Abdicar de lucidez
Texto leído hace algunas semanas en la presentación del poemario de Mónica Velásquez Guzmán en Santa Cruz.
Paura Rodríguez Leytón
Abdicar de lucidez suena como una sentencia definitiva en la que se
puede intuir la sombra de una larga meditación.
Abdicar de lucidez es una determinación radical que se bifurca; por un
lado, en un oscuro sendero empedrado de negación de todo lo anteriormente
conocido y comprendido. Por otro, en un sendero en el que se puede recorrer un
camino de luz alimentado con una feliz inocencia que otorga inmunidad
suficiente como para abrazar el fuego y salir sin huella.
Este verbo de renuncia podría pasar intrascendente sino se tratara de la
magnitud del objeto de abdicación: la lucidez. Y al parecer es un tema antiguo
en el territorio poético de la escritura de Mónica Velásquez Guzmán. En su
anterior poemario, La sed donde bebes,
ya podemos hallar algunas señales cuando se acerca escribiendo: Lucidez de hincarse el diente / morder con
confianza y paladeando el propio anzuelo.
La lucidez puede brindarnos la posibilidad del desenfado y la maestría
del desdibujo, pues al alcanzar una comprensión lúcida, podemos deconstruir y
reconstruir lo mirado, lo aprendido, lo probado, lo mordido y lo pensado. Sin
embargo, también podemos enceguecer ante el caudal de luminosidad que nos sea
dado.
El libro
de las preguntas es el libro de la memoria / A los obsesivos interrogantes
sobre la vida, la palabra, la libertad, la elección, la muerte, responden
rabinos imaginarios cuya voz es la mía, escribió en 1963 el poeta
Edmond Jabès, al que ahora la autora acude para abrir su libro con uno de sus
versos como epígrafe.
Y es Jabès el que en esta lectura nos entrega la punta de la madeja que
nos permitirá recorrer el poemario de Velásquez, porque todo él, planteado como
un ser poético, está signado por obsesivas interrogantes, que solo pueden ser
respondidas o silenciadas por la propia poeta o quizá por la poesía misma.
Así, el libro se invita a leer como una trampa bien armada, como una red
pegajosa que convida al banquete con la ilusión sonora y colorida de un tiempo de arándanos, que es el nombre de
la primera parte del poemario. Y el lector se apresta a la suavidad, a la
dulzura doméstica. Y no se equivoca, son la suavidad y la dulzura doméstica las
que el lector irá encontrando desde el inicio de su recorrido, pero ambas
condiciones filtradas por tal amplitud de lucidez que dejan de ser estados
planos y gratos para mostrarse como son: terrenos movedizos, aristados de
distintas voces y texturas.
Entonces aparece la poeta como presencia material en una realidad “más
real” en la que lo cotidiano se convierte en un gran cuerpo agradando por una
resonancia que infesta la pureza, y dicen los versos: las horas quieren derramarse orgiásticas / el instante abre la boca / cada
porción en su idioma fluye / nuestro
pensar rebasó estiletes / se sabe
inminente la caducidad / sin embargo
el cuerpo resiste en su deseo / de
finitud / acaso / de ritual.
A medida que avanzan los versos, se siente como si se tratara de un
intenso viaje por la memoria, un viaje que tiene mucho de vorágine. Es la
claridad del dolor humano, la de las enfermedades, de la vejez, de crueldad, de
los signos de nuestra condición mortal y precaria que en cada momento nos
recuerdan que están allí. Y es este viajar tal, que puede ser un mirarse al
espejo. Cito otros versos: para maldecir
destino propio como si de otro fuese / para
llevarse el dios a la boca mientras no soportamos ver.
En este viaje los signos de lo cotidiano parecen ser un ancla de
salvataje, pues aparecen como tablas propicias para rescatarnos del naufragio;
es así que Velásquez de pronto sale a respirar y exige que alguien sirva un poco de té.
En uno de los puntos más altos de la lectura, la poeta se pregunta ¿para
qué seguir escribiendo? Y entonces vienen nuevas interrogantes; al parecer no
solo es la realidad la que (nos) agobia con su fragor, sino la propia esencia
de la escritura, que no parece dar respuesta a tamaña interrogante. Ahí llega a un punto de
desamparo pero de ninguna manera autocompasivo, sino más bien de
desprendimiento, un desprendimiento tal que intenta
exiliar a dios en el sin nombre.
El manejo audaz del lenguaje permite así a la poeta no solo responderse
sino que le brinda la posibilidad de mantener en el aire, como un pequeño
planeta, este poemario, rotando sobre su propia órbita, librando su propia
batalla de respuestas y preguntas. Batalla en la que al parecer, resulta una
opción lúcida “abdicar de lucidez”, pero abdicar para observar de lejos, con la
transparencia que permite la lengua poética.
Y nos dice: Lengua marsupial para
nacerme esta pizca que me soy / cómo gatear en garabatos escalando la sombra
/ será la vida un sitio al que se quiere
volver –ayer no más decía / y hoy
desmorir en piedra y hoy desnacer en mutismo / cómo requerir cuatro paredes que sean cuatro / un aguacero cobijador de hogares / un lenguaje donde sacudirse la pavura / agitar la ropa llamando un alma, llamando un cuerpo / descolgando el cordón umbilical / de la rama
más extensa / de este árbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario