Los asesinos de Trotsky
Dos libros revelan las curiosas historias de Caridad y Ramón Mercader
Ricard Bellveser
Aquel final de mayo de 1940 fue un
infierno. Era de noche cuando una veintena de hombres armados con pistolas y
bombas incendiarias comenzaron a disparar contra la casa de la avenida de
Viena, en Coyoacán, ciudad de México, en la que vivía el político
revolucionario ruso de origen judío, conocido como León Trotsky, creador del
Ejército Rojo, uno de los padres de la revolución soviética, pero también el
único que se había atrevido a enfrentarse a Stalin, lo que le había costado la
pérdida de todos los cargos públicos, su expulsión del partido comunista y posteriormente
su exilio a México, huida imprescindible para salvar la vida.
Las balas, hasta más de 200 cuyos
casquillos alfombraron la calle, pulverizaban la casa, ventanas, puertas,
paredes, mientras el político ruso, su mujer, uno de sus nietos, Sieva, y
varios guardaespaldas que le protegían, se arrastraban por el suelo intentado
salir con vida de aquel horno. Los asaltantes al retirarse, se llevaron los dos
coches que Trotsky tenía en la puerta para su uso habitual, aunque de poco les
sirvió.
Fue uno de los varios intentos de Stalin
para acabar con la vida de su contrincante, al que temía hasta tal punto que
cada día se le hacía más urgente su desaparición. Su mera existencia, aunque a
miles de kilómetros, se había convertido en una neurótica amenaza, por ello ordenó
a los servicios secretos soviéticos que lo eliminaran.
La tarea se le encargó a los agentes
soviéticos mexicanos, a las órdenes del pintor muralista David Siqueiros, pero
la inexperiencia de los pistoleros, la desastrosa planificación y el demasiado
alcohol, dio como resultado esta chapuza, mucho ruido pero ni un arañazo.
Stalin planeó otro intento. De nuevo
valiéndose de Siqueiros, buscó un piloto americano, a quien encargó que
bombardeara la casa de Coyoacán, hasta que no quedara piedra sobre piedra, pero
algunos consejeros cercanos le hicieron ver la desproporción de la empresa, los
efectos sobre el barrio y la tensión que originaría con el gobierno mexicano,
por lo que era mejor una acción más simple, más directa, y en eso se cruzó el
catalán Ramón Mercader ofreciéndose, “yo lo haré”.
Así fue como se puso en marcha la
“Operación Utka” (pato), en la que Mercader, alias Raymond, su madre, Caridad
del Río, un personaje insuperable, después de casada Caridad Mercader, alias
“madre”, y el prestigioso espía Leónidas Eitingon, planificaron la muerte de
Trotsky sin acabar de medir bien del todo sus consecuencias, tan solo
cumpliendo escrupulosamente las órdenes de Moscú.
La empresa salió bien y acabaron con la
vida de Trotsky, aunque también de forma chapucera. Tras ganarse su confianza,
Mercader le llevó un artículo que quería publicar para que este lo revisara. Se
lo entregó y aguardó a que lo leyera. Cuando lo estaba haciendo, sacó un piolet
de montañero que llevaba escondido bajo la gabardina, y se lo clavó en la
cabeza, pero con tan poca habilidad, que Trotsky no murió en el acto, -agonizó
varias horas, hasta el día siguiente-, sino que comenzó a gritar, a llamar a
los guardaespaldas con la orden de que no mataran a Mercader, porque quería
ante todo que confesara quién había ordenado su muerte.
Mercader es un personaje clave, pero aún
más lo es su madre. Sobre él, no hace demasiado, Eduardo Puigventós publicó una
interesante biografía llamada Ramón
Mercader, el hombre del piolet (608 páginas. Editorial Now Books, 2015)
enriquecida con testimonios directos de uno de los hermanos de Mercader. Y sobre
la madre, Caridad Mercader, se acaba de editar un texto imprescindible, obra del
doctor en filosofía Gregorio Luri, El
cielo prometido. Una mujer al servicio de Stalin (528 páginas. Editorial
Ariel, 2016).
Ahora sabemos que Mercader estuvo
ansioso e inseguro incluso el propio día del asesinato, y fue su madre, una
fanática comunista, quien le dio el último ánimo, incluso le acompañó ese día
hasta la avenida de Viena, y le esperó en el coche en una calle cercana junto a
Leónidas Eitingon.
A Mercader, el asesinato le costó, primero
un paliza que le dieron los guardaespaldas, después 20 años en la cárcel de
Lecumberri, aunque fue una prisión dorada, porque el régimen soviético le
consiguió todos los medios de bienestar que podía comprar el dinero, le facilitó
cursos de electrónica, le proporcionó materiales, difíciles de conseguir en
México para la construcción de aparatos eléctricos, incluso le favoreció la visita
de prostitutas que le hicieran más agradable el encierro y de amigos o amigas,
entre ellos de Pablo Neruda o Sara Montiel.
El libro de Gregorio Luri es muy
revelador de aspectos inquietantes de esta historia retorcida, esquinada, en la
que Caridad Mercader ocupa el lugar central, por su personalidad, por su carácter
desequilibrado que le llevó a las drogas y al manicomio, por su influencia en
sus hijos, pues a Ramón lo reclutó ella misma para los servicios secretos
soviéticos, por su comunismo obsesivo y tan delirante que incluso se dedicó a
espiar a los comunistas españoles y a denunciar “desviaciones” de algunos de
ellos. Murió en Paris, en 1975. Al levantar el cadáver, debajo del colchón
apareció una foto de Stalin.
¿Y Ramón Mercader? En la cárcel era una
cosa, pero fuera de ella, en 1960, todo había cambiado y no había sitio para
él. Fue de un lado a otro, hasta que pidió ser acogido en Cuba por el
castrismo. Estorbaba en todos los sitios. En 1973 pidió ser ingresado en la
clínica del Kremlin por dolor en los huesos y dificultades respiratorias. Tuvo
distintos diagnósticos hasta que cinco años después se le partió un brazo
cuando le daba cuerda a un despertador a causa del cáncer de huesos.
Curiosamente, cuatro años antes, los servicios secretos soviéticos habían recompensado
sus servicios con el regalo de un reloj que como luego se supo, estaba cargado
de radioactividad.
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