altura, el
escritor debe tener una cierta conciencia o digamos fe en el lector, para lo
cual ha de establecer una comunicación con él, algún tipo de diálogo o de
contacto. En este sentido, aprecio a los escritores que plantean la literatura
como un espacio lúdico y sensorial entre el texto y el lector. Y, por lo tanto,
los cuentos que soportan más de una mirada; que basan el hecho estético en su
plasticidad evocativa; y que dejan al lector con la idea de que hay algo más
por descubrirse o para después.
Estoy hablando de un tipo de escritura que se cuela
en los intersticios de una imagen, como esa celebrada calle de Baroja, que era
larga y olía a pan. Para mí, son esas las rendijas que iluminan un cuento, y en
las que la memoria o el olvido -elija el lector la que prefiera-, hacen su
trabajo y perturban algo denso que está dormido en alguna parte de la psique,
de la historia personal y colectiva, y que, aunque no se pueda explicar, se
siente.
Nabokov decía algo hermoso, aunque un tanto
romántico, a propósito de la relación escritor-lector: “El artista maestro
-decía- asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la
cumbre batida por el viento ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector
jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es
eterno, se unen eternamente”.
Yo prefiero pensar en el cuento -y para ello
finalizo con Borges- como una revelación que está a punto de ocurrir pero que
no se produce; como una trampa; o como un espejo, que incomoda al lector,
porque es él quien termina por verse reflejado. Exactamente él que, como
Piglia, se aleja, impugna y, al final, vuelve.
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