El anticuario
Reseña –positiva, entusiasta- de la primera novela del peruano Gustavo Faverón.
Sebastián
Antezana
El anticuario es la
primera novela de Gustavo Faverón (Lima, 1966), escritor y crítico literario a
quien conocí –como muchos otros– a través de su ya desaparecido blog personal
(puenteaereo.blogspot.com), un espacio interesante de reflexión sobre política
y literatura.
Se
trata, en primer lugar, de una buena primera novela, una historia cerebral y llena
de referencias literarias e históricas que la hacen un aparato resistente a múltiples
interpretaciones y que ha tenido bastante resonancia -buenas críticas y varias
traducciones- en estos últimos años.
¿La
historia, a grandes rasgos? Entre verdades a medias y distintas versiones, es
la de Gustavo y Daniel, dos amigos que desde la juventud en la universidad -de
una ciudad que, se presume, podría ser Lima- llevan una vida de gustos
compartidos por la lectura y los libros -eventualmente, Daniel se transforma en
anticuario y coleccionista de ejemplares raros y Gustavo es lingüista.
El
conflicto se presenta temprano, desde la primera página en la que se ve que
Daniel asesina a su novia, Juliana, de 36 puñaladas. Tras quemar el cuerpo y
tratar de suicidarse de un balazo, Daniel es recluido en una clínica
psiquiátrica y Gustavo, afectado por las acciones de su amigo, se aleja.
En
adelante, El anticuario está dividida
en capítulos narrados por Gustavo -a quien tres años después del asesinato de
Juliana lo sorprende una llamada de Daniel desde la clínica en la que está
recluido-, otros en los que se narran las experiencias del propio Daniel y
otros, finalmente, en los que se narran episodios de la violencia política que
vivió Perú en las décadas de los 80 y 90.
Un
motivo destacado del libro es su forma de trabajar la clínica -tanto la clínica
psiquiátrica en la que está recluido Daniel tras el asesinato, como la clínica
como figura de control; digamos, la clínica foucaultiana- y su capacidad, de
doble filo, de proteger y someter a los cuerpos, de curar y enfermar por la
palabra. En ese núcleo del biopoder, Daniel, el asesino, el loco -y el eventual
anticuario-, es el encargado de contares a los demás pacientes que comparten su
encierro historias que remiten a un amplio espectro de referencias,
seduciéndolos y controlándolos, quizás de forma involuntaria.
Sin
embargo, el motivo más destacado en El
anticuario es la repetición, la aparición de motivos recurrentes, de figuras
que se reiteran constantemente. Por ejemplo: la recurrente violencia de Daniel
y su aparente culpa de uno, dos y hasta tres asesinatos; la incidencia -de gran
belleza, gracias a una narración preciosista- de un incendio que consume,
primero, la casa de la niñez de Daniel, y después un espacio crucial al final
de la narración; la figura repetida de la ciudad, laberinto en espiral que se
construye cerrándose sobre sí misma en círculos concéntricos y cerrándose sobre
sus habitantes. Estas recurrencias remiten necesariamente a otro campo.
El
abc de la teoría del trauma -que empieza con Freud- señala que alguien que
experimenta un trauma, pese a que eventualmente aparente sobrepasarlo, en
realidad vuelve a él de forma compulsiva, incesante, inescapable. Eso porque la
compleja naturaleza del trauma hace que solo sea posible vivirlo de forma
repetida. Podemos ver ejemplos en casos como los del estrés post traumático en
soldados, víctimas de guerras y torturas, víctimas de accidentes, etc.
En
el núcleo de la experiencia del trauma reside una repetición, tenaz,
incansable, a través de los actos inconscientes del sobreviviente e incluso en
contra de su voluntad, en un proceso de neurosis traumática que se traduce en
la recreación de un evento que el sobreviviente simplemente no puede dejar
atrás -en el caso de Daniel, este evento es el asesinato de Juliana-.
Eso
porque el trauma siempre es un evento que se experimenta demasiado
inesperadamente, demasiado rápido, como para ser procesado o reconocido, y por
lo tanto no es algo que ocurre de forma consciente sino hasta que vuelve, en
forma de actos repetidos y pesadillas, a la vida del sobreviviente.
Este
es el caso de los personajes de El
anticuario, sobre todo de Daniel, víctima traumática de su propia violencia
que termina recluido en un psiquiátrico, incapaz de superar el motivo de su
locura porque el trauma es, en esencia, insuperable. Y pese a ello, mediante un
proceso que le corresponde descubrir al lector, eventualmente Daniel se
transforma en lo que anuncia la novela desde su título, en un anticuario.
Pero
la redención es solo aparente pues, por definición, un anticuario trabaja casi
exclusivamente con el pasado, se consagra al tiempo ido y a sus objetos como si
descubriera en ellos pistas que le hablaran de la trayectoria del mundo. En el
caso de Daniel, al hacerse anticuario, no solo descubre que ese pasado que
recata del olvido es sobre todo una instancia terrible, marcada por violencias
políticas y un odio fratricida, sino que confirma que toda historia -sobre todo
la Historia- es la historia de un trauma.
En
la novela, Faverón hace gala de un estilo detallista, envolvente, cuidadoso al
extremo del puntillismo, no carente de cierta pretensión poética y que sale
airoso cuando se trata, por ejemplo, de describir las consecuencias brutales
pero no carentes de belleza de un incendio, o como cuando revisa maquinarias
cinematográficas hace mucho descontinuadas.
La
escritura de El anticuario crea y
trabaja un lenguaje complejo, a veces arduo, otras onomatopéyico, casi
académico, amoroso, violento, un lenguaje construido a propósito para
confundir, para dar rodeos, para moverse en varias direcciones, nunca en línea
recta, para crear imágenes, versiones de la historia y personajes que muchas
veces terminan siendo fantasmas, pero que se desvanecen cada vez con más virtuosas
y deslumbrantes piruetas, que seducen, domestican y dejan cicatrices.
El anticuario no es
solamente una novela sobre las distintas formas y funciones del arte de narrar,
es una novela sobre las distintas formas, funciones, disfraces y alcances del
lenguaje.
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