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En pocos días La Mariposa Mundial publicará textos inéditos de Hilda Mundy.
Rodolfo Ortiz
Gran parte de lo
que importa leer se puede definir como aquello que no se puede leer. Las historias literarias y los escritos que provocan tales historias
parecen sostenerse en esas zonas beligerantes llamadas unas veces censura,
otras veces olvido. Quiero hablar de Laura Villanueva Rocabado, no de la
proliferación de sus nombres. Como al vuelo, zarpando de tierra firme o cayendo
en el recinto que ella prefiguró como “el reino oscuro de las maquinarias”.
Hilda Mundy, este bello nombre pareado de una actriz
londinense que la protagonizó desde el principio en el bostezo invertido de su
obra, me incita a comenzar con una distinción: existen escritores excesivamente
póstumos y otros que lo son apenas parcialmente. Entre los primeros citaría el
caso notable de Emily Dickinson (ni una decena de sus poemas fueron publicados
en vida, de los 1.775 y otros hallazgos más actuales en cartas y sobres), o
bien Georges Trakl (que solo publicó un libro de poemas antes de su suicidio),
y Simone Weil (su primer libro, La
Pesanteur et la Grace, fue compilado por su amigo Gustave Thibon), también
Kafka, Benjamin, y localmente, cómo no mencionar a Edmundo Camargo, Guillermo
Bedregal y por supuesto Arturo Borda.
No vale la pena, sin embargo, ahondar en el otro
bando, la lista puede resultar más imprecisa, donde tranquilamente citaría a
Nietzsche, Musil, los cuadernos de Gramsci y Valéry, Hölderlin y hasta Saussure
(cuyos Cours de Linguistique Générale
dependieron del trabajo compilatorio de estudiantes y amigos), aunque
localmente también arriesgaría el nombre de Sergio Suárez Figueroa o de la poeta
Emma Villazón, cuya postumidad parece florecer gracias a un minucioso operativo
mediático que no condice con el tiempo que requiere la cosecha de su cálida
poesía.
Pero aquello que me conduce a plantear tal
distinción es la interrogante que surge a la hora de situar la obra de una
escritora póstuma que llega de los “reinos oscuros de las maquinarias”, como
tan acertadamente se autocalifica ya en 1935. Una obra que me atrevería a definir
aquí mismo como “descomunal”, pues el aclamado libro Pirotecnia, que se publica no bien ella arriba a La Paz luego de un
exilio que la obliga a partir de Oruro el año 1936 gracias a las gestiones de
su padre Emilio Villanueva, no es más que la bofetada última del “quijotismo de
escribir un libro”, que en fatal contradanza al de Borda, se asume fragmentario
y efímero como la existencia.
Hilda Mundy, valga la distinción a la anterior
distinción, se sitúa entonces fuera de toda distinción. Ni póstuma excesiva, ni
póstuma parcial. El descubrimiento de sus papeles dispersos, otrora pertenecientes
a un archivo póstumo que su hermana Julieta y su hija Silvia Mercedes cuidaban
celosamente y que alguien les arrebató una mañana en la mismísima calle Goitia,
me ha revelado un recorrido azas inaudito de una obra que se desplazó a sus
anchas a imagen y desemejanza de los periódicos, pasquines y revistas de su
época.
Pues así son las historias de los archivos, están
ahí un día para desaparecer otro día, lo dije, en aras del olvido o del hurto,
pues hurto es también la censura que se llega a consumar en una obra. Pero Hilda
Mundy proliferó y proliferó a su manera en zonas también oscuras y beligerantes
de censura y olvido.
He visitado las historias editoriales de Pessoa o de
Macedonio o de Borges editando a Macedonio o de su hijo tergiversando a ambos…
y puedo constatar ahora que la obra de Hilda Mundy es un objeto privilegiado, que
ha viajado muchísimo para anclarse en una postumidad que está todavía ahí, o
aquí, jugando delante de nosotros a no ser nada, quiero creer, a no ser nada
que no sea, a su vez, la posibilidad de una especie de amplificación póstuma y
editorial que atine a su reconstrucción, insisto, a un corpus que ella siempre avizoró
primero y transitó hasta su muerte.
De 1978 queda el único manuscrito de Hilda Mundy. Es
un primer borrador de tres páginas donde ensaya más de una respuesta a Humberto
Quino para su revista Dador. De allí
recojo esta línea, que difiere a la editada en la revista: “b) Insensiblemente
si escribimos comenzamos a fustigar a cosas de las cuales no estamos conformes.-
pero sensiblemente pienso que muy poco pesa esta aportación para la
transformación radical de una sociedad”.
Muy cercana a esta fecha veo ahora una fotografía de
Hilda, una de las muchas que quedaron al resguardo de sus sobrinos Francisco y
Carmen Bedregal. En un día de brandy
cocktail con los tunantes de las letras paceñas, Hilda Mundy posa envuelta
en un hermoso abrigo negro de piel, con la revista argentina Manos maravillosas en la siniestra, y un
cigarrillo.
Hay un caudal de cosas que no llegaré a escribir
ahora. Pero hablo de una escritora fundamental, única, del “reino oscuro de las
maquinarias”, que nació el 29 de agosto de 1912 en Oruro y murió el 28 de enero
de 1982 en la Casa del Poeta de La Paz. En unos días, que no sean semanas, La Mariposa Mundial publicará la reunión
de sus escritos, cartas y fotografías en su colección Papeles de antaño. Y
paralelamente, mientras se urdían tales páginas, nos enteramos que el Estado Plurinacional
prepara también una “Obra reunida” de Laura Villanueva Rocabado para su colección
Letras y Artes. Qué momento más rotundo para abolir toda desmemoria y consumar
el quijotismo de publicar dos nuevos libros.
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