domingo, 10 de julio de 2016

Libros

Los asesinos de Trotsky


Dos libros revelan las curiosas historias de Caridad y Ramón Mercader



 Ricard Bellveser 

Aquel final de mayo de 1940 fue un infierno. Era de noche cuando una veintena de hombres armados con pistolas y bombas incendiarias comenzaron a disparar contra la casa de la avenida de Viena, en Coyoacán, ciudad de México, en la que vivía el político revolucionario ruso de origen judío, conocido como León Trotsky, creador del Ejército Rojo, uno de los padres de la revolución soviética, pero también el único que se había atrevido a enfrentarse a Stalin, lo que le había costado la pérdida de todos los cargos públicos, su expulsión del partido comunista y posteriormente su exilio a México, huida imprescindible para salvar la vida.
Las balas, hasta más de 200 cuyos casquillos alfombraron la calle, pulverizaban la casa, ventanas, puertas, paredes, mientras el político ruso, su mujer, uno de sus nietos, Sieva, y varios guardaespaldas que le protegían, se arrastraban por el suelo intentado salir con vida de aquel horno. Los asaltantes al retirarse, se llevaron los dos coches que Trotsky tenía en la puerta para su uso habitual, aunque de poco les sirvió.
Fue uno de los varios intentos de Stalin para acabar con la vida de su contrincante, al que temía hasta tal punto que cada día se le hacía más urgente su desaparición. Su mera existencia, aunque a miles de kilómetros, se había convertido en una neurótica amenaza, por ello ordenó a los servicios secretos soviéticos que lo eliminaran.
La tarea se le encargó a los agentes soviéticos mexicanos, a las órdenes del pintor muralista David Siqueiros, pero la inexperiencia de los pistoleros, la desastrosa planificación y el demasiado alcohol, dio como resultado esta chapuza, mucho ruido pero ni un arañazo.
Stalin planeó otro intento. De nuevo valiéndose de Siqueiros, buscó un piloto americano, a quien encargó que bombardeara la casa de Coyoacán, hasta que no quedara piedra sobre piedra, pero algunos consejeros cercanos le hicieron ver la desproporción de la empresa, los efectos sobre el barrio y la tensión que originaría con el gobierno mexicano, por lo que era mejor una acción más simple, más directa, y en eso se cruzó el catalán Ramón Mercader ofreciéndose, “yo lo haré”.
Así fue como se puso en marcha la “Operación Utka” (pato), en la que Mercader, alias Raymond, su madre, Caridad del Río, un personaje insuperable, después de casada Caridad Mercader, alias “madre”, y el prestigioso espía Leónidas Eitingon, planificaron la muerte de Trotsky sin acabar de medir bien del todo sus consecuencias, tan solo cumpliendo escrupulosamente las órdenes de Moscú.
La empresa salió bien y acabaron con la vida de Trotsky, aunque también de forma chapucera. Tras ganarse su confianza, Mercader le llevó un artículo que quería publicar para que este lo revisara. Se lo entregó y aguardó a que lo leyera. Cuando lo estaba haciendo, sacó un piolet de montañero que llevaba escondido bajo la gabardina, y se lo clavó en la cabeza, pero con tan poca habilidad, que Trotsky no murió en el acto, -agonizó varias horas, hasta el día siguiente-, sino que comenzó a gritar, a llamar a los guardaespaldas con la orden de que no mataran a Mercader, porque quería ante todo que confesara quién había ordenado su muerte. 
Mercader es un personaje clave, pero aún más lo es su madre. Sobre él, no hace demasiado, Eduardo Puigventós publicó una interesante biografía llamada Ramón Mercader, el hombre del piolet (608 páginas. Editorial Now Books, 2015) enriquecida con testimonios directos de uno de los hermanos de Mercader. Y sobre la madre, Caridad Mercader, se acaba de editar un texto imprescindible, obra del doctor en filosofía Gregorio Luri, El cielo prometido. Una mujer al servicio de Stalin (528 páginas. Editorial Ariel, 2016).
Ahora sabemos que Mercader estuvo ansioso e inseguro incluso el propio día del asesinato, y fue su madre, una fanática comunista, quien le dio el último ánimo, incluso le acompañó ese día hasta la avenida de Viena, y le esperó en el coche en una calle cercana junto a Leónidas Eitingon.
A Mercader, el asesinato le costó, primero un paliza que le dieron los guardaespaldas, después 20 años en la cárcel de Lecumberri, aunque fue una prisión dorada, porque el régimen soviético le consiguió todos los medios de bienestar que podía comprar el dinero, le facilitó cursos de electrónica, le proporcionó materiales, difíciles de conseguir en México para la construcción de aparatos eléctricos, incluso le favoreció la visita de prostitutas que le hicieran más agradable el encierro y de amigos o amigas, entre ellos de Pablo Neruda o Sara Montiel.
El libro de Gregorio Luri es muy revelador de aspectos inquietantes de esta historia retorcida, esquinada, en la que Caridad Mercader ocupa el lugar central, por su personalidad, por su carácter desequilibrado que le llevó a las drogas y al manicomio, por su influencia en sus hijos, pues a Ramón lo reclutó ella misma para los servicios secretos soviéticos, por su comunismo obsesivo y tan delirante que incluso se dedicó a espiar a los comunistas españoles y a denunciar “desviaciones” de algunos de ellos. Murió en Paris, en 1975. Al levantar el cadáver, debajo del colchón apareció una foto de Stalin.
¿Y Ramón Mercader? En la cárcel era una cosa, pero fuera de ella, en 1960, todo había cambiado y no había sitio para él. Fue de un lado a otro, hasta que pidió ser acogido en Cuba por el castrismo. Estorbaba en todos los sitios. En 1973 pidió ser ingresado en la clínica del Kremlin por dolor en los huesos y dificultades respiratorias. Tuvo distintos diagnósticos hasta que cinco años después se le partió un brazo cuando le daba cuerda a un despertador a causa del cáncer de huesos. Curiosamente, cuatro años antes, los servicios secretos soviéticos habían recompensado sus servicios con el regalo de un reloj que como luego se supo, estaba cargado de radioactividad.



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