jueves, 18 de diciembre de 2014

Parhelio

[Mal de ruina]

A raíz del libro Nonato Lyra que la editorial La Mariposa Mundial acaba de publicar, en su colección Papeles de Antaño, van estos apuntes con la sombra del dedo en el corazón de un archivo.


Rodolfo Ortiz

Hay una subversión conmovedora que se produce cuando un lector entra en el taller de un escritor y se atreve a leer sobre sus hombros. Sin embargo, en Borda esta imagen tiene su dosis de atopía, pues ese lector tiene que vérselas con los pedazos caóticos de papeles de un archivo póstumo sin ese punto arquimédico de los hombros de un escritor.
Al igual que Macedonio Fernández, Arturo Borda fue un autor que favoreció siempre la multiplicación o, para seguir la raíz de fautor que se insinúa, fue un favorecedor. Este es el sentido de archivo póstumo que, entiendo, se articula a la interrogante de mirar sin un punto de apoyo, o mejor, de asumir varios puntos arquimédicos a partir de los cuales es viable producir una lectura desplazada de esos lugares de impronta (y de imprenta) desde los cuales comenzaría una historia posible de su concepción. Una aproximación de este tipo, entonces, lee sobre las marcas, huellas o indicios que metonímicamente nos hablan de ese alguien que alguna vez estuvo allí vehiculizando sentidos sobre un material “mental” ahora observable. Pero el rol de ese sujeto es también in-formar, en el sentido de la formación interior de la historia de un archivo, que la cuestión misma de esas huellas y estigmas no es una cuestión del pasado sino del porvenir. Hay una mesianicidad espectral que trabaja en el concepto de archivo y este sentido llega a ser interesante al enfrentar un archivo póstumo como el de Arturo Borda, que en todo caso y en todo momento sugiere la cuestión del porvenir y la promesa, antes bien que la remisión a los indicios de una memoria consignada o de la fidelidad a una tradición.
Un archivo póstumo tiene que ver con ciertos lugares inconjuntos que constituyen la huella visible del proceso creativo de una obra. Su “gesto inaugural”, si vale el término, es abrir una lectura de sus comienzos y de sus finales también como comienzos. Derrida señala que la palabra archivo en su raíz etimológica de arkhé nombra al mismo tiempo el comienzo y el mandato. El principio según la naturaleza o la historia, pero también el principio según la ley, allí donde se ejerce la autoridad, el orden social, el principio nomológico. Para Derrida, además, el sentido de archivo proviene también del griego arkheîon: en primer lugar, una casa, una residencia de los magistrados superiores, los “arcontes”, como don Gunnar Mendoza para darle cierto color local a esta idea. Los arcontes eran no solo los guardianes del archivo sino también quienes ejercían mandato, pues se les concedía el derecho, la competencia y el poder de interpretar tales archivos. Esta dimensión arcóntica de la domiciliación y resguardo de un archivo cumple una función árquica, que en todo caso llegaría a ser patriárquica.
Y es en esta idea del archivo como lugar de la autoridad, de un estado patri-árquico (la ley de Noé que viaja en las tablas del arca), donde considero se inserta la impronta descentralizadora y an-árquica del archivo de Arturo Borda. El archivo de Borda es descentrado desde la lógica interior que despliegan sus manuscritos, sus versiones, sus ediciones. Esta obra se construye a partir de la ausencia de manuscritos precisamente porque su dinámica descentra el lugar del archivo. Nonato Lyra es la historia de tres manuscritos, al interior de cuyo emplaste hay uno del cual sabemos pero nunca leemos.  Borda propondría, entonces, un principio de desarchivo y abolición de ese lugar de poder. Desarchivar a Borda, por lo tanto, llegaría a configurar un gesto de participación, de una nueva “distribución de lo sensible”.
De esta manera, entiendo las ruinas de Borda como el efecto de una falla en la inscripción de un archivo, cuyo soporte y seguridad física, cuyo cuerpo o arkheîon, están trastocados. El Loco, por ejemplo, nos confronta con el lugar de un archivo en el cual su inscripción es la de la ausencia de lugar, es decir, la del lugar donde impronta e imprenta se separan. Ese “loco anónimo” que aparece como primer sostén de unas cuartillas que dentro de la obra se llaman “El Loco” y fuera de ella El Loco, es un personaje desaparecido que surge a partir de la impronta que no tiene imprenta. El loco es un estigma del abortivo arrojado a un basural (qué mejor imagen de un archivo póstumo que la de un basural) cuyo único mandato proviene de un lugar pulsional sin padre.
Las ruinas de Borda, por lo mismo, sugieren la posibilidad de pensar en una contradicción intrínseca de lo archivado, es decir, en la idea contraria de la protección arcóntica de un archivo. Su “mal de ruina”, si vale la expresión, pone en evidencia la existencia contraria e intrínseca de una pulsión destructiva que justamente un mediador editorial, al enfrentar su archivo póstumo, avivaría. Un archivo se destruye en su “iteración”, precisamente porque es imposible repetir sin alterar, favorecer sin destruir o violar.
En Borda este proceso se despliega de una manera única e irrepetible, para utilizar dos atributos que suele ligar a su arte. Sus manuscritos perdidos los muestra en 1937, por única vez, a Carlos Medinaceli, en un gesto equiparable al de Kafka, pues si hubiera habido la intención de proteger los papeles al extremo de quemarlos no se hubiera realizado el gesto contrario de mostrarlos, tanto a Brod en el caso de Kafka, como a Medinaceli en el caso de Borda. En otras palabras, la pulsión destructiva de que sean violados y no pulverizados desplaza la quema de los manuscritos, en el caso de Borda, al interior de la trama de El Loco. Es decir, se ficcionaliza la escena, salvando materialmente los suyos. Y esto mismo abre la posibilidad de que salgan de la oscuridad y de que alguien, no casualmente el crítico literario y “papelerista” más importante de su época, los leyera y de esta manera violara su cerco íntimo y secreto.
Así, desde la perspectiva de lo póstumo, un texto se hace y en esa hechura la mediación editorial es determinante en su conducción y fabricación de sentido. Si un editor como agente póstumo participa de la historia de un texto y crea nuevos marcos constituyentes de sentido, en el caso de Borda no tendría que desatender al testimonio de amenaza que acompaña la vocación silenciosa de quemar un archivo. En tanto residuo de una anarqué, siempre existirá la posibilidad de pensar lo que Borda habría podido quemar en ese mal de su archivo. Radializar ese mal, como ha sugerido siempre Borda, llegaría a prefigurar un momento de urgencia, un acceso, una participación activa, plural, en la interpretación de ese legado como un momento único e irrepetible.
¿Qué lugar atribuir a los papeles dejados por un escritor? Es una pregunta que quizás valga la pena plantearse, pues el abordaje de un archivo póstumo como el de Borda nos obliga a desligarnos de una serie de nociones que remiten a la idea de continuidad. Leer los comienzos de Borda es confrontar críticamente estas certezas de la historia ligadas al hecho de que todo discurso está predeterminado por una tradición, una influencia, un desarrollo, una evolución. Leyendo a Borda comprendemos que toda evidencia es siempre inasible y aquello que en última instancia interesaría, Katari lo supo desde el inicio, es la pesquisa de aquello que “nos precede” en el itinerario, el tránsito, la travesía y hasta la distancia de una escritura.

No contar la verdad sino relacionar las evidencias que quedan de un proceso (siempre) enigmático.

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